La primera impresión fue de incredulidad, aquel no podía ser su piso. Pero sí que lo era.
Dio un paso hacia atrás mientras sacaba el móvil para llamar, entonces pensó que una imagen vale más que mil palabras y grabó un vídeo panorámico desde el umbral, antes de cerrar. Volvió al portal, y allí, con su equipaje de mano a los pies, hizo varias llamadas.
Unos diez minutos después estaba de nuevo ante la puerta de su casa, en esta ocasión acompañado por dos policías jóvenes.
Al abrir la cerradura no forzada, el espectáculo de muebles volcados y corridos, y libros, papeles y cajones tirados por el suelo volvió a estremecerle, parecía que hubiese pasado un ciclón por su casa.
Al principio, la actuación policial le decepcionó, poco que ver con los detectives de ficción. No sacaron fotos ni buscaron huellas y le animaron a revolver el espantoso desorden a fin de descubrir si le habían robado algo. Hicieron preguntas, eso sí, quiénes tenían llave de su casa, quiénes sabían que estaba ausente por un viaje de negocios..., nada que Jacobo no se hubiese planteado mientras les esperaba.
El piso tenía dos habitaciones. Como estaba divorciado y vivía solo, la pequeña era su dormitorio, y la grande, la única estancia con cerradura dentro de la casa, contenía el taller. Llaves de su casa tenían su hijo Daniel, su hermana Blanca y el portero, que todos los lunes se la dejaba a la señora que iba a limpiar; copia de la llave del taller solo tenían su hijo y su hermana.
Jacobo era mecánico e inventor en ciernes, si conseguía alguna vez el socio capitalista que necesitaba. Llevaba más de un lustro dándole vueltas a un nuevo motor de hidrógeno, había desarrollado infinidad de prototipos con piezas de relojería, de electrodomésticos y, por supuesto, de autos.
Sorteó el caos de cojines, libros, utensilios y cajones volcados y se encaminó derecho a su taller de trabajo.
La puerta había sido forzada con una palanqueta y dentro el desorden era similar al de fuera, aunque Jacobo no lo asimiló hasta después, apabullado por el descubrimiento de un cuerpo derrumbado boca abajo en el suelo.
La actitud amable pero algo condescendiente de los agentes se trocó en actividad. Uno de ellos sacó de allí a Jacobo para que no tocase nada e hizo una llamada mientras el otro comprobaba, por rutina y sin esperanza, si había signos vitales en el individuo.
El caos fue a más. Se presentó su hijo, a quien había llamado mientras esperaba a la policía, llegaron los forenses, aparecieron los de la división científica e incluso el portero intentó meter las narices. Indicaciones contradictorias llovían sobre Jacobo, unos querían que se acercase por si identificaba el cadáver, otros lo encaminaban fuera de su propia casa. Al final sucedió exactamente eso, su casa quedó precintada y a él y a Dani los condujeron a una comisaría a prestar declaración.
Jacobo no salía de su estupor y respondió a las preguntas de forma maquinal, apenas pendiente de qué quería saber la policía y sin plantearse el porqué de lo que le preguntaban. Comprobar que sí conocía al muerto le había dejado fuera de juego.
Se había dejado barba y el pelo más largo, pero era Ángel, el que fuese su socio en el taller mecánico hasta su desaparición durante la borrasca Filomena. Ángel, que tres años después de perderse sin dejar rastro, aparecía en el piso allanado de Jacobo, con la tráquea aplastada por un golpe.
Había muerto unas doce horas antes de ser localizado, le dijeron. El interrogatorio proseguía y él solo pensaba en cómo decírselo a Julita, la ahora viuda de Ángel, que aún se resistía a la hipótesis oficial de fuga voluntaria, crisis de los cincuenta y demás.
Se rehízo un poco cuando un policía le presentó un papel a firmar en el que, entre otras cosas, él declaraba que no había echado en falta nada de valor.
—No voy a firmar esto. He dicho que no tengo en casa dinero ni joyas ni colecciono nada valioso, pero no pude comprobar si estaban todos los prototipos de motores, es más, no pude ni entrar en esa habitación.
Su negativa provocó un revuelo entre los uniformados hasta que apareció un individuo de aspecto correoso, cabeza alargada y poco pelo muy corto, que le dio la razón. Resultó ser el subinspector Adrián García, y nadie volvió a incordiarle con la puñetera firmita. Al contrario, puesto que el difunto había sido retirado, Adrián dispuso llevarlo de regreso al piso para que pudiese verificar si faltaba algo, aunque le advirtió que no podría ordenar nada ni pasar la noche allí.
Y no aceptó que Dani fuese con ellos. Cuando les pidieron los móviles para verificar las llamadas y mensajes, Jacobo no dudó en entregarlo, pero Dani se negó. Y ahora le devolvían el desaire.
Eso molestó a Jacobo que, para no discutir, dedicó el trayecto a revisar las innumerables llamadas perdidas, incluso su ex le había puesto un mensaje, aunque los más numerosos, con diferencia, eran los de su hermana. A medida que los escuchaba su ánimo se ensombrecía más. No tendría que haberle contado nada a Dani. Era espabilado, pero no sabía tener la boca cerrada, o el móvil, que casi era peor. Dani le dijo a su primo que había problemas, el primo se lo contó a su madre y Blanca corrió a casa de su hermano, donde organizó un guirigay porque la policía le impidió el paso.
También García estuvo pendiente del móvil durante el viaje, había pedido grabaciones del aeropuerto y de las calles próximas al piso de Jacobo, y lo que llegaba demostraba que Jacobo había dicho la verdad respecto a sus horarios e itinerarios. Entonces el policía se entretuvo en dar instrucciones extravagantes al joven chófer, como la de que buscase en los cubos de basura.
Entrar de nuevo en el desastre desordenado de su casa tampoco ayudó al estado anímico de Jacobo. Comprobó que era real lo de marcar en el suelo la postura en que había sido hallado el cadáver. Al inspector García le dejó indiferente, Jacobo casi sentía que el muerto ausente le miraba desde la silueta de cinta adhesiva blanca. Se esforzó por centrarse en localizar sus motores en miniatura. Faltaban varios. Y en la plancha de corcho de la pared, las chinchetas no sujetaban nada, se habían llevado los planos de los motores.
Pero los papeles importantes, los del nuevo motor basado en una pila de hidrógeno recargable, los llevaba consigo, en el equipaje del que no se separaba.
Rebuscaron sin mucho ahínco por el resto de la casa, mientras el subinspector García atendía al teléfono, enviaba mensajes y se informaba de qué gente que estaba al tanto de la culminación del diseño de motor de hidrógeno. Era una pregunta difícil de contestar, porque Jacobo participaba en un foro virtual en el que casi todos los usuarios empleaban alias extravagantes, él mismo, en ese foro, era H-propelente. Y Ángel había sido 93-octano.
—¿Comentó en algún foro que salía de viaje? —le preguntó García.
—¡Claro que no!
Nunca hablaba de su vida personal por internet, y eso le bajó aún más el ánimo, porque solo sus familiares y los del taller lo habían sabido.
—Pero sí escribe sobre sus prototipos —aventuró el policía.
—Sí. Llevo meses en busca de un mecenas. Detallo mucho las innovaciones para atraer a alguien con pasta.
Cuando en el baño descubrió que faltaban dos colonias caras -una de ellas sin estrenar- casi se le escapó una sonrisa, porque eso apuntaba a un vulgar allanamiento con intención de hurto. Pero se desinfló en cuanto recordó la silueta del suelo. García lo apuntó en el móvil.
—Su socio Ángel sabía lo del motor de hidrógeno.
—Desde luego. Era un proyecto de los dos hasta que… desapareció. Algunas de las innovaciones que he diseñado se le ocurrieron a él. He tenido que pulirlas mucho, pero…
—Entonces, si, hipotéticamente, Ángel hubiese seguido consultando ese foro, habría entendido que el diseño estaba finalizado.
—Bueno…, sí, para él habría estado claro, pero no tenía llaves de mi casa.
García le lanzó una mirada perturbadora antes de contestar.
—La verdad es que sí tenía un juego de llaves de esta casa. Las encontramos en su bolsillo. Y su hermana de usted las reconoció como las que deberían haber estado en su poder.
—¿Qué?
—Nos ha contado que eran amantes desde poco antes de… la desaparición de él.
—No. No, esto es…
—¿Un error? En realidad es más usual de lo que se imagina.
—¿Pero no ve que es absurdo? Si mi hermana hubiese querido robar mi diseño, podría haber entrado aquí cualquier día y... y ¿por qué iba a matar a su… a Ángel?
—No lo hizo ella. Alguien más, alguien con llave, vino ayer a su casa y se encontró al intruso.
»Puedo imaginar que todo ocurrió más o menos así —prosiguió el policía, impertérrito—. Por su historial de llamadas pudo ser que usted le pidiese ayer a su hijo que pasase por su casa a por algo, Daniel vino, las cámaras de Trafico lo atestiguan… Nunca se sabe cómo va a reaccionar uno ante un intruso, puede que solo quisiera inmovilizarlo, pero lo mató. Entonces, fingió un allanamiento, desbarató la casa, volcó los cajones, vació los armarios, tiró los libros y, para darle más verosimilitud, se llevó un par de prototipos y…
Jacobo tuvo que apoyarse en la pared para no caerse.
—Se lo inventa usted —acusó con voz estrangulada, en medio de un ahogo.
—No. Sus motores, los que ha echado en falta, y un par de botes de colonia han aparecido en el cubo de basura de su comunidad. Analizaremos las huellas, por supuesto, pero Daniel no ha podido explicar dónde estuvo ayer entre las siete de la tarde y las diez de la noche. Y la muerte de Ángel se produjo entre las ocho y las nueve de esa noche.
García titubeó. En honor a la verdad, se veía que el hombre no disfrutaba con las noticias que daba.
»Sé que no le va a consolar a usted, pero su hermana también nos ha contado que Ángel dio con un poderoso socio capitalista, por eso necesitaba los planos…
»Lo que quiero decir es que con el respaldo de ese socio podrá usted contratar el mejor abogado para que defienda a su hijo.
Gracias por leer!
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