motitas_purpuras Motitas Purpuras

Taehyung cree haber tomado la decisión correcta. Entregarse a Valentino en pos de darle a Namjoon y a los Gabbana una oportunidad de identificar al peor de sus enemigos, aquel que amenaza todo su mundo. Pero no están dispuestos a que asuma toda la carga. Se enfrentarán a todas las consecuencias que se interpongan, aunque les cueste la propia vida. Se ha acabado el tiempo. Todas las piezas están en el tablero. La ciudad se sumirá en el caos y en el escenario de una venganza encarnizada. Y nadie podrá escapar de ella.


Fanfiction Bandas/Cantantes Sólo para mayores de 18.

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Capítulo 1

Mi padre siempre decía que un hombre no debía llorar, siquiera cuando la vida asfixiaba. La primera vez que se lo oí mencionar apenas tenía cuatro años. Fue durante el funeral de mi abuela, su adorable madre.


Observaba su féretro con una entereza insoportable. Hombros rectos, mentón en alto, brazos pegados al torso y ojos perdidos en un reservado rincón de su mente. Junto a él, su esposa, resistiendo el embate de las lágrimas, y mis hermanos, quienes lloraban sin ningún remordimiento y no fueron reprendidos por ello.


Mi hermana Bianca me dijo que papá sufría, pero que era un hombre demasiado orgulloso como para mostrarlo. Y entonces pensé que quizá le haría feliz ver lo mucho que me parecía a él.


Serio, estricto y riguroso. Tal vez seductor y enigmático.


Pero a Leonardo Materazzi no se le engañaba con facilidad. Y mamá estaba demasiado pendiente de su papel como esposa para aconsejarme cómo debía ser o qué se esperaba de mí.


Me tocó el papel del hijo inesperado, el menor de cuatro hermanos. La excusa para recomponer un matrimonio que funcionaba de un modo intermitente.

Para mis hermanos fui el juguete. Tardes y tardes de diversión, a veces desmedida. Pero diversión, al fin y al cabo.


Para Bianca, la primogénita, fui el protagonista. El niño al que abrazar cada noche para protegerlo de las bestias que habitaban bajo mi cama.

Tuve una buena infancia, fui muy feliz, pero quizá observé demasiado los detalles y estos me enseñaron muy pronto todas las mentiras que podía ocultar una sonrisa. La mafia siempre formó parte del aire que respirábamos.


Sí, papá era un buen hombre, a pesar de no ser tan buen padre o esposo. Y mamá fue una buena mujer, aunque no tan buena madre.

Noté esas carencias cuando Bianca se fue a la universidad. Medicina forense y Berlín fueron mis grandes enemigos de entonces. Calendarios enormes en la pared, señalando con un círculo rojo el día en que esa extraordinaria mujer regresaba a casa.


Las noches previas apenas podía conciliar el sueño, y no fue diferente aquel mes de junio.

En cuanto amaneció, bajé a desayunar para ahorrarme una reprimenda de nuestra ama de llaves, Dianora.


«Es guapo como un demonio, pero su escualidez me creará mala fama», solía decir. Una sonrisa bastaba para enternecerla.


Comí a toda prisa, incluso más de lo que podía tolerar. Después, subí a mi habitación y me vestí con mis mejores galas sin dejar de observar por la ventana cada coche que pasaba.

No era el único emocionado. Ricciardo y Enzo se levantaron inspirados ese día. Tanto que decidieron gastarme una de las tantas bromas que solíamos hacernos.

Me llamaron a gritos desde el vestíbulo. La residencia Materazzi era una casa enorme, de escaleras de mármol y paredes tan altas como las de una iglesia, así que los alaridos me llegaron con eco.


—¡Bianca está aquí! —clamó Ricciardo.


—¡Corre, Namu! —le secundó Enzo.


Esos dos juntos eran un peligro para la sociedad. Y odiaba que me llamaran Namu. Sonaba demasiado pretencioso. Sin embargo, por esa vez me dio igual.


Bajé como un loco. Tanto que las piernas se me antojaron mucho más cortas de lo que eran a mis diez años. Pero esas dichosas escaleras no serían las protagonistas, sino sus parientes de la entrada principal.

Mis hermanos solo buscaban descojonarse con mi cara de estúpido al descubrir que Bianca no había llegado. Pero resultó que apareció a tiempo de ver mi estrepitosa caída.


No lloré. Papá decía que un hombre no debía hacerlo. Y engullí las lágrimas porque prefería disfrutar de la maravillosa figura de mi hermana corriendo hacia mí.

No había rastro de sus largas trenzas rubias ni del carmín rojo que solía utilizar. Los diecinueve años la habían convertido en toda una mujer, enfundada en unos vaqueros ceñidos y una bonita camisa de tirantes, que portaba un bolso en una mano y jugaba con las llaves de su coche en la otra.


Odié más que nunca Berlín. Porque aquella era mi hermana, pero había cambiado y desconocía cuánto.

«¿Me abrazará si tengo miedo?», pensé.


—¡Re joon! —exclamó al tiempo que se arrodillaba para abrazarme.


Sí, ella también empleaba un apodo para referirse a mí y, aunque me fastidiaba que me comparase con un rey, no me importaba que ella lo creyera. Sería uno fuerte y valiente, que protegería a su hermana de cualquier peligro.


—¿Está bien? —preguntó preocupado Ricciardo. Se tomaba muy en serio eso de ser el mayor en ausencia de Bianca.


—Pequeños monstruos, ¿qué le han hecho? —dijo ella al ver los arañazos.


—Solo queríamos gastarle una broma —intervino Enzo, bastante más acongojado de lo que merecía la situación.


Era el más sensible de los cuatro y también el más creativo. Solía leernos las historias que escribía. Con quince años ya tenía claro que sería escritor, por mucho que a mi padre le fastidiara.


—Casi se parte la cabeza. No tiene remedio.


Les miré presuntuoso y los cuatro nos echamos a reír. Dios, cuánto nos divertíamos juntos.


—¿Dónde están tus trenzas? —protesté después del abrazo grupal—. No me gusta ese peinado.


—Yo también te he echado de menos.


—Y has engordado. ¿Por qué? —se quejó Ricciardo.


—Tienes el don de la cortesía. Anda, vamos. Te curaremos eso antes de que mamá empiece a chillarme.


—¿Por qué iba a chillarte? —inquirió Enzo.


—Ahora lo sabrán.


Un rato más tarde, mis hermanos, mis rodillas y yo espiábamos por los ventanales del jardín el enfrentamiento que estaba teniendo lugar en la cocina. Bianca estaba en lo cierto. Mamá no dejaba de chillar.


—¡Es una locura! ¡Ni siquiera estás casada! Además, ¿quién es ese Dani?


—Se llama Dennis, mamá, y deja de hablar como si estuviéramos en el siglo pasado. ¿Qué tiene de malo?


—¡Leonardo, ¿estás escuchándola?!


—Prefiero ignorar las estupideces. —La robusta voz de mi padre le dio seriedad al asunto—. Hablaré con el doctor.


—No voy a abortar, papá —se quejó mi hermana y yo enseguida miré a Ricciardo a la espera de una explicación.


—Bianca va a tener a un bebé —me susurró con paciencia, robándome el aliento.


—Por supuesto que lo harás. Ese niño es un error.


—¿Lo fue también el tuyo?


Mi hermana dio un portazo y salió al jardín. La vi tomar asiento en las escaleras y enterrar la cara entre las manos con mucha exasperación. Me acerqué a ella con sigilo.


—¡Ey, pequeño! —exclamó forzándose a cambiar el gesto. Me cobijé entre sus piernas—. No creces ni a tiros, re.


Pero yo solo podía pensar que estaba apoyado en el vientre de mi hermana y que allí dentro crecía un niño que quizá me alejaría de aquella mujer.


—Si tienes un bebé, ¿podré seguir viéndote?


No quise disimular el miedo. Esa vez los consejos de mi padre me parecieron una equivocación.


—Pero ¿qué dices? —Me abrazó—. ¡Claro qué sí! Tú eres y siempre serás mi favorito. No lo olvides nunca.


—Ese Dennis nunca te querrá como te quiero yo —le susurré al oído, apretándome fuerte contra ella.


El enfrentamiento no pareció transcender durante la cena. De hecho, casi pareció que no había ocurrido nada y pude bajar la guardia cuando nos dimos las buenas noches.


A la mañana siguiente, teníamos previsto partir a Roma. Visitaríamos a los Gabbana y los Carusso, jugaría hasta la madrugada con Diego y Valerio. Cuidaría de Jungkook y Mauro, conocería al recién nacido Taehyung. Escucharía a Fabio filosofar sobre cualquiera de mis preguntas y los eternos debates entre Silvano y Domenico. Y después partiríamos todos juntos a Cerdeña, donde el verano conseguiría parar el tiempo.


Pero nada de aquello sucedió.

La madera ardía pronto.

Aquel asfixiante calor me despertó en mitad de la madrugada. Me hirvieron las plantas de los pies en cuanto salí de la cama. Por el filo de la puerta se colaba un humo blanquecino que me aterrorizó. Jamás había tenido una pesadilla tan realista.


«En las pesadillas nadie puede morir», me dije antes de lanzarme a la puerta. Tenía que proteger a mi familia, tenía que proteger al bebé de mi hermana.

Salí despedido hacia atrás al abrir. Un destello anaranjado invadió mi habitación. Esta pronto empezó a llenarse de llamas enormes. Era imposible huir de allí.


«En las pesadillas nadie puede morir».


—¡Namjoon! —Un grito—. ¡Namjoon, cariño!


—¡Bianca! —Eché a correr.


Me importaron un carajo las consecuencias. Despertaría y todo estaría bien. Aquellas quemaduras no eran reales, por mucho que dolieran. Tenía que llegar hasta mi hermana. Me necesitaba.

La necesitaba.


Me lancé a sus brazos al tiempo que sonaba el escalofriante rumor de unos alaridos. Tuve tanto miedo que enterré la cara en el hombro de Bianca, como si con aquel gesto fuera conseguir que todo parara.


Más gritos. Horribles. Dolorosos. Agónicos.

«En las pesadillas nadie puede morir, ¿verdad?».


Mi hermana me cogió en brazos. Jadeaba enajenada. El fuego crecía a nuestro alrededor. Los cimientos de la casa se tambaleaban. Y de pronto un nuevo estallido. Algo se desprendió del techo y estuvo cerca de alcanzarnos.

Entonces, la miré a los ojos. Su rostro… Su hermoso rostro estaba herido. Resaltaban unas magulladuras supurantes en sus mejillas.


—Bianca… —sollocé.


—Tranquilo, cariño. No es nada. Solo es una pesadilla.


Las escaleras no eran una opción. Las llamas ya habían alcanzado el vestíbulo de la planta.


—Mientes… No lo es…


Me sentó en el alféizar de una de las ventanas del pasillo. Trató de contener un gemido de dolor, pero no lo consiguió.

Y el fuego crecía, había empezado a engullirle las piernas.

Quemaba su piel. Me cegaban.


—En cuanto saltes, despertarás… —gimió.


—No…


—¿Cuándo te he mentido?


—¡Ahora! —me aferré a ella con más fuerza.


—Namjoon…


—¡¡¡No, no, no!!!


—Tienes que ser un rey valiente. Mi rey, ¿recuerdas? — Capturó mi rostro entre sus manos y apoyó sus labios en mi frente. Tras ella, todo se desmoronaba—. Despertarás y yo volveré para abrazarte cada noche.


Probablemente, hablaba en serio. Pero aquella fue la última vez que la vi. Me llevé su última sonrisa antes de caer al vacío más doloroso.

Desperté tres días después.

Fabio Gabbana dormitaba a mi lado. Mi mano derecha había desaparecido bajo la suya. Se incorporó de súbito. Pero no dijo nada. Tan solo apretó mis dedos y soportó mi silencio las horas posteriores.


No pregunté sobre mi familia ni por qué podía ver parte del Coliseo desde la ventana de aquella habitación de hospital. No quería saber nada sobre la realidad ni mucho menos sobre lo solo que me había quedado.


Sin embargo, no lo estaba.

Nunca lo estuve.

Mi padre siempre decía que un hombre no debía llorar.


Pero Fabio no opinaba lo mismo. Y perdí la noción del tiempo que estuve llorando en su hombro. De las interminables noches en las que me desperté entre gritos de puro terror, rememorando las llamas y la última sonrisa de mi hermana. De los días en que mi voz no era más que un recuerdo.


Y desviaba la cabeza y allí estaban, todos ellos. Tendiendo su mano sin esperar que fuera aceptada, soportando mi silencioso infierno, intentando embellecerlo. Siquiera me di cuenta del modo en que mi vida quedó ligada a ese edificio. El amor incondicional que me entregaron los Gabbana me trajo de vuelta.

A pesar de las pesadillas.


—Dijo que volvería para abrazarme cada noche, pero ya no puedo verla, Silvano.


Fue lo primero que mencioné tras meses de silencio. Era la víspera de Nochebuena y Silvano entró en mi habitación como casi cada noche, tomó asiento en el filo de mi cama, apoyó la mano en mi espalda y logró por enésima vez que los espasmos cesaran.


Esa noche en concreto evitó asombrarse con el sonido de mi voz y dejó que mi cabeza terminara apoyada en su regazo, a la espera de ser acariciada.


—Eso no quiere decir que no esté contigo —comentó.


—¿Dónde?


—Aquí, mi pequeño. —Señaló mi corazón—. En el mejor lugar que existe. Ahí dentro nunca sabrá lo que es el dolor.


Lloré de nuevo y él me dejó hacerlo mientras sus dedos continuaban trazando líneas en mi espalda.


—¿Te quedarás conmigo? —le rogué.


—Siempre, hijo mío. Incluso cuando no me necesites.


—Yo siempre te necesitaré, Silvano.


Fabio fue mi referente y guía. Mi querido consejero. Pero Silvano fue el padre que siempre había necesitado.


—Ahora levanta la cabeza, yergue hombros, observa desafiante. Sé Namjoon Materazzi y di conmigo que los Gabbana, tu familia, nunca perderán Roma. Nunca.


—Nunca perderemos Roma.


Porque ya no era aquel niño de diez años que cerca estuvo de morir entre las llamas junto a sus padres y hermanos. No, ya no era ese crío débil y triste que se creía solo en el mundo.


Los Gabbana eran mi familia. Eran quienes me habían hecho aceptar el dolor y borrar la culpa que me causara volver a sonreír. Y Taehyung, mi querido rey. Podía arrepentirme de muchas cosas, pero jamás del amor que me despertaba cada uno de ellos.


Era Namjoon Materazzi.

Un auténtico Gabbana.


Y abandoné aquel panteón sabiendo que Fabio estaba orgulloso de mí y que Bianca permanecía justo a mi lado, aunque no pudiera verla.

Ahora lo sabía, y sentí orgullo al capturar el rostro de Taehyung entre mis manos. Su preciosa cara, llena de dudas y confianza. El pequeño doncel que había dado forma a todas mis pretensiones, el mismo capaz de acelerar mi corazón y devolverme un sentimiento que creí perdido entre las llamas.

Mi pequeño hermano.


—Le dije a Valentino que respondería y que él perdería. — Fui gélido y contundente. No quería que hubiera espacio para la incertidumbre—. ¿Cómo iba yo a dejar que te entregues a él, ah? No merecería ser tu hermano.


Tembló, quizá porque comprendió que sería más cruel que nunca. Aquel Namjoon no tenía miedo de sus límites.


—No hay tiempo para preguntar. Solo diré que pienso seguirte adónde sea que vayas.


—No imaginas cuánto merece la pena —sonreí más orgulloso de el de lo que había estado nunca—. ¿Listo?


—Eso creo.


Pero no lo dejaría salir de aquella sala hasta haberle dado algo a lo que aferrarse.


—Evita observar las sombras. Jungkook caminará contigo — susurré y un instante después lo vi desaparecer por el pasillo.


Era la hora de recorrer el sendero final.


—¿Creías que algún día llegaría este momento? —inquirió Thiago acercándose a mí.


—Había olvidado que sí —me sinceré y él apoyó una mano sobre mi hombro.


—Yo nunca lo olvidé.


—Siempre fuiste el más optimista de los dos.


—Y no me he equivocado, ¿cierto?


Nos miramos con fijeza. Él, sereno. Yo, osado. Mi compañero no preguntaría. No era necesario, sabía bien en qué estaba pensando. Había compartido conmigo cada uno de mis pasos, conocía a la perfección todo de mí, incluso aquellas partes que tanto miedo me causaban.


Había visto con sus propios ojos la clase de salvaje que se escondía bajo mi fachada de hombre indulgente. Así que ahora, a pesar de los imprevistos que pudieran surgir, Thiago entendía que mi templanza sería feroz. Porque había demasiada sangre que derramar.


Y no quería perderme ni una gota.

Nos tentó sonreír. Demasiado. Probablemente hubiera sido un acto un tanto prematuro. Pero así era la mafia.


«Soy yo, esa parte que habita en las entrañas. Que roba la razón, que corrompe, que ancla al más profundo abismo. Soy yo quien extorsiona y arrebata cualquier sentimiento noble y puro.


No podrás enfrentarte a mí. Deberás resistir el dolor, el vacío. Te convertiré en quien los cause. Y no podrás huir.


Porque formo parte de ti mismo.


Soy Roma. Soy mafia».


—Disfrutemos de ella entonces, compañero —espeté arrogante.


—A tu lado —me aseguró.


—A tu lado.


18 de Octubre de 2022 a las 23:48 0 Reporte Insertar Seguir historia
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