u15386873761538687376 Lucy Macrae

En Londres habitan dos especies, humanos y horbies. Estos últimos rondan las sombras, las zonas pobres, y se alimentan de carne humana. El gobierno se encarga de cazar y exterminar a estos seres, en un intento de proteger a su propia especie de una superior. Ashe Hollow es una horby cuyo clan, el más poderoso de la ciudad, fue exterminado cuando solo tenía seis años de edad. Desde aquel día Ashe se aisló de tanto horbies como humanos, viviendo de los restos de la ciudad y alimentándose de cadáveres para no tener que matar. Un día, diez años después del exterminio de su familia, Ashe cometió el error de llamar la atención del gobierno, al ser la causa de una matanza en un hospital. Con humanos y horbies persiguiéndola por ser la última de su linaje, Ashe se verá obligada a desconfiar de todo el que se le acerque, viendo enemigos en amigos.


Horror Literatura de monstruos No para niños menores de 13.

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Prólogo

Me envolví en la chaqueta mientras andaba calle arriba. Las ventanas de todo el vecindario estaban a oscuras y la calle desierta. Me deslicé de farola en farola, sin detenerme hasta llegar a la siguiente.

Sabía que estaba siendo paranoica y que este nerviosismo irracional se debía en realidad a que me había saltado el toque de queda, pero de todas formas no pensaba detenerme en medio de la oscuridad.

Conociéndola, mamá estaría sentada en la vieja butaca chirriante del abuelo, esperando con el ceño fruncido y una taza de café frío en las manos, lista para saltar al escuchar el cerrojo de la puerta y comenzar a vociferar cosas sin sentido.

Seguí mi sombra con los ojos bien abiertos, mientras se alargaba a medida que un coche se acercaba por detrás. Se me aceleró el corazón.

El Supra pasó de largo, como era de esperar. Dejé escapar un suspiro mudo; a estas alturas del año, en Londres el frío te congelaba hasta los intestinos. Los árboles que decoraban la calle hibernaban bajo una gruesa capa de hielo, los pájaros habían huido impulsados por las ráfagas de viento y la escarcha mantenía las ventanas cerradas durante todo el mes de diciembre; sino más.

A estas horas, ya debía de ser 26. Jamás me había saltado unas navidades, ni cuando estaba papá, ni cuando dejó de estar.

Navidad era uno de los pocos días del año que se consideraban “restringidos”. Y sin embargo, aquí estaba yo, la valientemente estúpida Helena Brown, dejando a su desequilibrada y olvidadiza madre sola en la noche de navidad.

Quien mal hacía, mal recibía.

Alcé la vista y localicé la farola parpadeante frente al apartamento 777. En cualquier otro momento habría sonreído por la ironía, pero no me sentía lo suficientemente bien como para hacerlo.

A pesar de estar temblando de pies a cabeza, un sudor frío me recorrió la espalda.

Corrí hasta la vieja puertecilla de hierro y la abrí. El chirrido que produjo me trepó por los huesos, obligándome a mirar en todas direcciones.

Mientras subía las escaleras unos cuantos copos de nieve comenzaron a caer del cielo.

Unas navidades blancas, genial.

Las luces de la casa estaban apagadas. Mi malestar creció aún más mientras me agachaba para buscar la llave de repuesto bajo el áspero felpudo de mimbre. Tenía los dedos azulados y entumecidos. Detuve la búsqueda al darme cuenta de que la puerta estaba entreabierta.

Tragué saliva, intentando diluir el nudo que se me había formado en la garganta. El viento provocó un agudo silbido cuando empujé la puerta de madera al entrar.

Hacía tanto frío dentro como fuera. La nieve había comenzado a caer con furia. Cerré la puerta, mientras mi respiración blanca se evaporaba en el aire.

Me froté las manos mientras avanzaba por el pasillo y me quedé de pie en el arco de entrada al salón.

Las cortinas estaban descorridas, por lo que la luz parpadeante de la farola, deformada por la escarcha y la nieve, se reflejaba en las paredes.

Escuché unos golpes en el piso de arriba. Mi corazón se aceleró.

– ¿Mamá? – Grité. Esperé unos tensos segundos, pero nadie respondió. Subí las escaleras, escuchando el suave crujir de la madera romper el silencio. Me detuve al llegar al último escalón. Una ráfaga de aire frío venía de la habitación de mi madre. Había manchas oscuras por las paredes, que descendían hasta el suelo y avanzaban hasta la puerta de su habitación. Parecían… arañazos.

Con el corazón en un puño di un paso más. Me detuve oír al aquel golpeteo de nuevo, seguido de una serie de gorgoteos. Abrí la boca para decir algo, pero no conseguí articular palabra.

Era como si alguien me estuviese estrangulando.

Anduve por el pasillo, rezando para que la madera no crujiese bajo mis pies. La placa que colgaba de la puerta de mi habitación estaba tirada en el suelo.

“Helena” Mi nombre era apenas legible bajo aquel fluido oscuro que cubría el suelo y las paredes. Me agaché para observar de cerca el líquido que me manchaba los dedos y a pesar de la oscuridad, alcancé a ver un profundo destello de color borgoña.

Me levanté temblorosa, frotándome la sangre que me manchaba las manos, todavía templada, contra los pantalones. Quería huir de allí, quería correr lejos, pero mi cuerpo me obligaba a avanzar hacia la habitación de mi madre.

Un penetrante y dulzón olor a óxido me invadió las fosas nasales.

Mientras me acercaba a la puerta, seguí con la mirada el recorrido de arañazos, sintiendo como mi pulso continuaba galopando. Ahí en el suelo de la habitación, bajo la temblorosa luz de la calle y los copos de nieve, se encontraba el cuerpo destrozado de lo que en algún momento había sido mi madre. Detrás de aquel amasijo de carne había una niña, enmarcada por las cortinas bordadas que mi madre había hecho años atrás.

Tenía las manos llenas de carne y sangre, que goteaba sobre el charco rojo que se había formado en el suelo de madera. Su boca se movía de forma truculenta, triturando la carne con los dientes. Se estaba comiendo los intestinos del cadáver; el cadáver de mi madre.

Los ojos de la niña eran completamente negros, a excepción de los iris que eran blancos y brillantes como la luna, alta y lustrosa en el cielo marino. Alrededor de los ojos, hasta el punto más alto de sus mejillas y sien, pequeñas venas negruzcas adornaban su piel, creando un relieve antinatural en su suave piel de bebé.

La fuerza se me escapó, mis rodillas flaquearon y caí de rodillas, con el rostro empapado por lágrimas saladas. La niña se levantó del suelo, pisando la sangre con sus pequeños pies descalzos y dejando huellas a medida que avanzaba en mi dirección.

Se situó frente a mí. De su pelo apelmazado goteaba sangre. Sus labios palidecieron cuando abrió la boca, mostrando sus dientes. Todos ellos, a excepción de los incisivos, eran largos y afilados, como pequeñas cuchillas ligeramente curvadas dentro de una boca minúscula.

Dirigí mi mirada de sus dientes, a sus ojos y de estos a su expresión, nublada por una oscura y siniestra sombra de hambre. Su mente pendía de la fina línea que separaba la locura y la razón… era evidente en su expresión. La niña se cernió sobre mí. Observé sus facciones y aunque no parecía divertirse, tampoco parecía sentir remordimiento, y era la falta de una u otra, la que hacía su imagen realmente perturbadora.

Mi corazón desbocado me obstruía la garganta, dificultándome la respiración mientras intentaba leer lo que pasaba por la cabeza de aquella niña. Quería decir algo, algo que ella recordase para siempre y que la persiguiese en sueños por el resto de su vida… pero a diferencia de ella yo si estaba perfectamente lúcida, lo suficiente como para que el miedo me dejase muda.

Fue ese pavor el que por fin me hizo reaccionar. Intenté arrastrarme hacia atrás, pero mis manos resbalaron sobre la sangre que manchaba el suelo. Abrí la boca mientras un grito ensordecedor trepaba por mi garganta. Mi cabeza golpeó el suelo y mi visión quedó encapotada.

Sus fríos ojos fueron los últimos en decirme adiós, antes de que la noche me arropase contra su escuálido cuerpo, por siempre jamás.

4 de Octubre de 2018 a las 23:26 0 Reporte Insertar Seguir historia
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