Los cálidos rayos del sol evaporaban el espeso manto de neblina que hasta entonces había acompañado el viaje del salvaje revelándole ante sus ojos un tortuoso camino de gradas de piedra. En su cresta más alta y bañada por la luz se alcanzaba a divisar varias palmeras, que cual gigantes extasiados se inclinaban ante alguna maravilla al otro lado.
Al conquistar el remanente del último escalón un grito de asombro escapa de algún rincón del alma del salvaje; delante un mar verde esmeralda de vegetación prodigiosa bajo la inmensidad de un cielo azul, le da la bienvenida. A la izquierda y a lo lejos, las imponentes y siempre níveas montañas de los Andes lo acogen en su sólido abrazo, y a la derecha, la vaga e indecisa línea del horizonte entre la bóveda celeste y la superficie de las selvas, lo invitan cual ave a volar. Noble y silencioso aquel extraordinario paraíso recibe los rayos del sol naciente y reverbera con suaves luces a causa del abundante rocío que la noche ha depositado en las hojas de los árboles. Varias palmeras aquí y allá se han elevado hacia las regiones de aire libre como si temiesen ahogarse en la espesura. En la distancia, cual hilos de plata brillan los caudalosos ríos que atronadores descienden por las estribaciones de las montañas cavando abismos y estremeciendo la tierra. Sobrecogido por aquella majestuosidad, una alegría indefinible y poderosa recorre el cuerpo del salvaje que sabe, que al fin ha llegado a casa. Canta, y su canto se mezcla con el de las aves y el murmullo de billones de hojas al viento.
Wari el jefe de guerra y los demás prisioneros observaban el cuerpo incrustado de espadas de su hermano Achuár, no había tristeza en sus miradas, solo júbilo, pues este había logrado morir en batalla empuñando un arma con las manos, y según las enseñanzas de los ancianos ahora estaba en la tierra de los ancestros donde vestido con el manto de los dioses, cazará por siempre jabalíes con las manos.
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