Ante mis ojos, una gota blanca rezumaba del vaso.
El aroma a mil playas, a noches bajo la luna se aclimataba en el limitado espacio del escapista. El sudor del vaso tentaba el movimiento de mi mano, mi garganta seca como la arena en la que esperabamos. La receta de la leche de coco seguro sabía a los días con mi abuela, las risas con mi madre y las sonrisas del Sol en los días de asueto.
Sin embargo, hoy el astro confabulaba en contra nuestra. Viejo enemigo del color negro, de los trajes ajustados, acariciaba la piel cubierta con sus uñas de caballero impaciente. La semana de luto no significaba nada para él. Competencias de correr y escalar, eso amaba.
El llanto de mi hermana empapaba mi chaleco. El líquido daba brillo a su mueca triste.
—También te puedes tomar mi vaso.
—No, que debes cargar el féretro.
Era de los días preferidos de mi primo Esteban, anterior amante del Sol. Su rostro anguloso era tocado por él mientras comentaba mis últimas desgracias, sus pies fuertes tanto clavados en el agua como en mi espalda, en mi estómago.
—¡Ay, hijo! Menos mal que tú estabas arriba —exclamó mi padre al verme girar mi cabeza al cocotero más cercano a la orilla, el más alto y hermoso de todos—. Tranquilo, mañana lo talan. Una amenaza menos.
Se sonó la nariz como una trompeta. Tragué.
—Pero si es sólo una planta —susurré mientras recordaba el tacto aspero y suave del tronco bajo mis pies; los pelos del coco más grande entre mis manos.
Miré el vaso de nuevo. Ojalá contuviera la sangre de mi amigo, para regalarme fuerza y valor.
Bebí hasta el fondo.
—Mijo, ¿quiere más?
Miré a mi tía.
Otro tipo de sed me dominaba ahora.
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