natalia-martinez1526499390 Natalia Martinez

Operación Fin del Mundo es una historia de amor. Un amor entre dos que no encontró reconciliación. Una mujer que lleva su amor a las últimas consecuencias, consecuencias que rompen toda regla humana.


Drama No para niños menores de 13.

#amor #Antropofagia #canibal #Matilde #Andres #Asfixia #pasion
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Arrancarte el cuerpo a mordiscos y hacer el amor alma a alma


Esto que construimos hoy es una historia sobre antropofagia, es un cuento caníbal, el cuento de un amor con necesidad de para siempre. Un amor que se devoró de forma literal. Matilde, violinista de un barrio viejo, de esos de casitas de colores. Una adicta al café fuerte y negro, fumadora ocasional, una solitaria de mente incongruente. Andrés, el hombre que Matilde amará, el hombre que a sus maneras, se enamoró de Matilde, pero que no encontró la fórmula para complacer a tan extraña criatura, a ese prodigio caprichoso. Dos seres con teorías opuestas sobre el amor, con migraciones de rutas contrarias. Un hombre y una mujer con reglas irreconciliables, que veían el mundo desde polos opuestos, pero coincidían en estaciones con un simple intercambio de sonrisas.


Una sincronía de mordiscos, arañazos, besos y cicatrices. De orgasmos, penetraciones y mas orgasmos... Del mejor de los sexos que podrían experimentar jamás, de hacer el mas bonito y tierno amor, de gritos salvajes a las 3 de la madrugada. Incontables noches de comida enlatada y cerveza, duchas ocasionales que denotaban la intolerancia ante aquel posible olor a fluidos añejados. Escribieron estos gloriosos capítulos de sus vidas en la casa de Matilde, era allí donde pasaban las horas que no se contaban, donde no existía noción de tiempo o espacio. En aquel tercer piso de puerta diminuta, de escaleras en espiral, aquel domicilio que se redujo a un colchón tirado en el medio del salón, un colchón con olor a deseo completado y un refrigerador, mismo que guardó los restos de lo que fue y no se concibió hasta el infinito como en algún momento juraron dentro de aquel espacio custodiado por paredes amarillas y pilares de acacia. 


Ellos buscaban a alguien, en sus respectivos mundos, alguien en quien confiar, alguien en donde posar sus cabezas a la hora de dormir, un puente donde entrelazar el alma y donde tejer una trenza de luciérnagas que iluminara el camino a su país inventado. Matilde estaba clara que quería esto, lo llevaba guardado en el subconsciente hace un tiempo y ahora lo reafirmaba con mas frecuencia, Andres por su parte, no lo sabía, le temía a reconocerlo, pero en algún rincón de su espacio sideral también necesitaba lo mismo. Tuvieron la gloria de tenerse, pero nunca aprendieron a solidarizarse. Matilde, misterio, solitaria, mujer intransigente y pretensiosa. Matilde, mujer sensible, mujer mariposa, mujer gata, mujer poema, mujer agua y fuego. A sus 39 años no conocía el verdadero significado de la palabra compromiso. Una cuarentona citadina, de las que se deben repetir de lugar en lugar, de barrio en barrio. Mas de la noche que mañanera, sinfónica, amiguera, siempre y cuando hubiese un buen vino de por medio. De sonrisa fingida o mas bien de risas tímidas, respetada y admirada por muchos. Se crió tras bastidores y al parecer el sube y baja del telón le hizo perderle el miedo a las personas y también le enseño a disfrutar la oscuridad y la melancolía. Coleccionista de revolcones en países y colchones ajenos, su trabajo la hizo nómada. No tenía animales y no porque no le gustaran, mas bien porque con cuidar de ella misma, le alcanzaba. Un caminar sensual hacía coreografía con el vaivén de sus caderas al andar, amante de los zapatos de cuero y unos pantalones ajustados que moldearan su llamativa figura. No llevaba maquillaje, mas si, un bien cuidado cutis con una docena lunares esparcidos por pómulos y nariz, que le dibujaban un mapa con toque de constelación. En fin, era una mujer de una simpleza que no podía pasar desapercibida. Detrás de todas estas cualidades, muy dentro de esa telaraña protectora que llevaba, había una mujer que se balanceaba en lo tierno, en hilos finos de sentimientos extremos, una mujer que estaba dispuesta de ir a cualquier guerra por los suyos y pelear como amazona por las convicciones del alma. 


Andrés es el hombre desprendido, el apasionado, impulsivo y egoísta, el de vientos huracanados que aparecían y desaparecían fuera de temporadas. Andrés es el que le desordenaba las tímidas sonrisas. El que encuentra la justificación perfecta a cada cagada, el que la caga por donde va poniendo pisada. Andres es el que se sumerge en promesas pasionales y las olvida casi tan rápido como las plasma. Es el que sueña pero no ejecuta. Es el que teme... A la felicidad personal y a la ajena. El que se apuñala el alma poco a poco y enreda a todos en sus encantos. Andrés es el moreno de metro ochenta y cinco y espalda vikinga, el de barba descuidada pero impecable composición química entre ojos aceitunados y sonrisa de dientes grandes, llevaba el nombre de otra mujer tatuado en la muñeca derecha, Romina, su abuela, su primer gran amor. Andrés se estaba tomando un año sabático, habría viajado por una temporada para hacer turismo de bares, dedicaba varias horas del día a calentar su garganta con vodka y enfriarla con cerveza, dormir, fumar y encontrar amuletos perdidos en rincones femeninos.


El primer encuentro entre estos se dio en una lavandería. Matilde leía y tomaba café, un café que se enfriaba ante el roce de sus manos. Andres se hospedaba en un hotel cerca de allí, estaba de pasada, sin sospechar que se quedaba. La casualidad de haberse encontrado, se debía a la causalidad de elegir el mismo día para la limpieza, la misma hora, el mismo lugar, el mismo pelo suelto y ondulado que se atascaba en su rostro debido al clima pegajoso. Ese día Matilde no llevaba los pantalones largos y ceñidos, iba de vestido, ese día mostraba piernas, mostraba cotidianidad, mostraba día libre. No recuerdan quién miró a quien primero, solo les importa que se notaron y comenzaron. Andres no se resistió y planificó de manera instantánea la danza de cortejo, dio ese primer paso con una mano extendida que sería bien recibida por parte de su interlocutora. Se presentó y como si se dijera cualquier palabra mágica, conectaron con aquella primera sonrisa y apretón de extremidades. Algo vibró en aquel momento, un sincronismo marcaba de forma diferente el movimiento de las manecillas del reloj. He venido de tan lejos para olvidarme de mi, debieron ser las primeras palabras que dijera Andrés, pero mas bien se limitó a un mucho gusto, seguido por la impulsividad de una invitación al bar de la esquina. Quedaron a eso de las 6:14, justo cuando cayera el sol. Cuando ambos terminarán con los dobleces y pliegues perfectos de las piezas de ropa que giraban húmedas a la misma velocidad que las entrañas de ambos. Matilde siguió su presentimiento y aceptó, apostándole a una seguridad certera. Andres se movía ante la curiosidad que le despertaba ese pelo color miel que ondeaba libre, ese olor a tierra en celo que emanaba Matilde, a lirios que parecían nunca perecer, al fango justo al finalizar un aguacero de mayo.


Matilde y Andrés tuvieron la gloria de la ternura desde aquella primera noche de brindis y carcajadas. Desde ese domingo de número 9 se escribirían canciones de amor todas las noches, mañanas y madrugadas. Matilde llegó primero al Conejo Blanco, se sentó en la barra y saludó a uno que otro de los que allí atendían, llevaba una chaqueta negra que escondía un pronunciado escote en forma de V, detalle que volvería locos los instintos carnales de Andres. Se sentó y ordenó una cerveza, de la cual tomaría la mitad mientras llegaba su cita. Andrés entró al bar y atravesó con mucha precisión aquel laberinto que lo llevaría a los ojos que buscaba, a los ojos que le mostrarían nuevos verbos y formas de conjugarlos. Le plantó un beso en el pómulo derecho que parecía acompañado de alguna sustancia viscosa y pegajosa, algo que no le permitía separarse, y a la vez olfateó impregnándose de aquello que se convertiría en su nueva fragancia favorita, una mezcla de sándalo y canela. Matilde le sonreía con una traviesa carcajada y entre las comisuras guardaba secretos que se querían contar solos y con altavoces, comenzaban a charlar, saltaban de tema cada tanto y si hubiesen tenido espectadores, todos habrían coincidido en que aquellos dos se tejieron de inmediato, que parecía que llevaban muchas vidas juntos.


Los ojos de Andrés actuaban como máquina de rayos x estudiando meticulosamente la forma redonda y firme de las tetas de Matilde. Su ojos encontraron donde pararse y quedarse a mirar. Se contaban las vidas como si escribiesen un compendio de estudiante de primaria, ambos queriendo abordarse de la misma manera, pero guardando algo de prudencia. Matilde le hablaba de su infancia, de su estrecha relación con su madre y de como gracias a la excelente posición social y económica de su padre logró codearse de personajes importantes y claves para el crecimiento de su vocación. Andrés habría heredado unos negocios de sus abuelos y esto le permitió dedicarse a la fotografía y pasearse por el mundo con cámara en mano sin mucha preocupación. Toda la complicidad de ese momento lanzaba mensajes que significaban los mismo: no quieras escapar. Matilde confiaba de manera instantánea en la mirada infinita de Andrés. Y fue esa confianza instantánea la que los llevaría al infinito de la felicidad y la desgracia. 


Como a la quinta cerveza y los niveles de cordura abandonando sus cuerpos, salieron del bar sin la necesidad de consultar el siguiente plan, lo que se siente, no se cuestiona y era concluyente que querían desabrocharse los cuerpos lo antes posible. Matilde vivía a pocas cuadras de allí, caminaron al 807 de la Calle Cruz y subieron los tres pisos de la casa como si detrás les viniera persiguiendo un meteorito. Alcanzaron justo a abrir la cerradura de la puerta para tener toda la ropa desparramada por lugares peregrinos, Andrés la lanzaba sobre el sillón mas cercano y esto fue de lo primero que la enloqueció, la determinación y osadía de él. Jugaba con su menudo cuerpo, como una niña con su primera muñeca, con el mas mínimo cuidado y delicadeza, pero sabiendo como manejar con exactitud aquella figura moldeable. Ella deseaba ser penetrada al instante, lo pedía con la inclinación de sus caderas y la decidida y sutil apertura de sus piernas, al darse cuenta de esto, Andres decidió crear la eternidad en aquel espacio de 70 metros cuadrados y ventanales a vuelta redonda. Comenzó aquel final de semana a conocer el cuerpo al que llamaría casa, su frontera de paz. Apagaba aquel incendio en forma de mujer con una antigua receta de besos y movimientos dactilares, pasaba la punta de su lengua por cada rincón que ésta alcanzara. Matilde tenía distintos sabores para Andrés y no quería mas nada que probar cada recoveco de aquel cuerpo al que comparaba con la mejor de las gastronomías existentes. Reconocer y catar estos sabores le iban a tomar un buen tiempo, pero él no tenía prisa, esa noche era solo el estreno de aquel circo que acababa de llegar al pueblo, de aquel domador de leones que entraría a la jaula con quien se convertiría en su guardiana, su cómplice, su bastón, su compas y su mapa. Le dibujaba la columna vertebral con la punta de los dedos, trazando lineas cual delineante, mientras en lo mas profundo del mar de Matilde se pintaban peces de colores. 


A la mañana siguiente, Matilde despertó recostada del pecho de Andrés, él la cubría con sus brazos, la envolvía en su clima cálido, allí a su derecha. Aquel cuarto olía a placer, a utopías cumplidas, a crisantemos en bosque tropical. A pan recién horneado. Ese amanecer olía a que nada ni nadie podría empañar aquellos sueños de orejas de elefantes. Andres no recordaba el color del mar porque solo podía pensar en el color de la piel de aquella mujer a su derecha. Se le encendían unas luces que lo hacían rozar con ella, soñar con ella y crear con ella. Porque si, porque a cada amanecer a su lado, Andrés violaba mandamientos y se permitía el pecado de quererle y así sería por un buen tiempo. Ambos tenían claro que aquella comodidad que sentían no era la norma luego de cualquier noche de sexo. La dicha que tuvieron fue el encontrar alguien con quien volar sus cometas. En el caso de Matilde ganaba el por ciento de veces en donde abandonaba la zona de batalla casi con la misma prisa con que una paloma aleteaba huyendo ante las zapatillas atacantes de un niño en el parque. A Andrés le pasaba parecido, pero en su caso, no ejecutaba tan pronto. Pero no necesariamente porque la comodidad y el deseo de permanecer perduraran, si no mas bien por la costumbre de aplazar lo pendiente o lo querido. También por esa cobardía que se destaparía mas adelante, ese dejar para mañana la claridad y la honestidad. Andres tenía un aire muy pirata escondido en su mirada y fue esta la primera carnada que mordió Matilde y tal vez la misma cualidad que la llevó al naufragio de esta historia y de lo que le quedaba de vida. Descubriría a su corsario al llegar a los siguientes capítulos. Ahí en esa cama pasaron horas que no lograron precisar. Hablaban entre risas, preguntaban y contaban detalles que interrumpían con besos, se hacían promesas de futuro, creaban leyes para reinventar el mundo. Se contaron parcialidades de sus vidas, Matilde con sus historias de niña culta de ciudad y Andres, el nómada que se fue de casa a los 17 a aventurar en aquellas artes que le llamaban y que a diferencia de muchos, funcionaron para él. A Matilde le importaba el mundo y lo que en él ocurría con muchas mas profundidad que a él. Ella le prestaba sigilosa atención al ciclo de la luna, a las estaciones del año, a las guerras y los acuerdos de paz, a la migración de las monarcas. Andres afirmaba que los tiempos de ocuparse los destinaba para el futuro lejano, que ya tenía años destinados a la lectura, la cocina y el reciclaje y filantropía.


La decisión de que Andres se quedara por tiempo indefinido fue unánime y tomada desde el atrio de dos seres que no querían demorar y luego derrotarse, fue la luz que entraba por la pequeña ventana de marco blanco, la que determinó que Andrés se quedaría en esa boca y jugaría con el juguetón y hermoso modo con el que Matilde se ponía ante la vida. Matilde se agarraba de esa brisa que le susurraba a gritos por dentro la palabra justa. "Quédate" dijo mientras salía de la ducha enrollada en la toalla y chorreando gotas de agua con vapor, tragó hondo y esperó respuesta. Andres presionó el botón verde mientras le calentaba las piernas. En ese momento no pensó, como siempre, y aceptó. Pensaba que todo iba a funcionar, pero eso de pensar a él no le sentaba tan bien, porque muchas veces sus pensamientos eran palabras abandonadas que se convertían en oraciones que prescindían de los predicados. Matilde lo acogía en su hogar, examinaba cada jaula dentro de ella y decidió hacerse la sombra de un niño, se vacunaba contra la rabia y le ponía acentos de colores a sus poemas en el patio. No sabías Matilde, no sabías que este bocado que mordías y besabas te abandonaría demasiado pronto y ese poema lo escucharás recitarse en bocas ajenas, dejándote inerte, sola en casa. Pero no importaba saber nada, porque en este momento solo valía que ambos eran como palabras que se atraían convirtiéndose en sílabas y que solo valían las chispas del alma que brotaban por los ojos. Pero, siempre el pero, el pero que los desterraría a un cementerio donde se reducirían a ser pasajeros de sueños ajenos y en donde todo lo que se dijeron y lo que Andrés contó de él serían cortinas que oscurecerían la casa, los atardeceres naranjas, los paseos a la playa.


Esa misma tarde fue al hotel donde se estaba quedando y recogió la media docena de cambios de ropa con los que viajaba, entregó las llaves a la recepcionista, pagó la deuda pendiente y caminó hasta el pequeño edificio de fachada amarilla desde donde comenzaría a perseguir el viento cual ave en migración de verano. Matilde le hizo cupo en su ropero, en el baño, en su sala de estar, en su jardín de medio metro y alturas, en su palacio con tejados, ahora vivían en una casa de dos, en una casa de flores amarillas. Se acoplaban ganándole tiempo a la vida e ignorando cualquier fantasma de rutina. Se estrellaban los labios en los estrechos pasillos de la casa, la eternidad era una buena estrujada a aquel culo firme que escribía la firme representación de deseo. Bailaban con o sin música, hacían fiesta en la bañera, en la terraza, en el dormitorio, en la cocina. Para ellos no habían reglas escritas sobre piedras, idealizaban la idea de encerrarse en constantes. Desde el comienzo de esta relación sin título, Matilde habría perdido el miedo a los lunes en la mañana, le gustaba regresar del trabajo, sentarse a cenar con pocas ropas para comenzar a despertar la seducción de la noche, follar, bajar al Conejo por una cerveza, subir, volver a follar, hablar de cualquier cosa hasta quedarse dormidos. Dormir en esos brazos donde era posible escribir cualquier canción. Matilde ensayaba a diario para las presentaciones de temporada, daba clases a estudiantes universitarios, por compromisos de trabajo pasaba largas horas fuera de casa y cada minuto vacío lo llenaba de él, de su deseos, de los viajes que no habían hecho, de los besos pendientes, de todo el amor que le quiere dar y apenas va por la mitad. Desde el baño del Conservatorio le enviaba fotos provocativas y moría sola de la risa, con una complicidad que solo ella entendía. La vida social y de ocio de estos dos se acopló fácilmente, Andres era profesional de la elocuencia, se hizo amigo al instante de los amigos de Matilde, los hechizaba a todos con sus historias del mundo. Salían a cenar en grupos, bares, terrazas, asados, algunos días mientras Matilde trabajaba alguno que otro acompañaba a Andrés a hacer fotos a nuevos lugares en los alrededores de la ciudad. Los fines de semana iban al mar, hacían caminatas, se bañaban de sal, en las noches iban a fiestas de las que siempre se marchaban últimos, Andrés se convertía en personaje imprescindible de todos los eventos sociales. No importa donde fueran, eran expertos en no quedarse sin palabras y en convertirse en centros de atención, la energía sonaba a taconeo en tablado flamenco y el sentido del humor de Andrés los llevaba a todos de paseo por una montaña rusa. Eran de esas parejas favoritas para casi todos ya que siempre aparece aquel antagónico que deseaba lo ajeno, que añora y sueña lugares y cosas que no le perteneces. Esta era la típica conocida pero no amiga que miraba a Andrés desde alguna esquina con un clásico cortejo de ave en celo, con la picardía del pecado en la mirada, con la osadía y sin miedo a ser descubierto. Éstas serían las carnadas de la tentación que mordería Andrés alguna vez y que comenzarían a destejer costuras en aquella historia de amor. 


Dentro de lo animal, lo carnal, Cuando Andres estaba dentro de Matilde, no había nada mas sublime pasando en el planeta que el placer de aquellos dos cuerpos, las danzas experimentales que producían las caderas de ella, los cosquilleos que le electrizaban el piso pélvico. Eran horas de versos inconclusos, domingo soleado en invierno. Los gritos de Matilde suspendidos en los brazos fuertes y mulatos de Andres, se convertían en malabaristas del sexo. Cuando la boca de Andres se sumergía entre las piernas de Matilde, esta le apretaba el cuello como exigiendo la estadía de esa boca que practicaba placeres. Cuando Andrés estaba encima, las piernas de ella pateaban las nubes, la vida era eterna en cinco minutos y perdían las cuentas de los orgasmos, hacían coreografías hermosas y salvajes. Matilde era la luz del mundo y Andrés la sombra que refrescaba todas las horas del día. Era duro para Matilde ir al trabajo en las mañanas, salir de esa cama donde no se perdía el tiempo y se llenaban los minutos de algodón de azúcar.  La solución de todos los problemas del telediario, Andrés las encontraba mojado entre sus piernas, la boca de Matilde cuando lo besaba se comparaba con puñales de brisa en plena madrugada. Andrés sabía que era quien único podía decidir sobre el vientre de Matilde y saltaba olas del pacífico como estudiante que no perdía en barricadas. Llegó a su vida a desordenarla y jurar amor eterno, pero muy de repente temas que llevaban rimel en las pestañas le harían olvidar sus juramentos y romper aquel contrato que nunca firmó.


Para Matilde el amor era que la esperaran a la salida del trabajo, para Andrés era provocar orgasmos en formas de espiral. Matilde era criatura pureza en frasco pequeño, frágil como las alas de una mariposa, pero fuerte como para aguantar largos viajes de aguaceros y vientos. Buscaba mucho mas de lo que aparentaba, antes de encontrarse con Andrés, había construido sola y eso estaba bien, había alcanzado mucho por ella. Pero al igual que muchas princesas de comarcas, buscaba quien la ayudara a hacer mudanzas, a armar un nuevo librero, quien la tomara de la mano los domingos de paseo entre adoquines o bosques, quien le limpiara el chocolate de las comisuras, quien le estabilizara la temperatura del cuerpo, quien la enjabonara e hiciera inventario de lunares y cicatrices, un hombro donde fosilizar la forma de sus dientes. Para Andrés, amar era cosa del día a día, o de luna a luna, era desperezarse entre la sábana que correspondiera y correr en dirección a la conveniencia o el deseo, en ruta a la locura del sexo empavonado de aceite en lámparas que iluminarán el día de él consigo mismo. También era dejarlo todo en el corazón ajeno, siempre y cuando su egoísmo tuviera cupo en ese equipaje. No coincidían en que estar enamorados era perderse y renunciar. Mandar el mundo a la mierda y mudarse de planeta.


Habrían pasado unos tres meses cuando aparecían las primeras señales claves. Andrés desaparecía con la excusa de necesitar su tiempo, silencios a cada tanto, una cama vacía para mirar la nieve caer sobre la ciudad en soledad. Salía a fotografiar algún nuevo recoveco cercano del mapa y no regresaba a casa con la justificación de que se habría hecho tarde y las cervezas o el vodka no hacían amistad con el volante. En estos días la cama se le hacía grande a Matilde y la soledad la atrapaba mientras esperaba que saliera el sol, se acorralaba contra la pared desarmada de la tranquilidad y el dulce de leche y se ahogaba en pequeñas mareas que la atacaban. Luego llegaba un nuevo día y Andrés entraba por la puerta a renovar las flores que se podrían en los jarrones de barro, le lavaba las heridas de la noche anterior con risas y hasta la próxima aventura de lo desconocido. Matilde comenzó a desconfiar en aquellas madrugadas de desvelo, se hacía preguntas sobre el existencialismo y la dependencia, se extraviaba de ella y no le encontraba a él . Comprendió que nada está escrito para siempre, mas ella si quería y creía con todas sus fuerzas, se aferraba al mas mínimo detalle restaurador para seguir colgando su medallita de fé en el pecho. Maldita ceguera que no le permitió enterarse a tiempo lo que ya algunos en el barrio sabían y comentaban a vozarrones secretos. Ahí, en su pueblo, su territorio, en su cara, frente a los que consideraba amigos, ahí Andrés hacía dobles vidas y con esas vidas adicionales hacía miserable a Matilde. Dejó de ser ella poco a poco, perdía la confianza en el mundo, las ilusiones que la vestían de amarantos, los milagros que la perfumaban con el olor de las abejas. Poco a poco le temía mas a las madrugadas, a esa hora exacta cuando se abrían las ventanas que soplaban invitaciones a marcharse y poner fin a lo que apenas comenzaba. Matilde caminaba por los callejones sin levantar la cabeza, dejaba de creer en el destino, mientras se le clavaban filosas agujas en el pecho. Las noches le debilitaron el corazón y con el sol se empezó a cansar de querer.  

El tiempo era recodo y mientras Andrés descomponía todo, Matilde lo nombraba en versos escritos con el olor de su ropa. Mientras el bien vestido coordero se desvestía de lobo

Las rutinas comenzaron a aparecer como fantasmas vengativos. El error que tantos repiten, guardar silencio. Matilde comenzó a soñar que desaparecía, de su casa, de la cama compartida, del amor a la dos. Planeaba huidas para reinventar su vida probablemente un martes justo después de escampar algún aguacero. Tal vez era la costumbre involuntaria a la soledad que venía a tocar sus portales. Lloraba fuerte y desde muy adentro, lloraba tanto, sus lágrimas eran tantas, que apagó hasta el infierno. Ese infierno sin explicaciones, ni tiempos mejores. El egoísmo de ambos eran llamas que acababan con los cimientos de aquello que un día fue un cuento de hadas. Matilde comparaba el retumbar de su cabeza con las olas de un mar enfurecido que choca con alguna muralla de piedras y salpica, así como en ella, todo salpica. La peor parte, pensaba, era el recuerdo, el recuerdo a oscuras, de aquel tiempo que pasó y en donde las cosas fueron mas bonitas. Donde atraparon en una red de mariposas lo que para ambos significaba la perfección. Su amor no encontraba tiempos, las malditas inseguridades se hacían mas latentes. Justo lo que ella se prometió un día que no permitiría, lo veía ocurrir ante sus ojos, como si fuese espectadora de esta pesadilla, como si hubiese comprado los mejores boletos para la función de su desgracia. Una espectadora que no podía interrumpir porque no sabía cómo ni de dónde apretar el botón de fin. No sabía cómo salvarlos de los escombros, todo se desvanecía y se convertía en calabazas a la medianoche. Andrés no le hacía cuentos para dormir, ya no iban juntos al Conejo, comían enlatados mas a menudo y no se escribían canciones, cada vez venía menos y por supuesto no toleraba el mas mínimo reclamo. Si en la mañana Matilde cuestionaba, amenazaba con una sutil insinuación que volvería a hacerlo esa noche y exigía que le dejara en paz con una agravada pronunciación de "no me jodas".


Fue un día manejando al sur, iban a visitar a unos amigos de Andres. A un asado que tenía como motivo la fiesta de cumpleaños de alguno. Los habría conocido en alguna de sus parrandas al amanecer, esas que la dejaban a ella pasando largas noches de frío. A Matilde no le quedaban mas suspiros de aguante y se le vino a la mente aquella respuesta de auxilio que llevaba meses buscando. Había pasado largas horas en reunión de asamblea con los distintos estados y sabores de su conciencia, cuando en esa ruta color verde monte sobre cuatro ruedas, se fecundó el plan de la mantis. Este sábado a las 4 de la tarde comenzó a elaborar lo que le llamaría OPERACIÓN FIN DEL MUNDO. Lo había decidido y no había vuelta atrás. Terminar con la vida de Andrés, sería lo único que la sacaría del camino de destrucción por el que se arrastraba río abajo. Ya no soportaba mas ser derrumbada por los fantasmas del hombre que aparecía al amanecer o anochecer siguiente, aquel hombre que la puso a cantar fuera de las fronteras. Andrés conducía y cada cuanto miraba a su derecha. Ya no la miraba con la misma fuerza del principio y esa falta de fuerza en sus ojos, le retumbaban a Matilde con la siguiente linea repetida "Andrés no conoce el alcance de mi propio corazón". El camino continuó con un silencio sepulcro que acompañaban intermitentemente con algún roce de manos o el señalamiento a algún animal de ganado que divisaba Matilde con cierta ternura a la distancia. Entonces Matilde se reafirmaba con el recuerdo de que no debió haber reído nunca en esos lados, que no debió nunca haber dejado de hablar en voz baja del amor, se reclama a ella misma el haberle hecho puto caso a la vida y descolgar los guantes de protección que llevaba de amuletos a todas partes. Ahora tendría que desarrollar la estrategia, el plan detalladamente, esta vez no podía permitirse el mas mínimo error. Envenenamiento, una puñalada, un revolver, no, un revolver no. Asfixia, si, tal vez asfixia, Matilde asfixiaría al amor de su vida. Lo había decidido. Le tenía miedo a la sangre y al fin y al cabo el oxígeno fue algo que trajo Andrés a su vida y también le arrebató, entonces lo veía como simbólico o poético, ojo por ojo. Vienen a su mente todas aquellas noches donde el insomnio se vestía de amaneceres de nostalgia ahogada al fondo del mar. Con él aprendió que de suspiros se componen las mas lindas melodías y que la falta de aire detiene los pálpitos del corazón de a poco. Le parecía bonito arrebatarle aquello que él le había perfeccionado para luego lanzarlo al precipicio de un rascacielos. Sucede que a veces la vida mata y pues Matilde se iba a vestir de vida para encañonar el camino de Andrés y poner el punto final a esa historia que ya se escribía en un castillo ardiendo en llamas. La mujer que pensaba en tan macabra forma de ponerle fin a su dolor venía repleta de soledad, venía de un patio de muertos, venía buscando desencallar las entrañas le chocaban contras las rocas, era una mujer de dolor. Lo tenía que olvidar igual de fuerte que como le amó. 


Nunca serían harina del mismo costal y esto le golpeaba con nudillos el pecho, pero no mas besos en la boca. No bebería mas vinagre, no cargaría mas cemento, Andrés la deshojó, la descuadró. Algo dentro de ella no le culpaba fue hasta donde quiso, pero ya no quería excusas, ya no buscaba respuestas, ya sabía que nada iba a cambiar, porque Andrés es lo que era y no podía dar mas de lo que habría dado hasta el momento, pero eso no cambiaría que Matilde llevara el mar tatuado de lagrimas en las pestañas.  

Lo tomó de la mano y la apretó con todas sus fuerzas, le tomaba la mano mientras le temía al futuro. Como si le pidiera perdón con antelación. Rompió el silencio con un repicar de labios, un firme y real te amo interrumpido por unos potros en el camino que desviaron su atención. Llegaron. A otras de esas fiestas de vino y cervezas. Matilde fingía divertirse, le quedaba bien fingir, llevaba un tiempo haciéndolo y desde ese momento tendría el tiempo suficiente para perfeccionar sus técnicas. Fingir era la clave para no ser descubierta, pensaba, obviaba aquellos celos denotados por la coquetería salerosa de Andres. Mientras fingía elocuentemente pensaba en cómo aquella bonita historia de amor se redujo a los lamentos de viejas heridas, que ambos dieron sus vidas pero se distrajeron y se estrellaron sobre granizo y arena. Brindaban paseándose entre vinos y cervezas hasta que llegó la hora de la despedida, aquella que Matilde tanto anhelaba desde que Andes se convirtió en el centro de atención de todo lugar donde estaban. Manejaron de vuelta catando un profundo silencio el cual tendría como coartada los niveles de alcohol en la sangre. Llegaron a casa y no pudo faltar el delicioso y ya casi rutinario polvo, el sexo entre ellos era lo único que no cambiaba y mas si eran influenciado por altas dosis de alcohol en la sangre.

*

Matilde lo amaba tanto que se lo comió, ya no sabía de que otra manera lo tendría a su lado para siempre y entonces cumplir esa promesa que se hicieron algún día. Este acto le daba sosiego, al menos en su mente y mientras planeaba todo, esto debía ser porque la locura le bailaba al ritmo de acordeones y la cordura se habría vaciado en sus adentros. Estudió la estrategia durante meses, aprendió de lecturas online sobre el canibalismo, busvisitaba carnicerías y observaba meticulosamente los cortes de las carnes y el diseño de estos espacios sanguinarios. Compró los materiales de forma aleatoria, para no generar ninguna sospecha nunca jamás. Preparaba el crimen perfecto, el crimen del amor. Guardaba todo en un almacén cercano a su casa y tenía planos casi arquitectónicos para construir la escenografía del acto mas importante de su vida. Mientras a su vez, de vuelta a casa llenaba los minutos vacíos de todo aquello que le llenara al alma, no había tiempo que perder, no había rutina en donde, miraba el de techo cada madrugada y alguna que otra lagrima se escapaba de sus ojos cuando miraba a su derecha y soñaba con aquel viaje que nunca hicieron, con ese hijo que no tuvieron, con los elefantes alados que quisieron montar. Andrés, en qué nos convertiste decía con una voz baja de los mas altos decibeles. Lo asfixió, lo cortó en pedazos, lo congeló y fue su desayuno y cena por semanas. Comidas que acompañaba con gin tonic. Mientras cerraba todos los círculos que la ataran a él. Repartía sus cosas por la ciudad. Destruída. Prefiriendo ser ella la cena de este y no al revés. La vida es una gran mierda, se repetía con arcadas recurrentes. Y su hogar, ese espacio que poco a poco fue esculpiendo, ahora no era mas que un recuerdo, un cometa que escapó entre un ventarrón salvaje y el futuro pasaba a ser una promesa en vano.


Los primeros dos días no cerraba los ojos, tiritaba escurriéndose aterrada entre las esquinas. No sabía qué hacer con el miedo de saber que nunca la volverá a mirar, que sabía que esta vez si estaba sola y que no va a volver. Cantaba a solas para recordarlo, cantaba todo lo que soñaba despierta a su lado, todos los sueños con los que vencía el cansancio cuando estaban vivos.

En una misma tarde se le sincronizaban las vidas. Él era ese alguien que la quiso, pero mas en silencio que otra cosa. Era el hombre desprendido, el que venía de relaciones largas y en donde todo se lo tenían listo. Y ahora su deporte favorito era el desapego. De buenos sentimientos pero cruda frialdad.

Tiempo de ver. Habían mariposas en el balcón esa mañana, mismas mariposas que le bloqueaban el oxígeno en la boca del estómago por saber lo que se aproximaba. Operación Fin del Mundo llegaba a la cumbre esa noche. Matilde había planificado y escrito todo mas minuciosamente que cualquier ley suprema. Andrés no tienes corazón, repetía cada varios segundos. Andres la había condenado a un circo privado, un circo tragedia, una tragedia que llegaba a su fin. Llegaría a casa al anochecer y como todos los jueves se serviría ese trago de vodka que acompañaría de unos 4 mas en las siguientes horas. Horas en las que hablaban y comentaban de la vida, horas en las que se mana tras semana, recalcaba Matilde que lo amaba desde los mas profundo de sus entrañas. Esta noche, al igual que todas, terminarían destinados a construir puentes en la cama, a componer boleros en el corazón de Matilde. Pero esta noche no terminaría con fluidos derramados por las sábanas, esta noche se cortaba el oxígeno para Andrés y a Matilde le caía un diluvio de meteoritos encima. Sería mientras escribían una nueva metamorfosis.

Cada penetración, Matilde la sentía como la primera, le hacía olvidar el mundo a sus alrededores, le borraba la tristeza. Y cuando le tocaba su turno de dominar el placer, allí, cuando estaba encima de Andrés y se acomodaba para que entrara justo como a él tanto le gustaba, con movimientos circulares e intermedios, tomaba la almohada de funda blanca y la ponía sobre su cara poniendo todas sus fuerzas para combatir la resistencia de Andres. Un Andres previamente abatido por el alcohol y las drogas. Unos tres minutos habrían pasado cuando notó que ya no había defensa, ni movimiento. Ahogada en sus lágrimas y saliva, retiró la almohada y miró lentamente. Se quitó de encima, se alejó del cuerpo y lo miró, lo miraba y temblaba, no se pudo sostener en sus piernas, su cuerpo se descompuso, comenzó a vomitar hasta no quedarle nada por dentro y se acomodo en el suelo al pie de la cama, en posición fetal, como por hora y media. Tiempo en donde su cabeza explotaba, pero a la vez no lograba concretar, ni pescar el mínimo pensamiento. Miedo y mas miedo, el mas horrible temor se apoderaba de ella. Cuando logró movilizar aquella pieza que tanto le pesaba, tiró una sábana encima de Andrés, lo cubrió pero antes le observó, parecía estar sumido en algún sueño profundo de los provocados por esas noches de locura, parecía dormir feliz y así lo quería recordar por siempre.

Ya no había vuelta atrás, todas las veces que quiso no tener que mirarle mas a los ojos y sonreírle de vuelta se le concedía. Se lo habría llevado aquello que no tiene vuelta atrás, lo habría borrado para siempre. La casa olía a salvia constante, era una de las reglas, eliminar el olor a la muerte. Ahora venía el desenlace de Fin del Mundo, se montaba en aquel carrito que la llevaba cuesta abajo, ahora tenía que hacer desaparecer el cuerpo de aquel robusto gitano. Ahora venía la parte que para ese cuerpo de 5 pues y 115 libras sería lo mas complicado. Tenía que cortar a Andres en pedazos antes de que empezara a ensuciar el aire con el aroma del adiós.

Enloqueció cual niña de amor, enloqueció el día que supo que a pesar de haberlo devorado y desintegrado de este plano terrenal, iba a ser imposible olvidarlo. El silencio le recordaba su nombre y ni entre sueños desaparecía todo aquello a lo que se aferró. 

Debería ser prohibido en cualquier constitución enamorarse de Andres. Matilde nunca habría reído tanto a lado de una persona, Matilde no recuerda haber sido tan feliz. Y ahí estaba... Recordando historia, tejiendo en telares de un corazón rota por el uso. Recordaba los abrazos de aquel amor imperfectos. Limpiaba fantasmas y le pedía silencio al ruido incesante. 

El tiempo pasaba sin tener una noción clara de como eso ocurría. Matilde no llevaba reloj y en su casa no había ninguno. Tenía una brújula que guardaba en el bolsillo de sus chaquetas, esto mas bien para el sentido de orientación, el cual tenía mucha mas importancia para ella que el pasar de los minutos, las horas y segundos.

16 de Mayo de 2018 a las 20:22 0 Reporte Insertar Seguir historia
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