miguel-unamenos97 Miguel da Unamenos

Sigfrido Valorquebrado es un joven aunque desmotivado campesino que, dejándose llevar por cantos de sirena, decide abandonar la vida que lleva y partir a una inminente guerra a la que nadie le había llamado. Su sueño es obtener gloria y fama, pero desconoce las vicisitudes y penurias a las que habrá de enfrentarse. Para colmo, un mal nunca antes conocido está a punto de desencadenarse, amenazando con poner el mundo patas arriba. ¿Qué podrá hacer Sigfrido, que en nada destaca para lamento suyo, para cambiar tal cosa? Si quiere conocer la respuesta, no dude en dejarse llevar por esta singular historia de fantasía con tintes de humor y, por qué no decirlo, también una pizca de mal gusto.


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Partir y volver.

Desde que a oídos de Sigfrido Valorquebrado de Pocas Casas llegase el rumor de una guerra en ciernes, no hizo éste más que dar vueltas secretamente a la idea de alistarse y tomar parte en ella. Poco sabía de belicismos y sus secuelas, sólo lo que trovadores y juglares narraban en sus canciones. Y éstos, buscando ganar la atención de un público por lo general analfabeto y castigado por los golpes de una vida no demasiado amable, contaban hazañas tan imposibles como lo eran los héroes que las protagonizaban, evitando mencionar la ruina y la desolación que un acontecimiento tan abominable deja a su paso, pues no era más que ilusión lo que pretendían sembrar en aquellas pobres almas, sabedores de que un corazón alegre se desprende de su dinero con más ligereza que uno abatido por la amargura.

De ese modo, idealizando las batallas como lugares donde únicamente había cabida para el valor y la gallardía, Sigfrido, joven hijo de humildes campesinos que ya no era lo que se dice un niño, vio en aquellas habladurías sobre confrontaciones venideras la oportunidad de abandonar su triste existencia como labriego y convertirse en un célebre guerrero.

Tras días de reflexiones generadas en una mente más insensata e inexperta que lógica y prudente, lo que conllevó un notable descenso en su ya de por sí escasa implicación con las labores de la tierra, el joven, viendo que los rumores ganaban en credibilidad, concluyó abandonar el hogar sin mediar palabra, cosa que haría durante la noche.

Apenas cenó, lo que extrañó a su madre, siempre tan atenta a los detalles. Su padre, en cambio, comió ávidamente lo que había en su plato, como era su costumbre.

El hogar, tan humilde como la familia que acogía, tan sólo constaba de una única estancia donde era hecha la vida en su interior.

Sus padres se echaron a dormir sobre el montón de paja más grande, amontonada en un lado. Sigfrido se tumbó en el que se agolpaba justo enfrente. La mesa donde celebrasen la frugal cena, rodeada por cuatro rudos taburetes, quedaba en medio, otorgando así un mínimo de intimidad al matrimonio, que no hacía vida de alcoba estando su hijo presente por expreso deseo de la mujer, pudorosa y de buenas formas pese a su posición social.

Sigfrido los oyó susurrar entre ellos, aunque no alcanzó a entender qué decían.

Por último, antes de que su madre apagase el quinqué, clavó sus ojos en el taburete que nadie ocupaba desde hacía seis años, cuando su hermano menor muriese a consecuencia de unas altas fiebres durante la gran plaga que tan asolada había dejado la región. Pensó en él con tristeza. Aún recordaba su rostro con claridad. Procuraba no mencionarlo ante sus padres, pues éstos se entristecían profundamente entonces.

¿Qué habría dicho de seguir vivo y conocer sus planes? Probablemente le habría acompañado. Aunque, conociéndolo, siempre tan recto y bien hecho, se habría negado a marcharse sin despedirse.

De súbito, la luz se extinguió, sumiéndose todo en tinieblas. Las voces de sus padres fueron apagándose hasta quedar sustituidas por unas respiraciones cada vez más lentas y pesadas.

Sigfrido aguardó inmóvil, hasta que, pasado un buen rato, le pareció que sus padres se hallaban sumidos en un profundo sueño. Fue entonces que, sigiloso, comenzó a moverse.

Lo primero que hizo fue hacerse con el quinqué, el cual encendió a duras penas con ayuda de uno de los pocos fósforos que quedaban en casa. Después, tomó un viejo fardo y se encaminó hacia la pequeña despensa, que fue vaciando de todo lo que almacenaba, no siendo mucho, y que fue echando en el interior del saco, cuya boca anudó una vez hubo acabado.

Con cierta vergüenza, se prometió a sí mismo devolver con creces lo que consigo se llevaba a escondidas, en un mejor futuro, tal vez, haciendo que sus padres se enorgullecieran al verle convertido en alguien importante. Todo le sería perdonado entonces, pensó.

Con cautela, se acercó a la puerta. Justo antes de abrirla se volvió para mirar a sus padres, que adoptaban una pose muy poco apropiada para ser la última imagen que su hijo pretendiera llevarse de ellos, estando la madre tumbada de espaldas y con las piernas abiertas, y el padre con una mano en uno de los muslos de ella y la otra en su propia entrepierna, dejando a Sigfrido un tanto abochornado y confuso.

Al fin, con cuidado de no hacer ruido, retiró la tabla que bloqueaba la puerta desde dentro y salió de casa. Tras cerrar, se giró y miró hacia la inmensidad de la noche, sintiéndose empequeñecido. Necesitó de un instante para reunir valor y dar el primer paso entre las sombras, cosa que hizo con el corazón encogido.

Tembloroso, alzaba el farolillo con la diestra al tiempo que caminaba, aunque no estiraba el brazo, sino que lo encogía, como si la opacidad, o algo, una monstruosidad que en ella pudiera ocultarse, pretendiera cercenarle la extremidad o aferrarla y, tirando de ella, arrastrarle hasta un abismo donde otorgarle un horrible y agónico fin.

Al estar su hogar a las afueras de la aldea a la que pertenecía y su camino lo llevara hacia el Norte, en la dirección opuesta, fue tomando conciencia Sigfrido de su soledad con una amargura que a duras penas soportaba; cómo no sentirse así con la negrura en la que se movía y el sepulcral silencio tan propio de aquella hora, tan sólo roto por el sonido de sus inquietas pisadas y el cantar de algún solitario grillo.

Su pulso fue acelerándose conforme más se alejaba. Su respiración agitándose. Y su arrojo, sujeto a la firmeza de su voluntad, fue disminuyendo según se oscurecían sus pensamientos.

De súbito, un ruido sordo le llevó al sobresalto. Casi al instante, algo le golpeó en la parte baja de la pierna, cerca del tobillo, y el joven aventurero no pudo evitar que un grito ahogado brotase de sus trémulos labios.

Para alivio suyo, en un fugaz e inquietante vistazo pudo distinguir un mendrugo de pan asentándose en el suelo, junto a una piedra no más grande que la mitad de su mano. Dejó escapar entonces un suspiro al que siguió una sentida maldición antes de cuestionarse sobre el lugar de donde habría salido aquel maldito chusco, lo que le condujo a inspeccionar el fardo que cargaba. En su fondo encontró un orificio por el que podía introducir el puño y el resto del brazo sin el menor problema.

Tomó el panecillo con la celeridad propia de quien es presa de los nervios y lo dejó caer en el viejo saco, cuyo interior ojeó intentando adivinar si habrían caído al suelo otros alimentos antes que aquel. De poco le servía mirar en esas condiciones, por más que arrimase el quinqué, por lo que sopesó el costal sin sacar nada en claro.

Decidió agarrar el fardo del revés, dejando la abertura anudada hacia abajo y el roto hacía arriba, y, sin pensar, o pensándolo muy bien, regresó sobre sus pasos sin perder detalle del suelo e ignorando adrede los oscuros alrededores, convencido en silencio de que, en caso de haber algo oculto entre las sombras, dudaría de los beneficios de atacar a alguien que desprecia el peligro del modo en que él lo hacía. Sin embargo, pese a aparentar entereza, Sigfrido atendía más a las tinieblas que al propio suelo que disimulaba inspeccionar con todo interés cuando en realidad estaba aterrado.

Sus pasos fueron precipitándose, llegando a entorpecerse en su caminar. Sus pies, impulsados por el miedo, parecían más que dispuestos a volar, pero eran obligados a caminar en un vano esfuerzo por mantener las apariencias. Llegado un momento, el joven fue incapaz de seguir sosteniendo su interpretación y echó a correr en dirección a la casa, dejando escapar algún que otro gemido de desesperación.

Finalmente, se encontró ante la puerta del hogar, deteniéndose sin aliento a unos centímetros de ella.

“Lo más sensato sería salir antes del alba”, se dijo. “Además, he dejado a mis pobres padres con la puerta desbloqueada. Cualquiera podría entrar y darles un susto de muerte”.

Fue esta una reflexión que le ayudó a no sentirse como un cobarde y sí como alguien responsable. Y, aunque el razonamiento era lógico y cierto en parte, había en él mucho de engaño.

Con todo el cuidado que pudo, algo harto difícil dado su estado de nerviosismo, Sigfrido abrió la puerta y entró en la casa sintiendo gran alivio. Acto seguido, bloqueó la entrada con la tabla que al salir dejase apoyada contra la pared tan rápido como pudo. Después, dejó caer el fardo descuidadamente, lo que produjo un inesperado ruido que le hizo permanecer en vilo.

—¿Eres tú, Sigfrido, hijo? ¿Qué haces ahí? ¿Y por qué está encendido el quinqué? —preguntó su madre somnolienta.

—Soy yo, madre. He salido a hacer de cuerpo —respondió—. Anda, vuelve a dormirte.

—Pareces inquieto. ¿Está todo bien?

Sigfrido se vio súbitamente tentado de serle franco a su madre. Había tantas cosas de las que hubiese querido hablar pese a haberlas guardado para sí.

—Todo bien. Es sólo que tuve una pesadilla —mintió tras un instante de silencio.

—Apaga la luz cuando te eches, hijo.

—Sí, madre.

La mujer volvió a acurrucarse junto a su marido. No tardó en volver a conciliar el sueño.

Sigfrido, en cambio, extinguió la llama del candil y tomó asiento en el suelo junto a la puerta sin apartar los ojos del lugar que ocupaban sus padres, ahora envuelto por las sombras.

“¿De veras quieres marcharte?”, le decía la voz de su hermano. “¿Les dejarás solos?”.

La duda pareció instalarse en su cabeza.

El tiempo pasó. Y el muchacho, aunque quiso resistirse al sueño por si acababa resolviendo salir antes del amanecer, acabó dando alguna que otra cabezada. De haber estado despierto en una de ellas, habría sentido las pisadas de alguien que, pensando en sus cosas, andaba no muy lejos de allí, ignorando que, en breve, se llevaría una desagradable sorpresa.

4 de Noviembre de 2017 a las 10:46 0 Reporte Insertar Seguir historia
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