La sangre que recorre mi brazo no es mía, aunque ése era el plan inicial esta mañana. Existe un momento, una hora específica en la que algo en nuestra cabeza se fractura de tal manera que no existe forma humana de volverla a arreglar. Supongo que eso ocurrió conmigo justo después del desayuno. Los niños estaban en el colegio y Barry había ido por cigarrillos. El desordenado departamento familiar quedó en tal silencio, que las voces en mi cabeza comenzaron a hablar de nuevo. Una mancha de cátsup, había una mancha de cátsup en mi suéter de algodón.
Preparé todo, primero fue la nota suicida sobre la almohada, luego busqué las cuchillas en el botiquín, y por último, con mi vestido favorito ya puesto, comencé a llenar la bañera. Cierro los ojos y todavía el sonido del agua cayendo del grifo hace eco en mi memoria, pero es lo último que recuerdo.
Un parpadeo… y la oscuridad, cada vez más espesa y avasalladora, se apodera de todo a mi alrededor. El olor de la sangre tan familiar me sacude de golpe. Busco a tientas el interruptor cuando distingo que estoy en el sótano; y en cuanto la luz devora la terrible oscuridad, frente a mí se manifiesta la sonrisa mordaz del monstruo que siempre aparece en mis pesadillas. Se burla de mí mostrándome sus brazos ensangrentados, solo es un espejo.
Algo en mi cabeza se fracturó, algo se partió en dos. Detrás de mí, están Barry y los niños, en un charco de sangre. Entonces recuerdo que no hay clases los domingos y que Barry nunca ha fumado, recuerdo su sangre en mi suéter, los gritos desde el sótano… y también la nota suicida:
“No puedo más, tengo que matar al monstruo antes que les haga daño”.
No pude salvarlos.
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