Cuando miro mis pies, a los gastados botines, puedo ver mis morados y fríos dedos, los cuales ya no logran moverse entre el surcado cuero del calzado. El camino a casa siempre se me hace de lo más desolado. Entonces me miro las manos: rojas, pero casi inertes. Sé que las convulsiones de mi cuerpo a penas sirven, y que mientras más camino mejor se vuele el destino.
— ¿Sabes? Me he dado cuenta de que todo lo malo puede ser peor... tanto como todo lo bueno puede ser mejor—digo a nadie en específico, solamente por el placer de saber que aún puedo escuchar mi fúnebre voz.
Cuando llego a casa hay dos niños esperando para recibirme. Orgullosamente, noto que sus ropas son mucho mejores que las mías.
— ¿Quieres un café, papá?—me dice uno de los pequeños, sacudiendo un diminuto y largo sobre de color negro a penas me escucha llegar. Sus mejillas están rosadas y perfectamente regordetas, incluso las margaritas de sus mejillas se acentúan al sonreír.
— Por favor, hijo—le digo cansado, pero feliz. Muy feliz.
Es así cómo me doy cuenta de que el camino a casa vale cada paso por esa taza de café.
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