Historia publicada en la Revista Entropía (2022).
Porque recordar es perpetuar un derrumbe.
Ofrecer el cuello a vampiros intangibles.
La memoria es un asesino descalzo.
Alejandro Pérez Cervantes (2010)
—Tuve ese sueño otra vez… —dijo David con un tono cansino, sentado en el modesto sofá del consultorio.
Estaba por concluir una sesión más cuando decidió mencionarlo. No podía seguir tolerando el horror de las visiones.
El hombre frente a él, su analista, le miró serio, sorprendido.
—¿Quieres contarme qué sucedió?
David tenía la mirada perdida, parecía observar el espacio vacío entre la ventana, que asomaba al cielo gris de la ciudad, y el librero repleto de obras de Freud, Jung, Fromm y otros.
—Sí. Soñé de nuevo con… Soñé que estaba en la camilla. Otra vez el hospital.
Hizo una pausa para tragar saliva y respirar muy hondo como si lo que estuviera por relatar fuese sumamente difícil.
—Esa puta pesadilla otra vez. Creí que… que había quedado atrás.
—Sabes que el proceso no es lineal, David. ¿Quieres hablarme de esos sueños?
—C-creo que sí.
—Adelante —indicó el otro desde su sofá—. Te escucho.
El joven aguardó un momento antes de comenzar y se revolvió en el asiento. Parecía incómodo, se movía nervioso.
—Estaba en… en la camilla. Era de noche. Miré el reloj en la pared y marcaba las diez. Muy tarde ya. Las cortinas estaban cerradas. A mi costado derecho, otra camilla más con un paciente, un señor viejito que roncaba, roncaba tanto que parecía que iba a ahogarse con su propia saliva en cualquier momento. Y más allá, otra igual, con otro tipo que estaba de espaldas a mí; se le veía el culo asomando de la bata porque no se había tapado bien con la sábana.
»Había enfermeras paseando fuera de la habitación, iban por el pasillo con sus uniformes blancos, sosteniendo cajitas o charolas con medicamentos, materiales para curaciones, bitácoras… La puerta estaba abierta. Había también médicos y pasantes caminando y dialogando por ahí y por allá.
»Creí sentir un aroma a gel desinfectante y cloro de limpieza inundando el aire. Por debajo de ese aroma la sala entera aún parecía oler a orina, a sudor. No sé si míos o de los vecinos, pero era ese olor que jamás se borraba del todo por más que limpiaban los de intendencia.
»Los segundos pasaban y apenas oía el tic-tac del reloj entre el murmullo de fuera. Sonó el teléfono en un despacho externo y alguien atendió la llamada. Después mencionaron el nombre de un especialista por el altoparlante, no recuerdo quién, para pedirle que acudiera al área de nefrología en el piso de arriba.
»Todo parecía una noche cualquiera. Un fragmento más de la rutina.
»Apenas en ese instante me di cuenta de que mi madre estaba en una sillita a un lado de la cama. Acababa de despertar mientras yo me tallaba los ojos porque la luz me aturdía como si… como si estuviera ebrio o anduviera drogado. Ya sabe... Ella me devolvió la mirada y me ofreció una sonrisa cansada. Se levantó y se aproximó a mí.
»—Sigue durmiendo, David —me dijo, y me agarró la mano con dulzura, preocupada como siempre solía estar… Era tan bella y tierna, tal como la recordaba.
»Un doctor se asomó a la puerta para pedirle que hablara con él, tenía algunas indicaciones que explicarle para mi cuidado y los horarios en los que podría seguir recibiendo visitas. Ella obedeció y acudió a la puerta.
»—Mamá… —llamé, quería decirle que no me dejara. Me sentí solo. Vulnerable. De súbito, solo de pronto. Como si el miedo me llegara en arcadas así como a uno le llega el vómito.
»Ella habría andado diez o doce pasos quizá, pero yo comencé a sentirme nervioso. No quería que se fuera. Quizá, quizá de algún modo recordaba que… Creo que solo ya sabía lo que iba a pasar.
»Entonces alguien gritó desde el pasillo… Mamá y el doctor se asustaron. Después del grito hubo un silencio en todo el piso y vi que la gente de fuera comenzó a mirar para todas partes. Yo sentí que se me hacía un nudo en el estómago.
Los ojos de David se llenaron de gruesas lágrimas. En seguida aumentó el volumen de su voz y empezó a narrar dramáticamente
»Traté de levantarme, de pararme de la cama para ir con ella, pero algo me lo impidió… ¡Eran las sombras! ¡Las putas sombras estaban ahí, sujetándome de los brazos y las piernas con sus garras! ¡Se asomaban debajo de la camilla!
»Me asusté y traté de saltar pero ellas me retuvieron… Esas cosas salieron por montones de entre las cortinas y por debajo de las camillas y se lanzaron contra todos, se escabulleron al pasillo y… ¡Atacaron a mi madre! —gritó, ya con la voz quebrada por el llanto.
Para ese momento, David lloraba como un niño, pese a ser un hombre de treinta y dos años. Su analista le ofreció cortésmente una caja de kleenex. Ambos aguardaron en silencio hasta que el hombre pudo seguir narrando.
—Esas cosas atacaron a todo el mundo... ¡Los destriparon en frente de mí! Ellos… ¡Se los estaban comiendo vivos! Y yo… ¡Yo oí cómo los despedazaron! El piso de azulejo se batió de sangre y de tripas. ¡Ah, mierda! ¡No puedo, no puedo tolerarlo! ¡No pude hacer nada! ¡No me dejaron hacer nada!
»Mataron a todos y yo no pude hacer nada… ¡Y mi madre…! ¡Oh, Dios! Esas cosas… Esos… monstruos… ¡Mi madre murió frente a mí y yo no pude hacer nada! —Sus sollozos resonaban por todas partes—. ¡No puedo dejar de verlos en todas partes!
En las paredes del consultorio había cuadros sugerentes y llamativos, entre ambos hombres una mesita sostenía un par de tazas con café y té, respectivamente, y la caja de pañuelos que David había colocado allí nuevamente tras intentar contener su llanto.
—Escucha —dijo el analista después de un respetuoso silencio, tratando de mantenerse sereno para transmitir calma y seguridad—: creo que estos sueños recurrentes son producto del accidente de hace más de siete meses. Casi mueres en ese hospital por una sobredosis, ¿recuerdas?
David no dijo nada, tan solo se limitó a mirar con recelo hacia algunos rincones de la habitación.
—Tu adicción comenzó a agravarse hace casi un año por el fallecimiento de tu madre a causa del cáncer. Es obvio que todo eso ha causado estragos en tu cuerpo y también en tu mente. El proceso del duelo por el que estás pasando es muy largo y muy duro. Pero no será eterno…
»Yo estaré aquí acompañándote, y lo sabes, ¿verdad? —El otro asintió lacónicamente—. Pero hay algunas cosas que debemos discutir para lograr salir de ese abismo, como la veracidad o el significado de lo que ocurre en esos sueños. Creo que hay un sentido oculto, una especie de mensaje cruel que intentas transmitir y mostrarte durante tus horas de siesta. ¿Sigues durmiendo menos de cinco horas?
David asintió.
—Ya veo… Pienso que hay elementos en esas pesadillas que se mezclan entre lo que aconteció realmente, como el cuarto del hospital y los gritos de tu madre, que en realidad ocurrieron meses antes, en otra visita a la sala de emergencias después de una sobredosis, ¿recuerdas? Pero también hay ciertas cosas que no pueden sino ser elaboraciones de tu inconsciente…
»Tal vez se trate de tus miedos profundos manifestándose en estas sombras… Esas figuras que se ocultan por ahí y por allá, sujetándote e impidiéndote salvar a tu madre para evitar que ella muriera… Parece que son representaciones de una culpa cruel y despiadada que se alimenta de ti, de tu energía, del miedo tan inmenso que sientes. Como sanguijuelas. Son imágenes que se escapan de tus sueños, como alucinaciones, pero son solo eso —explicó con firmeza, mientras David lo miraba con desgano, triste, fatigado.
—Eso es lo que cree… —contestó exhausto, haciendo una pausa—. Pero…
La frase a medias quedó de pronto suspendida en el aire, y la mirada de David se perdió en algún lugar de la habitación.
—¿Qué ocurre?
—Esas explicaciones… Sus hipótesis, doctor… Cada palabra suya suena tan coherente al salir de su boca… Lo sé, lo sé porque es algo que hemos hablado en estas sesiones durante el último medio año, pero… en el fondo, muy en el fondo, sé que eso no es lo que me pasa… Quisiera creerle y pensar que, en verdad, el que no entiende las cosas soy yo —dijo, con los ojos llenos de lágrimas, empezando a llorar nuevamente—. Y que usted tiene la razón… Pero ese es el problema.
—¿A qué te refieres?
—La razón, doctor. El problema es la razón. Es demasiado frágil —indicó David, mientras dirigía de nuevo los ojos hacia su analista y observaba detrás él, hacia el muro del consultorio. Ahí, entre la fornitura de la sala, un grupo de siluetas oscuras y amorfas se apiñaban, retorciéndose unas contras otras como si fuesen un nido de insectos o ratas, con ojos oscuros que se clavaban sobre David, mostrando unas afiladas garras y unos dientes punzantes en forma de cuchillos.
David hizo todo lo posible por contener sus propias muecas de asco y terror. El miedo le carcomía las entrañas desde hacía meses, como si de verdad aquellas criaturas pudieran apoderarse de sus pensamientos para deformarlos y hacerle conocer el lado más oscuro de la realidad, de lo que él creía que era una especie de infierno interdimensional, un infierno perdido en algún sitio de otro universo, un abismo de donde las bestias habían escapado, fugándose por alguna especie de vértice a través de sus alucinaciones inducidas por drogas mezcladas con alcohol.
El analista hizo más anotaciones en su pequeña libreta de mano y trató de dar algunas palabras de consuelo:
—Quizá sea momento de volver a contactar a tu psiquiatra. Sabes que yo no puedo prescribir ningún medicamento, pero tal vez es hora de volver a probar con el Diazepam. La última vez te ayudó bastante bien. ¿Qué dices?
—Está bien —dijo David con una sonrisa fingida, concentrándose en su rostro para no mirar lo que se ocultaba al fondo del consultorio.
El otro le siguió indicando la importancia de continuar viéndose semana a semana, de no reemplazar las sesiones por los fármacos, sino de complementarlas. Al concluir y despedirse de él, David intentó parecer más repuesto de lo que en realidad se encontraba. Había hecho un esfuerzo exagerado, sentía que se hallaba al borde de una nueva crisis…
El analista lo notó aún nervioso, pero lo dejó ir tras recordarle que estaría atento a su teléfono por si necesitaba algo.
Al salir, David caminó por la acera tiritando de miedo, con las manos temblando y los ojos llenos de lágrimas. Las pocas personas con las que se cruzó rumbo a casa lo miraron con esa horrible mezcla de sorpresa y aberración que él siempre les notaba, tan común en quienes no saben cómo actuar frente al dolor ajeno. Y a su vez, David vio detrás de cada gente a esas siluetas oscuras y demoníacas, asomando por encima de sus hombros, apareciendo también en cada rincón de sus rostros, como si salieran de sus ojos; otras tantas, además, se arrastraban sobre las paredes de los edificios, como una plaga de gusanos gigantescos, aterradores, repugnantes.
Al llegar a su departamento, ubicado en el décimo piso, no encendió la luz. En cambio, David se acercó hacia la ventana, harto de todos los susurros y las risas espantosas, similares a las de las hienas. No se atrevió a echar un vistazo hacia atrás, sabía que se encontraría con visiones más terribles que cualquier pesadilla. Sabía que ellos estaban ahí, ocultos entre las esquinas de las habitaciones, mirándole, burlándose, arremetiendo contra su cordura con el simple hecho de dejarse ver solo por él y por nadie más.
Cuando llegó frente a la ventana, la abrió de par en par, se aproximó lo suficiente como para poder arrojarse al vacío y pensó en poner fin a su desgracia. Con los ojos llenos de un llanto amargo, apretó los párpados y sus músculos comenzaron a temblar. Imaginó lo aterrador, lo aniquilante que sería vivir con esas cosas siguiéndolo por siempre, pero pensó también en el posible alivio que vendría al dejar de escuchar sus voces guturales, sus gruñidos y siseos, o sus constantes insultos y devastadoras blasfemias.
Asomó medio torso hacia la calle y sintió el aliento de la ciudad, el aire caliente impregnado de humo y contaminación. Un soplo de viento le revolvió el cabello y, entonces, un miedo aún más grande le llegó súbitamente: «¿Y si cuando muera, en realidad, no me libero de ellas, sino que accedo a su dimensión, al infierno de donde ellos vienen?», pensó.
Un escalofrío le recorrió la columna vertebral como un relámpago hasta llegar a cada punto de su piel. Como si fuera una descarga eléctrica, sus manos sujetaron con fuerza a las jambas en el marco de la ventana: David se aferró a la vida una vez más, en un último intento, en un instante crucial para decidirse a continuar con la terapia y las dosis de ansiolíticos.
—No… no quiero morir todavía… —murmuró respirando profundamente nuevas bocanadas de aire—. Hijos de puta, no me van a llevar con ustedes…
En ese momento, una voz asquerosa, húmeda y perversa resonó en el oscuro vacío de su departamento, helándole la sangre: «No hay escape de nosotros…», escuchó pronunciar desde las penumbras.
Y entonces, uno de los demonios emergió de entre las sombras y asestó una mordida a su garganta, aferrándose a su cuerpo y enterrando sus garras sobre su espalda. David gruñó de agonía y levantó las manos, desesperado por tratar de quitárselo de encima. En ese instante, las demás criaturas se abalanzaron contra él, empujándolo por la ventana para precipitarlo hacia el abismo, mientras seguía gritando de terror…
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