A
Aïda Domínguez Puig


Tras La Guerra, la ciudad se reduce a los esqueletos de otrora edificios bulliciosos y elegantes locales. Horrores bélicos invaden las esquinas y experimentos fallidos, nacidos en pesadillas, andan entre las tinieblas. Los supervivientes moran entre las ruinas y entre ellos se esparce el rumor de que existe un lugar seguro, un antiguo hotel que se ha convertido en la fortaleza soñada. ¿Será real algo tan hermoso?


Post-apocalíptico Sólo para mayores de 18.

#385 #futuro #distopia
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No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie. No duerme nadie.

Nunca había creído que fuera posible estar tan agotada como lo estaba en ese preciso momento. El dolor que se le había enraizado en las piernas estaba ahora dormido, casi tanto como sus manos, que parecían ser el nido de todas las hormigas que quedaban en el mundo. Agachada en una posición que le causaba pinchazos en los riñones, Coral observaba las puertas de un pequeño supermercado que durante el Antes había abierto las 24 horas. Inconscientemente, volvió a mirar hacia su muñeca, chocando otra vez contra la dura realidad de que su reloj había desaparecido en una época remota, como el mismo paso del tiempo.

Los cristales estaban rotos. Pero era reciente. Lo sabía porque si entrecerraba los párpados aún podía apreciar el polvo blanquecino fruto del quebranto de los fragmentos contra el suelo. Podía calcular que los "compradores" habían llegado hacía menos de dos días. ¿Había llovido dos días antes, verdad? Sí... No podía afirmarlo con seguridad. No importaba demasiado. Coral tragó saliva y como si se instara a sí misma, su estómago rugió descontento. Tampoco podía afirmar con seguridad cuándo había comido por última vez. La mujer apoyó el peso de su cuerpo en la otra pierna, manteniéndose agachada tras los escombros. Maldijo de nuevo a Mateo por haberse llevado todas sus jodidas provisiones.

Aunque prefería las noches y el silencio, Coral dio pasos cautelosos bajo un sol tímido que no calentaba. Había estado más de dos horas escondida en la calle, esperando a percibir alguna señal de vida ajena; la alarma perfecta para una huida a tiempo. En otros tiempos, esperar más de dos minutos le habría parecido un desperdicio de su vida. En ese momento, sabía que los valientes intrépidos morían más rápido que las ratas bien escondidas. Añoraba la época en la que su mayor problema era no llegar a tiempo a la cita de las tres y tener que comer una ensalada insulsa por el camino porque no tenía tiempo de sentarse. 

Mataría por una ensalada insulsa.

Coral se ató un pañuelo para cubrirse la nariz y la boca. Cuando merodeaba en grupo había presenciado, por desgracia, la muerte de varios compañeros. Algunos de ellos se ahogaban irremediablemente entre los escombros de un edificio dañado por el tiempo o las inclemencias. En sus pesadillas, cuando conseguía dormir más de diez minutos seguidos, podía oír sus toses agónicas, ante una batalla perdida contra el polvo y las ruinas. Le dolían los pulmones al pensarlo.

Obvió las dos cajas registradoras que flanqueaban la entrada al pequeño colmado. Uno de los cajones estaba abierto y en la penumbra se apreciaban papeles, posiblemente billetes, en el suelo. Coral sacudió la linterna para conseguir algo de energía y la encendió, volcando un tímido rayo blanco al suelo sucio. Los cabrones que habían asaltado el supermercado habían destrozado algunas estanterías y neveras vacías. No había tenido la desgracia de verlos pero a lo largo de su horrible viaje al infierno había conocido gente como esa. Casi podía dibujarlos: un grupo de tipos con muchas armas, posiblemente excombatientes en la última contienda para evitar la ineludible caída de su nación. Liberados como perros rabiosos tras la derrota, se proponían tomar el control de lo que quedaba de mundo... Con mucho alcohol, porque hay pesadillas que quitan el sueño para siempre.

Algunas ciudades, como la que albergaba el super destrozado, habían resistido hasta los límites de la guerra. Sin embargo, las bandas y los grupos como ese las habían hecho caer, aterrorizando a la poca gente que se atrevía a morar en ellas y ejecutando a los pocos gobernantes que aún dirigían a su pueblo. La guerra había reducido todo un mundo a pequeños fragmentos de población que vivían del comercio ocasional y de la tierra. En la era de la tecnología, la humanidad había regresado a sus más sucios y bajos orígenes a causa de sí misma.

Coral ignoró los pasillos y se dirigió al almacén. Muchas jaurías de salvajes atacaban los comercios y sus productos pero no recurrían a la verdadera mina de oro. Tuvo que forcejear un poco con la puerta pero la sonrisa afloró en su rostro cuando su linterna topó con diversas latas y envases. El hedor llenaba el almacén, provisto de carne en mal estado y paquetes hinchados, ya verdosos. Sin embargo, la mayor parte del botín estaba intacta. Aunque su tripa rugía enfurecida, Coral sentía náuseas ante la idea de comer allí, al descubierto y sin protección. Seleccionó con cuidado algunos productos y empezó a llenar su mochila, consciente de que ya no podía cargar tanto peso como antes.

Cuando no pudo ignorar las protestas de sus hombros aquejumbrados, cerró la cremallera. Y entonces, vio algo que la tuvo al borde de las lágrimas. Un envoltorio rojo y blanco, tan extraño como una especia extinta. Chocolate. Sintió como la saliva le mojaba los labios inconscientemente, como un perro hambriento. Su mano, huesuda y desesperada, alcanzó el paquete y lo despedazó como un animal. Era tan dulce que incluso le dolía la lengua; el sabor de la chocolatina había estallado con fuerza en su boca y la respiración se le había acelerado.  

A lo mejor fue ese frenesí olvidado lo que le impidió oír el crujido de los pasos que se acercaban con estudiada calma. Si los hubiera oído, si Coral hubiera cerrado la mochila y se hubiera ido en ese mismo instante... Tampoco habría tenido una sola posibilidad. Tan solo si hubiera bloqueado la puerta con la fiereza que no poseía y hubiera levantado el portalón de metal que habían utilizado los distribuidores durante años con fuerza herculea, tan solo entonces habría podido cambiar su fatal destino.

Pero Coral terminó la chocolatina y en un gesto casi neolítico se dispuso a buscar una papelera para depositar el envoltorio. En ese mismo instante, cuando dió un paso hacía la pared grisacea, una rata enorme surgió de entre las tinieblas y con su carrera frenética la asustó, helándole la piel y tensándole los músculos doloridos. Fue entonces cuando su cuerpo, golpeado por un pico de adrenalina, agudizó los sentidos y Coral fue consciente de que no estaba sola. Al principio, una voz desesperada en su interior imploró que hubiera sido su imaginación. Y aunque lo deseó con toda el alma, volvió a oír como ese ser horripilante arrastraba su peso hacia ella.

Nunca había estado cerca de uno, por eso seguía viva.

Había oído historias. Había oído horribles relatos de los labios temblorosos de hombres que en otra época habían sido valientes. Ninguno de ellos había sobrevivido a un enfrentamiento con uno de esos seres. Los hombres que gritaban en sueños y se arrancaban el pelo compulsivamente habían creado esos seres. Habían reclutado soldados para una "nueva misión". Habían elegido perfiles bajos, gente no demasiado eficiente ni destacable. Hombres y mujeres que no eran mucho más que carnaza de primera fila de combate. Y en una especie de espiral onírica muy americana, habían decidido que aquellos que no valían por sí solos se convertirían en los mejores con un poco de ayuda.

Debía admitirlo, eran los mejores. Máquinas de matar perfectas. Y justas; recordaba especialmente a una mujer rubia de ojeras infinitas que había descrito con voz aguda como esos seres, ella los llamaba los B-42, habían hecho trizas al ejército enemigo, y también al propio. Hablaba de cómo ellos lo habían observado, con impotencia, desde los drones que supuestamente iban a capturar una victoria gloriosa por su parte. En ese instante, los tanques abatieron a algunas de las bestias pero...

Coral apagó la linterna y esperó en la penumbra. A lo mejor tendría suerte, a lo mejor se iría. Ojalá algún gilipollas armado hiciera ruido en la calle... Se mordió el labio cuando una mano deformada, abultada y rojiza, palpó el umbral de la puerta. Coral apretó los puños porque sabía que esos serían sus últimos instantes. La figura entró y entendió porque se decía que los rostros de los B-42 eran simplemente indescriptibles. No murió rápido.   

6 de Octubre de 2018 a las 22:00 1 Reporte Insertar Seguir historia
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