LA TRAMPA GÉLIDA
LOS GUERREROS DEL CLAN HAGALLTYR
Por: Gustavo Mora
Yo y mis amigos guerreros del clan nórdico hagalltyr, estamos de excursión en busca de un grupo de Bárbaros que azotan nuestra aldea en Niflheim.
La nieve cae sin compasión, un manto de blancura que oculta las cicatrices del mundo bajo sus montañas heladas. Los copos danzan en el aire, como almas perdidas buscando redención en este gélido vacío. Mis amigos guerreros del clan Hagalltyr caminan a mi lado. Sus respiraciones se entrelazan con la niebla, formando fantasmas etéreos que desaparecen tan rápido como aparecen. Las cuchillas de nuestras hachas brillan con un fulgor acerado, lamiendo la luz mortecina que se filtra a través del espeso velo de nubes grises.
A medida que avanzamos montaña arriba, el viento aúlla con un lamento sibilante. Cada paso que damos es un eco de valentía y desesperación, un latido entre el silencio sepulcral de Niflheim. La visibilidad se reduce a un par de pasos, y el frío muerde en la piel como un lobo hambriento. Sin embargo, no sentimos el frío; es un viejo amigo que nos acompaña, que nos ha templado en la fragorosa forja del destino.
El rastro es sutil; una huella en la nieve aquí, un trazo de sangre en la escarcha allí, señales que solo los elegidos de nuestros ancestros pueden descifrar. Los bárbaros, burdos en sus actos, han dejado un camino de imprudencia, una senda marcada por la codicia y la brutalidad, pero no son conscientes de que este frío mortal no les pertenece. No conocen el abrazo feroz de estas tierras gélidas, donde cada sombra es una amenaza, y cada ruido, un presagio.
Sabemos que llevan rehenes, nuestros hermanos, amordazados y atemorizados. El pensamiento ignominioso de su sufrimiento nos empuja hacia adelante, tan fuerte como el eco del cuerno de batalla que resuena en nuestras venas. El cruce de Las Valquirias se perfila a la distancia, un umbral entre la vida y la muerte, un terreno que no perdona a los desprevenidos. Debemos apresurarnos; el tiempo es un ladrón que consume a los inocentes en su implacable vaivén.
El destino nos aguarda en las heladas garras de esta montaña, y mientras la tormenta ruge a nuestro alrededor, el corazón de Niflheim palpita, reclamando lo que es suyo. Nos mantenemos firmes, pues somos los guerreros de Hagalltyr; nacimos de la oscuridad y la incertidumbre, e iremos tras esos bárbaros, dejando nuestro paso entre la nieve cubierta de gloria y venganza.
Las Valquirias emergen de la bruma tenebrosa, un despliegue de luz y sombras que transforma la neblina en un manto reluciente. Se alzan, imponentes y etéreas, sus figuras esbeltas y altas, como estatuas de alabastro, con una belleza casi divina que eclipsa todo atisbo de razón. La luz matutina juega con sus cabellos, de un blanco radiante, con un fulgor sobrenatural.
Sus ojos, un sobrenatural azul como el cielo en días de tormenta, centellean con una intensidad escalofriante. Quienes cruzan miradas con ellas son atrapados en un laberinto de locura y anhelo, arrastrados al abismo de una fascinación que no entiende de límites ni de cordura. Al mirarlas, un guerrero se siente desgarrado entre la devoción y el temor, deseando unirse a su ejército, y al mismo tiempo, aterrorizado de perderse en su belleza.
Los cuernos que brotan de sus cabelleras son como astas de un duelo inacabado, ornamentaciones que sugieren tanto un linaje sagrado como una advertencia ominosa. Destellan al sol, un recordatorio desolador de que estas diosas de la batalla no sólo recolectan almas valientes, sino que son la consecuencia misma de la guerra: elegidoras de los caídos, custodias sangrientas de una gloria efímera.
Mientras se mueven, la nieve bajo sus pies parece temblar, reverberando ecos del combate pasado. Las valquirias caminan con una gracia casi hipnótica. Su presencia transforma cada rincón de la llanura de batalla en un lugar sagrado y, a la vez, profano. El aire se espesa con el olor a sangre y humo, pero tal aroma resulta insignificante ante la presión de su fuerza atrayente.
Sus miradas se desvían, explorando el campo de los caídos. Ellas eligen, siempre eligen, como diosas de un trono gélido. Un guerrero yace, su vida apagada pero su valor intacto. La Valquiria se acerca, su figura iluminada por un halo luminoso que parece burlarse de la muerte misma. Él, que ha luchado con osadía, encuentra en su presencia un último suspiro de redención.
La noche llega y se cierne sobre la nevada cordillera, como un manto de silencio que solo es roto por el susurro gélido del viento. Los copos de nieve caen lentamente, flotando, danzando a la luz pálida de la luna, y ocultan un horror inminente. El rostro de los guerreros muertos refleja la serena calma de quienes han encontrado su destino en el campo de batalla, pero sus almas, inquietas, buscan el abrigo de Valhalla, el majestuoso palacio de Odín.
Las sombras se alargan en la penumbra, y de pronto, un nervioso escalofrío nos sacude a los vivos. Nos detenemos. La atmósfera se vuelve densa y cargada de premoniciones; algo acecha en la oscuridad. El crujido de la nieve bajo las botas de nuestros enemigos rompe el hechizo del silencio, como un eco de lo que está por venir. Venenosos ojos brillan entre las rocas, donde los enemigos se ocultan, y el aire se estrangula con la tensión de la inminente traición.
La avalancha retumba, un rugido terrenal que resuena en el corazón mismo de las montañas. Un estruendo ensordecedor, como si Gaia misma estuviera gritándole al cielo en un furor incontrolable. Los guerreros caen, arrojados por la cascada de nieve y piedras, como hojas secas arrastradas por un viento gélido. Rincones de la montaña se desploman, sepultando las risas y la alegría en un frío abrazo mortal. Los amigos, nuestros hermanos de clan, desaparecen bajo el peso mortal de la traición y la nieve.
Mientras la blanquecina tormenta se lleva consigo el eco de sus antiguas risas, la desesperación brota en el pecho de quien queda. Las lágrimas se congelan en su rostro; la misión de guiar a los caídos hacia Valhalla se convierte en un desafío tenebroso, en una danza macabra donde la muerte persigue a la vida. Una sombra crece detrás de mí, un recordatorio de la inevitabilidad del destino, y con un grito ahogado, comprendo que los guerreros no son solo almas que se van, sino ecos que, como la avalancha, arrastran con ellos todo a su paso. La noche no solo es fría; es oscura, letal, y, en sus profundidades heladas, se oculta la verdadera esencia del sacrificio.
La bruma espesa se cierne sobre el campo de batalla, envolviendo cada rincón en un manto de misterio y anticipación. El aire, cargado de un frío helado, resuena con los ecos de las almas caídas. Pero aquí, en este territorio sagrado, emerge una vibrante tensión: las Valquirias están aquí, como sombras majestuosas cruzando el horizonte, con alas de plumas etéreas y armaduras brillantes que atrapan la luz tenue del alba. Buscan a los más fieros, a los valientes del clan Hagalltyr, envueltos en el fragor del combate.
Yo avanzo, mis sentidos agudizados; el latido de mi corazón compitiendo con los gritos de la guerra que retumban en mi pecho. La sangre de los bárbaros llama a mis hachas, un canto ineludible que me empuja a adentrarme en la lucha. Cada golpe de la hoja en la carne es un verso en este oscuro poema de honor, y el eco de su muerte resuena en mi alma como un himno glorioso.
Mis compañeros de batalla, que aun quedan en pie, fervorosos y decididos, se agrupan a mi alrededor, sus rostros iluminados por una mezcla de angustia y determinación. El sudor y la sangre se entrelazan, formando un sudario de cruento arte. Todos anhelamos el mismo final: caer en el glorioso abrazo de la Valquiria Brunilda. Su nombre, un susurro de promesas y destino, resuena en mi mente con fuerza inquebrantable. "Brynhildr", la guerrera de la noche que concedes la victoria, es la que me guiará a la eternidad.
Siento el peso del hacha en mi mano, su filo reluciente, como los ojos de Brynhildr observándome desde las alturas. Las sombras danzan a mi alrededor, un ballet macabro entre la vida y la muerte, mientras busco la primera sangre, el sacrificio que sellará mi destino. A medida que me lanzo hacia la batalla, mi corazón resuena como un tambor de guerra.
La primera víctima cae, y con ella, un eco de dulzura amarga; es un susurro de muerte que se convierte en música en mis oídos. La escena ante mí se tiñe de rojo, y en el caos, entre la carne desgarrada y los gritos de agonía que llenan el aire, sé que cada desmembramiento, cada golpe asestado, me acerca a ella. La Valquiria me espera, deseando al guerrero destinado a convertirse en leyenda.
La brisa fría corta la piel como una navaja afilada, y el aire es denso, impregnado del aroma a tierra mojada y a la meticulosidad del invierno. La niebla se arremolina en un baile sombrío, rodeando a los bárbaros que titubean, sus miradas fijas en el horizonte, donde el cielo gris se funde con las heladas cumbres. Cada uno de ellos palpita con el miedo que ya ha comenzado a brotar en sus corazones, mientras el eco de viejas leyendas resuena en sus mentes.
Yo, sin embargo, me planto firme entre ellos, una sombra que desafía. La fuerza que arde en mí no busca su ayuda; es la necesidad de reconocimiento. Pido la aceptación del guerrero que soy, el más letal de los nuestros, el elegido en este remoto rincón del mundo. En mi pecho, la sangre ruge, empapada de la historia de nuestros antepasados, esos mismos padres que nos enviaban de niños a perdernos en las escarpadas montañas, donde el eco del cuerno gélido de las Valquirias nos enseñaba a no temer y a adorar el poder de las avalanchas.
Ahora, cuando sus miradas vacilan, siento el tirón de la memoria. Aquellos días de juego en la nieve, corriendo con risas entre las borrascas, son un eco lejano que no puede disimular la gravedad del momento. Las avalanchas, ante nuestras aliadas en travesuras inofensivas, se convierten en presagios de destrucción en las mentes de mis rivales.
Los bárbaros retroceden, sus rostros descompuestos en un reflejo de desconfianza y terror. La tierra tiembla con el susurro del espanto, y en el fondo de sus almas resuena la pregunta: ¿quién puede desafiar la furia de la naturaleza? Pero yo, guerrero del clan Hagalltyr, sé que nuestra esencia se forja en el hielo y la sangre, que nuestras leyendas son más contundentes que el miedo que ahora los consume. Aquí, bajo el manto de lo desconocido, donde la niebla se encuentra con los ecos de la guerra, me erijo como el faro de nuestra valentía.
El aire se tiñe de un rojo profundo, el cielo un lienzo de gritos desgarradores y el sonido metálico de hachas que cortan carne y hueso. Los bárbaros a mi alrededor chillan en una cacofonía de terror; sus ojos deslustrados reflejan la desesperación mientras yo me deslizo entre ellos, un espectro danzante en un espectáculo de muerte y ferocidad. El frío y la adrenalina se entrelazan; cada golpe de mi hacha se siente como una sinfonía de condena, un arte macabro que no deja espacio para la piedad.
A medida que el caos se apodera del campo de batalla, una línea de bárbaros, atemorizados y desbordados por el horror, suelta sus armas, como si esas mismas herramientas de guerra fueran ahora cadenas que los atan a su miseria. Con un movimiento de danza letal, los rehenes de nuestro clan irrumpen de las sombras; guerreros del clan Hagalltyr rescatados se lanzan sobre sus antiguos opresores con una rabia voraz. Las hachas brillan bajo el sol agonizante, y la escena se tiñe con los gritos agonizantes de los desmembrados, una grotesca apología de la gloria de nuestra venganza.
Desde una ladera rocosa, las valquirias nos observan, ángeles de la muerte con alas de fuego y un espíritu de admiración. Entre ellas, Brunilda, la Valquiria que anhela ver mi valor. Su rostro, esculpido en la luz tenue del crepúsculo, revela una mezcla de asombro y deseo, y en el fragor caótico del campo de batalla, ella me envía un beso. Un gesto que me infunde con una chispa de fuerza aún más intensa, como si el mismo Odín suspendiera el tiempo para contemplar la danza de la muerte.
Sin embargo, entre el estruendo resuena el eco de una advertencia. Un par de bárbaros, despojados de su orgullo y arrastrados por la desesperación, logran escapar. Sus miradas, cargadas de pavor, se vuelven hacia el horizonte, donde sus hermanos aguardan, acechantes como sombras bajo una tormenta inminente. Cuatrocientos gritan como un sólo ser, un coro ensordecedor de furia y sed de venganza, una marea oscura que se aproxima, ansiosa por ahogar nuestra victoria en su sangre.
Pero yo sonrío, y en mi pecho, la adrenalina late con fuerza. Brunilda está allí, observándome; su mirada es un faro en esta noche oscura. En un mundo donde la muerte es una compañera constante, su fe en mí es un ritual, un pacto que trasciende incluso el miedo más profundo. Y así, con cada barbarismo que duele en el aire, me embriago con la promesa de que esta batalla solo ha comenzado.
En el crujir del silencio que precede a la tormenta, levanto mi hacha. Su peso familiar se siente como una extensión de mi propia voluntad. La gravilla de la roca tiembla bajo el roce del metal, mientras enfoco mi furia en el corazón petrificado de la montaña. Un silbido mortal corta el aire; la flecha se clava en mi pecho, un latido quebrado que celebra mis últimos instantes de vida.
Aún así, con la mano izquierda rompo la frágil madera de la trampa que he preparado. Un estruendo ensordecedor resuena en el aire, como si el mismo mundo se abriera bajo la rabia de una deidad olvidada. Con cada golpe, siento el resoplido de los vientos, el susurro de la tragedia.
La montaña responde. La avalancha desciende como un tigre desatado, un torrente de hielo y roca que arrasa con los bárbaros que alguna vez fueron mis enemigos. Sus gritos se ahogan en el rugido del caos, y la tierra tiembla con la fuerza de su desesperación. Todo se convierte en un torbellino de sombras y ecos en mi último instante consciente.
Y luego, caigo. Pero no hacia la muerte, sino hacia el abrazo de los delicados y hermosos brazos de la Valquiria Brunilda. Su figura brilla como un faro en esta penumbra; sus ojos son dos espejos de fuego y compasión que sostienen mi alma moribunda. Una sonrisa brota de mis labios, un gesto de desafío a la muerte misma.
Su beso me envuelve, cálido y apasionado, ahogando el frío que invade mi ser. En este instante, mientras el mundo se disuelve en un tumulto de escombros y lamentos, encuentro la redención. En la penumbra, la pasión triufante se convierte en mi último grito de vida, un eco que se pierde en el abismo eterno.
Fin.
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