Era clara y ancestral. Las escaleras del lugar eran de hasta 5 metros de ancho, con tanta historia y solemnidad que constituía una falta de respeto gravísima apresurarse sobre ellas. Era en su totalidad un templo de imponente silencio y admiración.
El ascensor se tomaba sólo desde el tercer piso, no se sabía por qué, pero en los pisos inferiores no estaba, se construyó así, y con la condición de ser siempre de descenso, exceptuando volver al tercer piso.
Al ingresar, (junto a una docena de personas que entraba cómodamente y restaba espacio) se presentaba un tablero antiguo, pero no tenía números de pisos a los cuales dirigirse, sino que se leía claramente los nombres de los que abordaban el ascensor:
· “H.L. Harrison” – Dr. Pediatra. Esmeralda 489 1º Piso
· “J.R. Barreiro” – Portero de edificio. J. Brock 3001
· “O.G. Martínez” – Maestra de secundario. Laprille 89
Y así sucesivamente con todos los que estaban en el ascensor.
Entonces se movía hacia delante, arriba, izquierda, derecha, atravesábamos paredes como si fuésemos espíritus, dejaba al transportado en la puerta del recinto donde bajaba y se perdía de vista rápidamente para los que seguían viajando en el ascensor.
No alcanzaba a distinguir mi nombre y no sabía dónde me bajaría a mí. En realidad, no sabía cómo me llamaba. Observé adivinando quien bajaría después. A mi lado estaba una señora de cabello enrulado y canoso, llevaba maletín y paraguas. Solo cuando ella bajó vi que cargaba diccionarios con la otra mano. La lluvia prevista la azotaba de costado cuando también se perdió de vista.
Asumí que no debía preocuparme por alguna lluvia, si a la señora se le había dado un paraguas y llovía, yo que no poseía paraguas no lo necesitaría. Me observé. Estaba vestido seriamente. En uno de mis bolsillos encontré un señalador que promocionaba una librería. No me daban ninguna pista de mi destino.
Un joven de anteojos y de aspecto muy higiénico bajaba. Un niño que parecía salido de la jungla se removió en su sitio y comenzó a comer una de las bananas de los racimos que cargaba.
Volví a ver el tablero de información. Entendí que no eran nombres lo que allí aparecían sino lugares y personas. O mejor dicho, no eran nuestros nombres.
Una joven con un hacha se adelantó desde atrás con la mirada turbada. Bajó muy entusiasmada y se perdió de vista.
Héctor. Vino a mi mente como si alguien me lo hubiera susurrado al oído. Ese Héctor Paciano que leía novelas.
Después de un rato y quedando poca gente, volví a mirar el tablero. Efectivamente figuraba un Héctor Paciano, y una dirección.
Cuando me encontré nuevamente en las puertas de La Biblioteca habían pasado 90 años. Mi piel era ocre de tiempo y polvo. Mi ropa estaba hecha jirones, hace unos años no paraba de respirar humedad, y estaba desprovisto de un pie. Contaba mil anécdotas y mil pasares. Maltrecho y herido, ojos me vaciaban sin consideración. Algunos con respeto, pero ávidos de mi saber, de otros animales preferiría ni hablar. Mi finalidad fue cumplida, he vuelto y puede que salga otra vez.
Gracias por leer!
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