escritor_entre_comillas Iván Baya

La casa de los Russel siempre ha sido objeto de habladurías en Pearlwood. Dicen que muchas personas han desaparecido en ella, inclusive los propios Russel. La investigación quedó sin resolverse, y se prefirió creer que todo era fruto de la paranoia colectiva. Matthew y sus amigos acuden a Pearlwood, pueblo natal de los padres de Samuel. Pretenden realizar un reportaje sobre el misterio que envuelve a la famosa casa del acantilado.


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El Mito de Pearlwood

Habían pasado tres días desde que llegamos a Pearlwood, el pueblo natal de los padres de Samuel. Erika, Fergus, Sam y yo habíamos venido a realizar un estudio, además de aprovechar para pasar una semana lejos de la rutina en un enclave privilegiado situado en la costa al noroeste de Helensburgh. Concretamente, Pearlwood se extendía por un acantilado, no demasiado elevado, lleno de fértiles tierras que daban su fama a este pequeño y carismático pueblo.

—¡Patata! —exclamó Erika a la vez que me sacaba una fotografía con su recién estrenada cámara.

—Creo que he salido con los ojos cerrados —dije, algo sorprendido.

—En cuanto las revelemos, Matt, verás cómo te hace justicia —añadió Fergus mientras me daba una enérgica palmada en el hombro—. Además, ¡tendremos el reportaje de aquellos que desmontaron el mito de Pearlwood! —prosiguió, haciendo una especie de gesto de titulares con ambas manos.

Nos preparábamos para salir en busca de Joanna, una vieja amiga de la familia de Sam, quien trabajaba en una de las tiendas de frutas y verduras del pueblo. Y ¿por qué ella? Pues porque era propietaria de una de las tierras más cercanas a la casa del acantilado, la conocida Casa de los Russel, en la actualidad, abandonada. Los Russel la habitaron durante pocos años, era una pareja joven y talentosa. La mujer era la única hija y heredera de un conocido empresario que falleció en un accidente de avión. Una de las inversiones de su padre fueron las tierras ubicadas frente a la casa, varias hectáreas donde ella gestionó el cultivo de todo tipo de árboles frutales y hortalizas. En cuanto a él, se trataba de John Russel, un músico y compositor que vio en Pearlwood el lugar perfecto para encontrar la inspiración. Ambos parecían haber acertado al encontrar la casa de sus sueños en lo alto del acantilado, con unas imponentes vistas al mar y a todo el pueblo; debían de sentirse los reyes de Pearlwood. Fue un sueño de pocos años en el que, un buen día, ambos desaparecieron sin dejar constancia alguna.

—Salimos ya, Joanna abrirá en breve su puesto del mercado —nos recordó Sam—. No queremos llamar la atención cuando aquello se llene de gente.

Salimos de la casa de Sam y caminamos calle arriba, en dirección a la emblemática casa de los Russel. Varios meses después de desaparecer sus propietarios, el ayuntamiento del pueblo asumió la explotación de sus tierras y las delegó entre algunos de los habitantes, con la intención de mantener la producción y los cuidados necesarios para poder continuar con la actividad principal de Pearlwood. Por el camino, pasamos por una de las plazas del centro del pueblo, adornada por una fuente con la forma de un agricultor regando arbustos a su alrededor. En la plaza, algunos niños ya habían salido a jugar con sus pelotas y bicicletas, mientras que algunas personas mayores se asomaban por las ventanas para vernos pasar, como si nuestra presencia allí les perturbara o fuese lo más extraordinario que hubieran visto en años.

—Erika, ¿recuerdas cuando subimos aquella montaña para hacer el reportaje de los cambios de estación? —preguntó Fergus—. Creo que si hubiera elegido a otra compañera, ahora mismo no estaría aquí con todos vosotros.

—No le hagas la pelota a Erika —añadí—, ella sabe a la perfección que no la elegiste por su don.

—Bueno, no diréis que no hacemos buena pareja —prosiguió Fergus, tendiendo su brazo sobre Erika.

—Ni en tus mejores sueños, Fergusson —contestó Erika, echándose a un lado—. Me haría monja antes que levantarme por las mañanas y tener que verte todos los días.

—¿Y en un convento mixto? ¿Existen, no? —continuó Fergus.

—¡No! —le respondimos todos con un grito al unísono.

Erika y Fergus fueron compañeros en la facultad de periodismo. Ambos se graduaron hace un par de años, Erika tuvo una trayectoria impoluta, aunque Fergus no pareció mostrar interés alguno en los inicios de sus estudios universitarios. Fue gracias a ella no solo que consiguiera acabarlos, sino también que realizaran uno de los trabajos que les abriría las puertas a The Scotsman, uno de los periódicos más importantes del país.

Por otro lado, estamos Samuel y yo. Nos conocemos desde hace muchos años, aunque no somos compañeros de nada, solo amigos de vernos en la calle. Sam era el hijo único de unos médicos, así que era de esperar que él también lo fuera, pero con los ingresos de sus padres nunca tuvo que esforzarse para conseguir las cosas; por eso, a día de hoy no tiene muy claro hacia dónde dirigir su futuro. Yo, en cambio, terminé mis estudios en la universidad de Glasgow, donde me especialicé en ciencias de la información. Fue en un seminario donde conocí a Erika y a Fergus, y de eso han pasado ya tres años, ¡como si hubieran sido tres semanas!

—¡Sam! ¡Aquí estás! —gritó Joanna al verle—. Pero ¡qué cambiado estás!

—¡Y qué bien te veo yo a ti, a tus cincuenta y… tantos años! —contestó Sam, dándose la vuelta para mirarnos—. Joanna, te presento a Matthew, a Fergusson y a Erika, mis compañeros de aventuras.

—¿Así que aventurero, eh? Creo que siempre tuviste demasiado tiempo libre —respondió Joanna, entre risas—. Encantada, chicos. Mi nombre es Joanna. Ya me contó Sam por teléfono que vendríais a entrevistarme por lo de las tierras de los Russel.

Sam volvió a girarse, como sintiéndose delatado, pues nadie esperaba que Joanna pensara que íbamos a entrevistarla acerca de la casa. Tal vez debió insinuarle algo al respecto, o tal vez fuera parte de su plan.

Mientras Sam y Joanna charlaban, Fergus y yo nos preparábamos para la entrevista. Entretanto, Erika aprovechó para sacar una fotografía de Joanna junto a Sam.

La entrevista comenzó pareciendo un extenso estudio sobre horticultura, entrando en detalles que solo alguien que supiera cómo mimar los cultivos sería capaz de entender. Joanna contó que la señorita Russel había invertido mucho dinero en la preparación de los suelos a un nivel que el resto del pueblo no podía permitirse. También contó que el pueblo no pudo dejar pasar una oportunidad así y dejar la explotación en manos de nadie; de modo que recontrataron al personal con los fondos comunes del pueblo y cercaron la casa para evitar que los lugareños o los visitantes pudieran adentrarse en ella o causar problemas. Así, fue posible continuar trabajando las tierras. Por último, y sin insinuarle nada, Joanna terminó hablándonos acerca de las desapariciones que habían tenido lugar en esa casa a lo largo de los años. Todos los casos tenían en común una única cosa: los desaparecidos eran forasteros. Parecía más una leyenda urbana de pueblo que una historia real, pues algunos de los casos ni siquiera fueron archivados por la propia policía de Pearlwood. Se salvan pocos titulares, junto al de los Russel, así que la atención del país sobre la casa casi formaba parte de la rumorología local. Según Joanna, se cree que el joven señor Russel pudo enloquecer debido a una crisis de inspiración y acabar con la vida de su esposa para, después, precipitarse por el acantilado. Nunca hallaron los cuerpos, al igual que tampoco hubo rastro de las últimas personas desaparecidas dentro de la casa. La mayoría de los casos parecían meras habladurías, pero, por alguna razón, ningún lugareño se atrevía a aventurarse en su interior y hablaban de la casa con respeto. Nadie parecía hacer nada al respecto, daba la sensación de tratarse de una mala fama necesaria, un atractivo siniestro que atribuía personalidad al pueblo.

—Así que ni se os ocurra acercaros, que veo a Sam con ganas de aventuras —concluyó Joanna refiriéndose a un Sam que se mostraba nervioso y apresurado.

—Vale, podemos cortar eso último —dije mientras paraba la grabadora—. Muchas gracias, Joanna, nos será de gran ayuda para nuestro trabajo sobre Pearlwood.

Sam continuó poniéndose al día con Joanna, quien le trataba con un cariño especial. Mientras Fergus y yo recogíamos nuestras cosas, Erika se dirigía al cerco que separaba las tierras de la casa con la intención de verla más de cerca.

Nos despedimos de Joanna y nos dispusimos a regresar a la casa de Sam. A medida que nos alejábamos, me giraba para mirar una y otra vez aquella imponente casa, con su porche ennegrecido lleno de enredaderas secas, con algunas de sus ventanas rotas y la fachada algo maltrecha, aunque sin parecer una casa en ruinas. No podía dejar de pensar en por qué alguien podría inventar este tipo de historias… ¿Acaso querían ocultar algo? Estaba claro que algo extraño sucedía, y cada vez tenía mayor sensación de estar metiéndonos en algún asunto turbio.

Amaneció el día de la incursión a la casa de los Russel. Grabadora, pilas, cintas, carretes de fotografía y un cuaderno en el que tomar notas; todo estaba listo para partir. Por el camino, Fergus bostezaba y miraba hacia las ventanas de las casas, en las que a veces se veían los rostros de las personas observándonos una mañana más. Caminamos hasta salir de la calzada transitable, hacia un camino de tierra y lleno de pequeños arbustos. No crecía mucha hierba por donde andábamos, así que lo más probable es que fuera una ruta conocida hasta la casa del acantilado. La hora de la verdad se acercaba, al igual que la silueta de la casa. Andamos por un estrecho paso que, a pocos metros, ofrecía una caída libre hacia las rocas del fondo del acantilado. Sam nos advertía sobre lo que íbamos a ir encontrando según avanzábamos. Erika, maravillada por las increíbles vistas del mar, aprovechaba para tomar fotografías en una travesía que no hacía más que dibujar sonrisas y caras de asombro en nuestros rostros. Pero, muy pronto, aquellas sonrisas se fueron atenuando a medida que nos aproximábamos a la casa, en cuyo lateral, la fachada tenía un gran boquete por el que la luz parecía consumirse.

—Y hasta aquí, es lo máximo que me he acercado a esta casa —confesó Sam con un tono serio, deteniendo sus pasos.

—Vamos, chicos, es de día y las ventanas de la casa no tienen cortinas. No puede estar tan oscuro dentro —intenté transmitir un poco de valor.

—Voy justo detrás de ti —me dijo Erika.

Sin pensarlo demasiado, entré por la grieta. Detrás de mí, Erika y el resto. Parecía un pasillo que rodeaba la parte exterior del sótano de la casa, con un suelo de madera que crujía quejándose de nuestros pasos, y que acumulaba tierra y suciedad de al menos dos décadas. Al girar la esquina, pudimos ver la luz que entraba a través de algunas grietas del final del pasillo, y que iluminaba parte del recorrido. Podían verse piedras y algunas botellas rotas, lo que sugería actividad humana. Tal vez fuera el escondite perfecto para que unos jóvenes atrevidos se divirtieran a escondidas, o tal vez hubiera sido o era el hogar de algún indigente. La morbosidad estaba servida.

Nos detuvimos unos segundos, tratando de oír cualquier sonido rebotar entre las paredes de aquellos pasillos, que parecían más una especie de laberinto, pero no escuchamos más que el romper de las olas en el acantilado.

Continuamos hasta llegar a la siguiente esquina donde, al girar, unas escaleras que subían nos daban la bienvenida al primer piso. Una vez arriba, los pasillos seguían, aunque había puertas en la pared que dejábamos a nuestra izquierda. Para haber sido la casa de una pareja joven, el decorado era demasiado austero, aquello no tenía encanto alguno: papel pintado liso y ni un solo adorno, tan solo algunos apliques a lo largo de los pasillos. La luz se colaba por algunas ventanas mientras seguíamos recorriendo la casa como si andáramos en círculos, ignorando las habitaciones, y tratando de alcanzar las esquinas de la misma cuanto antes. En el primer giro, a mitad del pasillo y a nuestra derecha, encontramos lo que parecía ser la puerta de la entrada. Desde las ventanas podía verse el cercado que separaba la casa de las tierras de cultivo. Un par de giros después, encontramos una nueva escalera que subía.

—¿Seguimos o queréis que abramos alguna puerta? —pregunté al grupo.

—Sigue, Matt, veamos qué hay en la siguiente planta —contestó Sam.

Subimos la escalera y llegamos a un nuevo pasillo, aunque esta vez pudimos ver una puerta abierta, en la pared de la derecha, por la que entraba mucha luz del exterior. No pudimos evitar entrar de manera directa. Dentro, una habitación se extendía con un pequeño sofá, una mesa de comedor, aparadores y una entrada a lo que parecía una habitación contigua. Al fondo, un ventanal que miraba hacia el mar te daba una cálida bienvenida.

—¿Quién anda ahí? —Se oyó de repente la voz de un hombre joven.

Mi corazón se paró por un instante, sin saber qué responder con exactitud a tan sencilla cuestión, pero no hizo falta, porque un joven, algo desaliñado, apareció desde la habitación contigua.

—Vaya, hacía tiempo que no tenía visitas —dijo el joven, sorprendido de vernos.

—¿Quién eres tú? —Sam se expresó con un tono de desconfianza.

—Bueno, eso mismo podría preguntaros yo —contestó el joven mientras se dirigía al sofá que teníamos a tan solo metro y medio—. Mi nombre es Thomas Reid, Tom a secas… ¿Y vosotros sois? ¿También habéis venido a quedaros? —preguntó mientras se acomodaba en el sofá—. Es una casa grande y muchos vienen con esa intención, pero, esta, es mi alcoba personal.

—En… Encantado, Tom —arranqué a hablar—. Mi nombre es Matthew, y estos son mis amigos: Erika, Fergusson y Samuel.

Todos me miraban estupefactos, nos sorprendió mucho la presencia de Tom.

—Hemos venido para intentar desmontar un mito que corre sobre las desapariciones que tienen lugar en esta casa —dijo Fergus—. Lo que no esperábamos es encontrar a alguien tan… normal aquí dentro.

—¿Y qué esperabais encontrar? ¿A los Russel? —respondió y se rio—. Solo tenéis que asomaros a ese ventanal para comprender por qué alguien querría desaparecer en un sitio como este.

Mientras hablaban, quise acercarme al ventanal, pero, al llegar a la puerta que comunicaba con otra habitación, no pude evitar fijarme en lo que parecía un piano cubierto por una sábana y una batería cubierta por mucho polvo. Entré en la habitación para ver aquellos instrumentos más de cerca.

—Pero, ¿por qué se habla tanto de las desapariciones de esta casa? ¿Qué es lo que hay en el resto de habitaciones? —se oyó a Erika preguntar a Tom.

—No lo sé, yo mismo he probado a abrir algunas puertas, pero están como atrancadas —contaba Tom—. Aunque, personalmente, me conformo con esta habitación, aquí paso la mayor parte del día cuando quiero desconectar.

Regresé donde estaban todos, Tom encendió un cigarrillo y continuó hablando.

—Se dice que nunca debes entrar solo en esta casa, o que no dejes solo a nadie mientras estés dentro de ella, pero miradme a mí —dijo mientras palpaba su vientre—, ¡aquí estoy yo! Soy un espíritu libre.

Erika y el resto susurraron algo entre ellos y yo me acerqué.

—¿Te importa si exploramos el resto de la casa? —Nuestra amiga pedía permiso, como si la casa fuera de aquel joven.

Tom respondió con un gesto, como invitándonos a seguir investigando, así que todos salimos de la habitación. Erika tomó la iniciativa de volver escalera abajo y nosotros fuimos tras sus pasos. Se detuvo en la entrada de la casa y abrió las puertas. Una vez fuera, bajó el porche, se aproximó al cercado y se giró para mirarnos.

—Esto parece en una casa de okupas, chicos. Sea lo que sea, este lugar no tiene nada de especial —dijo Erika algo decepcionada, como si estuviera molesta.

—¡¿Qué hacéis ahí dentro?! —se oyó a una mujer exclamar a lo lejos.

Era Joanna, quien se aproximaba a paso apresurado desde el otro lado del cerco.

—Os dije que no os acercarais a la casa, ahí han pasado cosas muy raras y no creo que sea buena idea que andéis por ahí —nos reprendía Joanna, nerviosa y preocupada.

—No pasa nada, Joanna. Vinimos a continuar nuestra investigación, pero parece que esta casa es ahora de unos okupas. —argumentó Erika, volviéndose hacia la casa.

—¿Okupas? —El tono de Joanna delataba confusión.

—Sí, hemos estado dentro y nos hemos encontrado a un tal Tom —dijo Fergus.

—¿Tom? Eso es imposible… ¿Thomas Reid? —Joanna parecía no dar crédito a nuestro testimonio.

—El mismo, ¿le conoces? —pregunté.

—Matt, Sam… Thomas Reid desapareció hace casi un año. La policía nunca logró encontrarle —relataba, Joanna, asustada—. No creo que sea buena idea que entréis ahí de nuevo. Dad la vuelta y venid a este lado del cercado cuanto antes, Sam.

—Pues no debió gustarle la idea de que lo encontrasen, porque ahí mismo se encuentra el señor bohemio, sentado en un sofá y relajándose con el sonido del romper de las olas. —Fergus se giró para volver junto a Erika.

—Vamos a volver adentro e intentaremos convencerle para que salga, quizá se trate de un malentendido —dijo Sam.

—No, Sam, no entréis. Salid y llamemos a la policía para que ellos se encarguen —advirtió Joanna—. ¡Vuestros amigos vuelven adentro! —elevó el tono de voz al ver que Erika y Fergus regresaban a la casa.

—¡Erika! ¡Fergus! ¡Esperadnos! —les grité.

Pero ellos iban decididos en busca de Tom. Sam y yo corrimos hacia la entrada, tratando de alcanzarlos, cuando sonó un fuerte ruido. Al entrar, vimos a Erika en el suelo. La madera se había roto bajo los pies de Erika, su pierna había quedado atrapada y su rodilla sangraba.

—¡No te muevas! —gritó Fergus.

—Erika, ¿estás bien? —Me agaché algo tembloroso por los nervios.

—¿Tú qué crees? Duele… —Erika acompañanó sus palabras con gestos de dolor.

—Tom… —me dije a mí mismo, en voz alta—. Voy a por Tom, tal vez pueda ayudarnos —añadí, antes de salir escopetado a la planta superior.

—Matt, voy contigo —exclamó Sam.

Sam y yo corrimos escalera arriba para dirigirnos a la habitación donde se encontraba Tom.

—¡Tom! Necesitamos… —Me interrumpí a mí mismo, quedándome en silencio—. ¿Tom?

—No está aquí —concluyó Sam tras mirar en la habitación contigua.

—No importa, busquemos algo que pueda servirnos —zanjé de forma apresurada mientras rebuscaba entre cajones y vasijas cualquier cosa que nos permitiera socorrer a Erika.

—¡Fergus! —se oyó el grito de Erika en la lejanía.

—¡Erika! —pareció responderle él—. ¡Erika! ¡¿Dónde estás?! ¡Erika!

Sam me miró asustado y salió corriendo en auxilio de nuestros amigos.

—¡Sam, espera! ¡No vayas solo! —grité, tratando de evitar que nos separásemos—. ¡Sam!

Dejé caer los trastos que tenía en las manos y salí corriendo tras Sam.

—¡Sam! ¡Espérame! —grité mientras trataba de alcanzarle, escalera abajo—. ¡Sam!

—¡Matt! ¡Vamos, estoy aquí! ¡Erika y Fergus no están! —Oí a Sam, cada vez más lejos.

Cuando giré la esquina del pasillo, encontré el agujero donde Erika quedó atrapada, sin embargo, no había nadie allí. Intenté salir por la puerta de la entrada, pero la manilla no respondía. La golpeé, la embestí, pero no logré abrirla ni moverla un ápice.

—¡Sam! ¡Fergus! ¡Erika! —les llamaba a gritos.

Pero no recibí respuesta alguna, así que me detuve, en silencio, tratando de oír cualquier mínimo sonido. Sin embargo, el ruido de mi respiración agitada en mitad de aquel silencio hacía que la situación fuera aún más desquiciante. Desesperado, eché a correr con la intención de salir por la grieta que usamos como entrada. Bajé las escaleras tan rápido como pude. Al girar la esquina, me paré en seco al ver a una pálida mujer frente a mí. No tuve tiempo a reaccionar cuando, de repente, comenzó a desplazarse hacia mí a gran velocidad, con la mirada fría, vacía, y sin mover ni un milímetro de su cuerpo. Una vez la tuve a un palmo de distancia, reaccioné colocando brazos con la intención de protegerme, pero sentí un fuerte dolor en el pecho. Cerré los ojos y me llevé una mano al corazón. Al abrirlos, todo estaba negro, como si me hubiera sumergido en la oscuridad más absoluta. En mis pensamientos, el eco de las voces de mis amigos se desvanecían. Enseguida sentí un gran cansancio que me arrastró, sin poder evitarlo, hasta un profundo sueño.

13 de Abril de 2023 a las 16:49 2 Reporte Insertar Seguir historia
4
Fin

Conoce al autor

Iván Baya «Escritor» entre muchas cosas. Escribo fantasía, aventuras y thriller. © 2023 Iván Baya www.escritorentrecomillas.com

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PP Paloma Prieto
Me ha encantado este relato!! Asi que gracias a este escrito te dejaste caer por el instagram???? Es como conocer una parte importante de tu historia como escritor sin comillas 💖
April 26, 2023, 08:35

  • Iván Baya Iván Baya
    Correcto, "El Mito de Pearlwood" fue la excusa de las excusas, y por excusas me refiero a esas comillas de las que nunca podré deshacerme. ¿Soy escritor? Tal vez, pero siempre con comillas :). ¡Infinitas gracias por tus palabras y tu apoyo! May 29, 2023, 14:22
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