Todo comienza con una gota.
Una lágrima corre por mi mejilla, su caricia insta a sus gemelas a correr en su misma dirección. La noche fresca, húmeda y oscura hace juego con el rímel que mancha mi rostro. La pena estruja mi alma.
Estiro el brazo dejando las tijeras sobre la mesilla perfectamente ubicada en mi sótano al tiempo que siento una arcada por el desasosiego. Mi cabello, ahora rebelde, cae por doquier sin recatos.
En mi regazo, cuan pedazos de mi alma, permanecen decenas de trozos de la tela blanca que hasta hace poco estaban unidos en una perfecta creación; llevo las manos al rostro para ahogar el quejido imprevisto que intentó salir al mundo al encontrarme con la realidad de mis acciones.
Con excesiva pesadez me levanto del limpio y barnizado piso de madera oscura, sintiendo como mi mirada cambia perdiendo aquel brillo que en otros días de primavera veían un mundo aún más brillante, lanzándola hacia el espejo ovalado con su marco de madera tallada. Mi rostro cae a la inmutabilidad.
Comienzo a perder noción y conciencia de mis pensamientos y movimientos cuando mi mano derecha vuele hacia la mesa tomando el brillante cuchillo al lado de las tijeras que destrozaron mi vestido de novia; las lágrimas dejaron de correr por mis mejillas manchadas y la tristeza en mi rostro desapareció.
Esos ojos doloridos lanzaron su mirada hacia el bulto con ataduras que comenzaba a moverse en el reflejo del espejo. Acerqué el cuchillo a mi rostro mientras el bulto levanta la cabeza.
Él pregunta con voz difusa, dudoso y semiinconsciente: “¿Dónde estoy?”; y mi rostro en el espejo lame el filo metálico.
Esa mirada lasciva en mi reflejo es el último recuerdo de la que hubiese sido mi noche de bodas.
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