You feel so lonely you could die - David Bowie
Veinticinco años de soledad casi la han debilitado por completo.
Dìdí se mira al espejo y observa su tez cada vez más pálida y transparente, sus mejillas han pedido el color, y las venas color ocre se marcan alrededor de sus enormes ojos azules, tan claros como el cristal. Su cuerpo pequeño y delgado se esconde debajo de una túnica blanca, que casi compite con lo blancuzco de su cabello, el cual solía ser plateado y brillante.
La juventud se difumina de su reflejo, a pesar de que no hay forma de que ella envejezca físicamente. Es aquella chispa que hay en los ojos de un joven la que hace falta en los de Dìdí. En ellos solo puede verse la tristeza, la soledad, la agonía… ¿Cuándo fue la última vez que sonrió?
El tiempo pasa: tic, toc, tic, toc…
Pero todo está detenido para ella, su corazón no late, su sangre no recorre su cuerpo; solo esta ahí, existiendo.
Dìdí mira al exterior, observa las agitadas calles de Nueva York, los autos transitar, el sonido de la ciudad, la gente vivir. «Es solo un día más» ella piensa sin mucho ánimo, y lleva sus helados dedos a su pecho, buscando una piedrecilla azul que está oculta entre la tela.
Un escalofrío recorre su cuerpo de la nada, sus ojos se humedecen y el doloroso vacío que existe en su interior duele más. La están olvidando, lo sabe bien. Falta poco para morir.
Han sido veinticinco años de agonía, por lo que saber que casi ha llegado la hora la hace sentir un poquito aliviada. Nunca podría pensarse que alguien recupere un poco de vida al saber que está por desaparecer, pero así sucede con ella. Al fin sucederá lo que ha estado esperando por las últimas décadas.
Ya viene, ya viene…
Se siente tan sola que morirá.
Observa a su alrededor; su departamento se siente tan ajeno como siempre, no es nada como aquella pequeña casa de Dublín, con su desayunador de madera cubierto con un mantel a cuadros, un florero encima y la cajetilla de cigarros de Nanny. Y con un simple recuerdo, su mente se trasporta hacia ese lugar y, en silencio, se deleita con ese pedacito de cielo. Recuerda la forma en la que la luz del sol entraba por la ventana de la cocina, el color amarillento con el que iluminaba la casa, el radio sonando al fondo, las imágenes religiosas colgadas en las paredes, los sillones mullidos cubiertos con carpetas tejidas a mano… y el delicioso olor a nuez moscada que permanecía después de cocinar.
Y cuando abre los ojos y regresa al presente, el vacío vuelve. Su apartamento no tiene nada más que blancas paredes y un enorme ventanal desde dónde puede ver la ciudad. También un par de cojines y alfombras para descansar, un tocadiscos arrumbado en una esquina, una radio en la otra, y cientos de cuadernos y libros esparcidos por el piso, hay tantos que casi es imposible caminar en línea recta.
Didí toma asiento en la vieja alfombra azul turquesa, alcanza un vaso con agua y bebe en silencio, disfrutando levemente de la pasividad de la agonía. Sus ojos siguen fijos en la ciudad, donde siempre están.
Entonces, a diferencia de todos los días anteriores, alguien llama a la puerta.
Han sido veinticinco años de soledad, de no hablar con nadie, de que ni un alma la buscara… pero alguien llamaba a la puerta… La ansiedad la ataca de repente, casi puede sentir su corazón latiendo, el sudor frío humedece su espalda.
No quiere contestar, no quiere hablar. En parte porque hace años que no escucha su propia voz, pero no quiere que nadie arruine sus planes, no cuando ya le falta tan poco para llegar.
—¿Señorita Diane Diliard? —Un joven desconocido habla desde el pasillo—. Traigo un paquete para usted. Por favor, sé que está ahí. Tiene que firmar.
«¿Un paquete?» se pregunta.
Termina accediendo a abrir, al fin y al cabo, no cree que ese joven la recuerde por mucho tiempo. Ella no observa a quien le entrega la caja, tampoco le habla, solo recibe el paquete, firma y cierra.
Solo unos cuantos la recuerdan ahora, quizá un par de personas… ese par que no la deja morir en paz. Ese envío debe ser de uno de ellos.
Se sienta a la mitad del vacío apartamento, abre la caja con desesperación y se sorprende al ver lo que hay en el interior: un simple CD y un sobre grueso, pesado.
Sus dedos temblorosos lo toman, lo gira y lee el nombre del remitente:
Sioux.
Gracias por leer!
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