Corría el verano del año 1976, el país se acostumbraba a un aluvión de cambios. Yo acababa de nacer, hija única de un técnico en una fábrica de fertilizantes y de una mujer dedicada a sus labores. Mesitas adornadas con puntillas blancas, lámparas con flecos y botellines de Mirinda en la nevera… ¡Qué sé yo! Tan solo era un bebé, y ni me acuerdo de mí ni les recuerdo a ellos.
Crecí en el seno de una familia de acogida, y no supe de la existencia de una biológica hasta los quince. Ninguna de las teorías sobre mi pasado era coherente.
—Tu padre le puso los cuernos —dijo un chaval del instituto.
—Fue una tragedia, tú no tuviste la culpa —me contó la madre de una compañera.
—Yo conocí a tus padres, eran buena gente —reflexionaba el frutero—. Pero tu madre… Nadie se lo esperó.
Así era, la gente parecía conocer mi pasado mejor que yo.
Bienvenidos a mi vida. Mi nombre es Noelia, según la partida de nacimiento, aunque todo el mundo me conoce como Esperanza. Soy la viva imagen de mi madre, y lo digo de manera literal, pues ella murió al poco de alumbrarme.
Soy profesora de historia en el instituto. Me apasionan las vidas pasadas, los mensajes cifrados, nuestros orígenes… Vamos, no podía ser de otra manera, teniendo este trasfondo familiar.
—Cariño, la comida está en la mesa —exclamó mi marido, desde la cocina.
—Mamá, ¿hoy trabajas por la tarde? —preguntó mi hija.
—Hoy no, me quedo en casa corrigiendo exámenes.
Juntas, y de la mano, llegamos a la cocina, a mesa puesta.
—¿Qué tal la mañana? —Mi marido, colocó los tres platos sobre la mesa.
—Imagínate: «la piedra de Rosita». Por un momento, la clase ha sido un festival del humor.
—Qué paciencia tienes.
—Bueno, yo tampoco me he ido de «rositas»; les he adelantado el examen. De risas a abucheos en cuestión de segundos.
—¡Sopa, sopa! —canturreaba mi hija.
Y con el eco de su canción, me alejé un poco de la cocina para recoger la correspondencia de la entrada. Entre panfletos comerciales, había un sobre y una nota del servicio postal.
—Puto gas, al final vamos a tener que ponernos un calentador eléctrico —dije a mi regreso.
El resto, salvo la notificación, acabó en un cubo marcado con una caligrafía irregular, donde algunas letras escritas del revés decían: «PAPEL».
—¿Una entrega certificada? —Me senté en mi silla a la vez que daba la vuelta al aviso.
—La ley de Murphy, seguro que ha sido cuando salí a comprar —respondió mi marido.
Cuando fui a probar la comida, mi cara se quedó inexpresiva. En el reverso de aquel papel, el nombre del destinatario no era el mío; al menos, no el actual.
—¿Pasa algo? —preguntó.
Le miré a los ojos, miré a mi mano derecha. Había sumergido el cuchillo de pelar fruta en el fondo del plato. Mi desconcierto era difícil de explicar, más aún, a alguien que se preocupaba tanto por mí, que había intentado convencerme en numerosas ocasiones de olvidar mi pasado. Los rumores siempre me hacían daño, pero nadie podía comprender mis sentimientos. Mi hija debía pensar que nací de un huevo, y que por eso no existían unos abuelos de sangre por mi parte.
—Nada, luego me acercaré a Correos.
—Pero hasta mañana no te lo entregarán —respondió.
Tenía razón, sí, y quizá tampoco me lo dieran presentando solo mi DNI. Tendría que acudir con mis partidas de nacimiento y de adopción. ¡Qué faena!
La comida transcurrió acompañada por conversaciones que me parecían intrascendentes. No podía quitarme de la cabeza lo de aquella notificación. Cuando creces siendo el ojo del huracán de una tragedia, acabas desarrollando una identidad autocompasiva, como si estuvieras maldita o gafada.
He pasado más de la mitad de mi vida repudiando mi pasado, ocultándome de él como una rata asustadiza a la que intentaban envenenar con los rumores sobre una época donde los niños robados y los padres que se iban a por tabaco estaban de moda.
Mis padres biológicos fueron, valga la ironía, envenenados. La presunta homicida fue, de hecho, mi madre. Ella arrastraba una profunda depresión, agravada por el reciente alumbramiento de su primogénita: yo. Según el expediente policial y la historia que me contaron mis padres adoptivos, se trató de una especie de crimen pasional. Mi padre engañaba a mi madre, pero esta debió de descubrir su infidelidad y, una noche, brindaron juntos con un batido cargado de antidepresivos. Él nunca supo de qué estaba hecho su último trago, por supuesto.
A primera hora de la mañana siguiente, sábado, me planté ante la oficina de Correos.
—¿Me enseña su DNI, Noelia? —preguntó el trabajador.
—A ver, le explico…
Me llevó un rato convencer al empleado de que yo no guardaba una relación social con la persona a la que iba dirigida aquella carta certificada, sino que era la propia destinataria. El resto de personas me miraban como a una delincuente, alguien que trataba de suplantar mi propia identidad. Por suerte, llevaba conmigo la documentación que respaldaba mi coartada.
—Es extraño que hayan dado con su dirección y no con su nombre actual —exponía el encargado de la oficina.
—¿Protección de datos?
—Seguramente… En fin, no se habría tomado tantas molestias si no fuera usted a quien va dirigida.
Si mi pasado no fuera suficiente lastre, solo me faltaba necesitar una orden judicial para poder reclamar mi correspondencia. Una vez regresé dentro de mi coche, abrí el sobre.
«Estimada Noelia,
Por medio de la presente, en representación de mi cliente, Alicia Piña, me dirijo a usted con respecto a la herencia de Rocío Toledano, de la cual usted es una de las recepcionistas designadas».
Ninguno de los nombres mencionados me resultaba familiar, salvo la persona estimada a la que se dirigía el escrito, y ni eso. No obstante, de todo aquello, lo que más me costaba asimilar era que existiera algún tipo de herencia para una niña que llevaba enterrada junto a mis progenitores más de tres décadas. ¿Algún familiar secreto? Mi vida estaba marcada por la intriga, esta no era sino una de las tantas incógnitas a las que ya estaba acostumbrada.
Estaba firmada por un abogado de un pueblo del otro extremo de la provincia, y me invitaba a asistir al reparto de la herencia de la susodicha Rocío. No había más información relevante, salvo fecha y hora del evento, que se celebraría en seis días.
De camino a casa, pensé en las implicaciones que tendría contárselo a mi familia adoptiva. Quizá pudieran aclararme alguna duda, o quizá intentaran convencerme, como hacía mi marido, para olvidarme del pasado de Noelia. Por si acaso, preferí guardar silencio y actuar con normalidad hasta que se celebrara aquella «reunión entre amigos de la infancia», porque, para mi familia, yo ya tenía planes para el próximo viernes.
La semana se me hizo pesada y angustiosa. Como docente, mi rendimiento se había visto mermado por mis frecuentes divagaciones; como madre y esposa, me esforcé en no parecer un fantasma que se estremecía por reencontrarse con su pasado más lejano. Hoy era el día de asuntos propios de Esperanza, ¿o de Noelia? ¿Qué sorpresas escondía mi yo más olvidado?
La distancia hasta el pueblo fue devorada por mi subconsciente, que conducía en piloto automático mientras ponía en orden mi confusa existencia.
Al llegar, una secretaria me ofreció asiento con amabilidad. Las paredes a mi alrededor parecían volverse grises, sin tonalidad, como si mi presencia allí fuera una mera ilusión.
—¿Noelia? —La puerta se abrió, un señor de pelo blanco se asomó para recibirme.
—Esperanza, si no le importa. —Me puse en pie con mi pequeña carpeta en la mano.
Cuando accedí al despacho, otra mujer, que aparentaba más o menos mi edad, permanecía sentada, mirándome con ojos de extrañeza y curiosidad.
—Hola —saludé de manera discreta.
La mujer me devolvió el saludo, me senté a su lado. El abogado cerró la puerta y se colocó frente a nosotras. Le ofrecí la carpeta con mis documentos.
—Así que, Esperanza. —El hombre abrió la carpeta e hizo una anotación en un cuaderno—. Muy bien, agradezco que haya venido. Seguramente se haga muchas preguntas.
—Llevo años haciéndomelas. Solo espero no ser una niña robada o algo parecido.
El abogado miró a la otra mujer. A ninguno pareció hacerle gracia mi comentario, tampoco a mí. El hombre arrancó a hablar:
—Le presento a Alicia Piña, mi clienta.
Estreche su mano. Ambas asentimos. ¿Y si éramos hermanas separadas por la tragedia?
—Mi madre me habló mucho de ti, siempre quiso conocerte.
Como profesora, tenía un vocabulario formal muy amplio y exquisito, pero no fui capaz de construir una frase para responder ante aquella situación. Los dos me miraban y hablaban, pero sus palabras se volvieron mudas. Me sentí como uno de mis alumnos a primera hora. Era tal mi sensación que, una vez dijeron la palabra mágica, desperté de mi trance como si me hubieran sometido a una sesión de hipnosis:
—… biológico —finalizó el abogado.
—Disculpa, ¿qué decía? —respondí.
Entonces, aquel señor puso ante mí una fotocopia de lo que parecía una carta escrita a mano.
«Cada día que pasa, mi amor hacia ti crece más. Ojalá pudiéramos estar juntos y sin impedimentos. Lucharé por ti hasta el final.
Nuestro destino está escrito. Mi corazón late fuerte porque te quiero con cada gota de mi alma, pero sufro de pensar en nuestro futuro juntos.
Guarda esta carta en tu corazón y recuerda siempre cuánto te amo hasta que volvamos a vernos.
Joaquín».
Era la primera vez que veía la caligrafía y la firma de mi padre biológico. No sabía qué sentir.
—Mi madre se pasó toda la vida tratando de dar contigo —dijo Alicia cuando levanté la mirada del manuscrito.
—¿Nuestro… padre? —pregunté tras llenar mis pulmones.
—Mi madre, Rocío, era la cartera del pueblo.
—Espera —interrumpí—, ¿mi padre engañó a mi madre con…?
—Cálmate —intervino el abogado—, esta es la carta que halló la policía cuando te encontraron. Tus padres murieron mientras dormían.
—Envenenados —maticé—, conozco la historia.
—No es como la cuentan, Noe… —respondió Alicia.
—Esperanza —finalicé su frase.
Los tres nos mirábamos, sin ser capaces de ponernos de acuerdo sobre quién debía llevar las riendas de aquella conversación, así que intervino el abogado:
—Verás: tu padre —me señaló— tenía que entregar esta carta a su madre. —Señaló a Alicia—. No era su amante, era la cartera del pueblo, y debía entregártela a ti. —Volvió a señalarme.
El abogado puso sobre la mesa una caja, dentro de ella había una serie de sobres enumerados.
—Además de entregarte todo esto. Tenía instrucciones para hacerlo en un orden concreto —dijo mientras empujaba el paquete hacia mí—, pero nunca pudo llevar a cabo su cometido, pues acabaste dentro del sistema de adopción después de aquel suceso. Tu rastro se perdió.
En efecto, eran las 48 cartas que mi padre escondió para que mi madre nunca sospechara de él. ¿Qué tenía que ocultar el bueno de Joaquín?
—¿Puedo? —pregunté tras sacar el sobre número uno.
—Claro, llevan treinta y tres años esperando este momento —respondió él.
«¡Felicidades, mi amor! ¡Es tu primer cumpleaños!
Espero que lo paséis muy bien. Por desgracia, yo no podré estar presente, pero te mando algo de dinero para que tu madre te compre algo bonito.
Te quiere, papá».
Dentro del sobre había un billete de mil pesetas y otro papel con la letra de una canción infantil que, según decía, le hubiera gustado cantarme esa misma noche.
Todo parecía muy premeditado. ¿Acaso tenía la intención de abandonarnos a mi madre y a mí? ¿Por qué?
La siguiente carta era una felicitación por mi segundo cumpleaños, siguiendo un estilo muy similar y con otro billete dentro. Era como si Joaquín fuera una especie de figura paterna por correspondencia.
La número tres era más de lo mismo, y así, hasta que llegué a la novena. Esta era diferente, me felicitaba por mi primera comunión, con dos mil pesetas dentro.
—No lo entiendo, mi padre sabía que iba a crecer sin su presencia. —Cerré el sobre—. ¿Sabría que iba a morir?
—Mi madre los conocía —dijo Alicia—, formaba parte de esta especie de juego postal, pero tu madre debió enloquecer al creer que le estaba siendo infiel y decidió dejar este mundo en silencio, arrastrando a tu padre con ella.
—Por eso… un crimen pasional. —Extraje la siguiente carta.
—¿Prefieres leerlas con calma y en privado? —preguntó el abogado.
—Sois mi único vínculo con mi pasado, si no os importa, quiero hacerlo en vuestra presencia.
Ambos estaban de acuerdo, así que continué escudriñando entre los escritos de mi padre. Felicitaciones de cumpleaños, por mis aprobados, por mi mayoría de edad… Empecé a sentir cierta melancolía según me acercaba al último sobre; no quería que se acabaran aquellas palabras salidas de su puño y letra, pero sería inevitable.
Tras comprobar que no había nada más en el fondo de la caja, saqué la carta número 48.
«Querida hija, ¡ya eres toda una mujer!
Me habría encantado estar contigo este día. Hoy deberías estar entre mí y ese hombre tan especial al que cedo el testigo de amarte por siempre jamás. Como ves, no ha sido así».
Sí, me felicitaba por mi boda, menudo colofón. Parecía que así acababa todo, ¿o no?, seguía por detrás.
«El mismo día en que naciste, el doctor me dijo cuánto tiempo me quedaba. Entonces, supe que quería formar parte de tu vida, aunque no me conocieras en persona, por eso pedí a Rocío que me ayudara a dar sentido a este juego postal sin remitente, para que supieras lo mucho que te quiero.
A partir de ahora, tu corazón pertenece a otro hombre. Solo le pido un favor: que cuide de ti tanto como me hubiera gustado hacerlo a mí.
Han sido muchos años de cartas, pero todo tiene un final. Solo espero que lo hayas pasado bien y que nunca me olvides, ¿vale?
Dale un abrazo a tu madre. La quiero mucho.
Y si al final solo he alargado vuestro duelo, os ruego que me perdonéis».
«Joaquín», esa fue su última palabra. Cuando quise darme cuenta, mi corazón había quedado hecho añicos en aquel despacho, me había pillado con la guardia baja. Este encuentro fue organizado por el padre que nunca pude tener, aunque no de la forma que había planeado. Mis ojos dejaron de ver la realidad con claridad, solo podía distinguir siluetas deformes. Mis ojos ardían, estaban húmedos; los cerré con fuerza y, entonces, lo sentí: sentí su abrazo, sentí el calor de un amor real que la desdicha había consumido y evaporado. Era tan injusto, más de treinta años después, casi era capaz de poner voz a aquellas cartas. En la oscuridad, allí estaba él, arrodillado ante mí suplicando redención, dondequiera que estuviese.
—Yo te perdono, papá.
Gracias por leer!
Podemos mantener a Inkspired gratis al mostrar publicidad a nuestras visitas. Por favor, apóyanos poniendo en “lista blanca” o desactivando tu AdBlocker (bloqueador de publicidad).
Después de hacerlo, por favor recarga el sitio web para continuar utilizando Inkspired normalmente.