escritor_entre_comillas Iván Baya

¡Ah! Es sábado, día de rutina y relax. ¡Cómo lo echaba de menos! Es casi como vivir un sueño.


Paranormal No para niños menores de 13. © Todos los Derechos Reservados

#persiguiendosueños
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Día de pícnic

Hoy es sábado, día de pícnic. Los niños juegan en el parque, para variar. La mezcla de sabores del sándwich vegetal que habíamos preparado, junto al olor del césped recién cortado del parque, habían hecho que me volviera adicto a este frágil momento de paz.

—¡Ahora me toca a mí! —gritaban los niños.

Incluso sus gritos aportaban encanto al ambiente porque, después de todo, era nuestro día de descanso.

—Se ha terminado la bebida, ¿vas a por más? —preguntó mi esposa.

—¿Acaso tengo pinta de repartidor? —Me incorporé de mi acomodada postura—. Está bien…

El lenguaje no verbal se le daba de muerte, bastó una ceja arqueada para comprender que no tenía ganas de bromas. Me levanté, me coloqué los zapatos para emprender el camino hacia la tienda más cercana.

—Déjame tu teléfono, al mío se le ha gastado la batería —pidió caprichosamente.

No iba a obligarla a arquear la otra ceja, así que obedecí de forma sumisa.

—Como usted ordene. —Hice una reverencia.

—¿Adónde vas? —preguntó mi hija cuando me vio alejarme—. ¿Puedo ir contigo?

El pequeño, que venía justo detrás, repitió la misma pregunta, aunque apenas fui capaz de distinguir entre sílabas.

—Ahora vuelvo, quedaos aquí y no arméis mucho escándalo.

La mitad de la frase se la llevó el viento, pues apenas prestaron atención. La adrenalina les hizo salir corriendo hacia lo que se supone que acababa de ocurrírseles. Así eran los sábados de pícnic: divertidos, espontáneos y corrientes.

A medida que dejaba atrás los sonidos y olores agradables del recinto del parque, daba la bienvenida a la polución y al bullicio de la ciudad. El tráfico me obligaba a hacer pausas, cada vez más largas, para poder cruzar las calles. Las personas se acumularon delante del paso de peatones, a la espera del momento, como si estuviese a punto de sonar el pistoletazo de salida de una carrera. ¡Ya! Pero cuando eché a andar, el resto permaneció parado. Por un momento, dudé si el semáforo se había puesto en rojo para el tráfico. Me extrañó tanto que me quedé perplejo, en mitad de la carretera, sin saber muy bien cómo reaccionar, así que proseguí mi camino.


Accedí a la tienda, una de esas de barrio que parecía un laberinto de Pac-Man, aunque sin fantasmas ni píldoras mágicas, al menos, que yo supiera. Aunque fuera con los ojos vendados, sería capaz de llegar hasta la nevera de bebidas, cuyo ventilador hacía un ruido terrible. Agarré un refresco y me dirigí al mostrador.

—Me llevo esto. —Coloqué la botella en la mesa.

El tendero no hizo caso, parecía entretenido con su teléfono móvil, mirando hacia abajo.

—¿Hola?

Ni caso. Me detuve a observar que, de hecho, no hacía movimientos con los dedos.

—¿Señor? ¿Se encuentra bien?

Al no obtener respuesta, me apresuré para acceder al otro lado de mostrador. Cuando puse una mano en su hombro, estaba completamente frío… No puede ser cierto. Intenté mantener la calma. Rebusqué en mis bolsillos.

—Mierda, ¡el teléfono!

Tenía que ser hoy el día en que mi esposa se quedara sin batería, ¿verdad? Pero el tendero, o lo que quedara de él, tenía un teléfono en las manos. Tal vez si lo agarro por aquí…

—¡Por Dios!

Lo agarré a tiempo; una araña de aspecto bastante desagradable apareció por la manga de su camiseta. No era muy grande, pero para causarme impresión valía cualquier arácnido. ¿Habrá sido por una picadura de ese bicho? Mejor poner distancia.

Mientras regresaba al otro lado, lo más lejos posible de aquel hombre, el clásico sonido de fuera de línea se oyó sin tan siquiera acercarme el teléfono a la oreja. Se suponía que el número de emergencias conectaba con el repetidor de cualquier proveedor. Me acerqué a la entrada, que justo estaba enfrente del cuerpo sin vida del tendero. La puerta no se abría, se había atascado.

—Venga, no me jodas.

Para mayor perturbación, desde la puerta de cristal podía ver el paso de peatones que había cruzado minutos antes. Las personas seguían en pie, quietas, en el mismo sitio. ¿Acaso se trataba de una broma? Volví a accionar la manilla de la puerta.

—¡Ábrete! ¡Vamos! —Insistí forcejeando contra la propia puerta—. ¡Mierda!

Cesé en mis intentos. El sonido de fuera de línea seguía sonando. Aunque me prometí a mí mismo mantener la calma, mi respiración agitada me delataba. ¿Qué está pasando aquí?

—Ahora verás…

Agarré el extintor que había colgado de la pared y golpeé el cristal de la puerta con todas mis fuerzas. Un calambre recorrió mis brazos, haciéndome soltar de golpe aquel objeto pesado. Había rebotado en el cristal como si este estuviera blindado. ¿Acaso estaba encerrado en aquel lugar? ¿Con aquel tendero sin vida? ¿En aquella calle plagada de pasmarotes?

—Debe de ser una broma, ya está.

Miré al techo, en busca de la cámara de videovigilancia. Saludé.

—Hola —hice un gesto con ambas manos—. ¿Os habéis divertido? Podéis abrir ya, mi familia me espera en el parque.

Pero solo escuchaba mi voz, cuyo eco se ahogaba en el lejano sonido del ventilador de la nevera de bebidas. Como atraído de nuevo por ella, volví a acercarme. Cuando la intensidad de aquel sonido alcanzó su punto más alto, abrí la puerta de la nevera, boquiabierto.

—¿Qué es esto? —pregunté en voz alta mientras agarraba un objeto inquietante.

Se trataba de un bote de pastillas. Lo sacudí, estaba lleno. ¿Qué significa esto? Leí la etiqueta. Era una medicación que llevaba tiempo sin leer. Era la medicación que yo tomaba para…

—¡¿Hola?! —exclamé.

Empecé a sentirme confuso, fuera de lugar. El sonido del ventilador me ahogaba. El teléfono móvil comenzó a sonar. En la pantalla aparecía mi número de teléfono. ¿Ya está? ¿Fin de la broma?

—¿Sí? —respondí.

—¿Cariño? —Era la voz de mi mujer.

—¿A qué viene todo esto? —pregunté mientras me dirigía hacia el mostrador—. Dame un segundo.

No necesité acercarme demasiado para comprobar que el tendero había desaparecido, del mismo modo que las personas que se encontraban en la calle.

—Cariño, ¿dónde estás? —prosiguió ella.

—¡Hola! ¿Me oyes? —Agarré el teléfono con fuerza mientras tapaba mi otro oído para evadirme del sonido de aquella nevera.

—¿Dónde está papá? —Se oía la voz de mi hija—. ¿Cuándo va a volver?

A continuación, como si estuviera programado para ello, mi hijo repitió a su hermana; como siempre, de manera ininteligible. Era predecible, me transmitía ternura; de hecho, formaba parte de una rutina a la que fui incapaz de decir adiós. Aferrado a mi memoria, me resistía a pensar que aquellos días de pícnic habían llegado a su fin.

—De modo que así termina todo, ¿verdad? —respondí, a sabiendas de que nadie iba a escucharme.

Una profunda melancolía, disfrazada de nostalgia, me invadió por completo. Cuando parecía que todo volvía a ser como antes, me di un testarazo contra la realidad. La fragilidad de la felicidad era así. La vida es un lapso efímero, lleno de caos e incertidumbre.

—Os quiero, no lo olvidéis nunca —me despedí y colgué.

Sabía lo que esto significaba. Me atormentaba no haber podido despedirme como me hubiera gustado. Me atormentaba haber vuelto a perder la oportunidad que no pude aprovechar, aquel día, antes de que se marcharan al colegio. «Nunca te despidas sin decir “te quiero”, nunca sabrás cuándo es la última vez que podrán escucharlo directo de tus labios». Aquella frase que llevaba tanto tiempo sin decir, se coló en mi mente como un anuncio subliminal.

El sonido de la nevera se volvía intenso, inaguantable. Dejé caer el teléfono al suelo. Las luces de aquella tiendecilla de barrio empezaron a iluminarse con fuerza hasta que fui engullido por un fulgor cegador.



—Reacciona —dijo alguien en voz baja.

Quise responder, pero no tenía fuerzas. Mi garganta estaba bloqueada.

—¿Hola? Parece que reacciona —repitió con el mismo tono de antes.

Una luz intensa iba y venía, sobrevolando mis pupilas como un platillo volante, de un lado a otro. Todo comenzó a cobrar forma a mi alrededor. Parecía un doctor, y me dio la sensación de encontrarme en la habitación de un hospital. Podía sentir unos tubos realmente incómodos colocados por casi todos los orificios de mi cuerpo.

—Por fin despierta, Miguel. —El doctor apagó aquella especie de bolígrafo luminoso—. Bienvenido de vuelta. Tómese su tiempo, en unos minutos vendrá un médico a hablar con usted.

Y sin decir más, se marchó. Aunque no quisiera hacerlo, estaba obligado a tomarme todo el tiempo del mundo. Mis ojos se movían despacio, torpes. Mis músculos no reaccionaban. Creo que mi plan para reunirme con mi familia no salió nada bien, al menos, no como yo esperaba.

—Así que ha despertado, después de todo este tiempo —irrumpió una nueva voz—. Soy el psiquiatra de este hospital, creo que usted y yo tenemos una conversación pendiente.

26 de Mayo de 2023 a las 08:44 0 Reporte Insertar Seguir historia
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Fin

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Iván Baya «Escritor» entre muchas cosas. Escribo fantasía, aventuras y thriller. © 2024 Iván Baya www.escritorentrecomillas.com

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