will-vargas07 Will Vargas07

Richard es un joven despreocupado que vive la vida día a día. Una noche es víctima de un hechizo por parte de un vecino brujo para dar con un entierro de monedas de oro que su abuelo había escondido en una de sus propiedades. En el proceso de tal encantamiento, el muchacho escapa de tal sesión con un don adicional de comunicarse con los muertos, que es de apreciar la verdadera esencia de los vivos con tan solo mirarle a los ojos. Una vez que escapa del hechicero brujo, se comunica con un hombre ya fallecido que tiene relación con la muerte inesperada de su Padre.


Paranormal Todo público.

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Primera Parte



Santa Cruz contaba apenas con una sola calle y sus casas estaban hechas de carrizo y palma, cuando la orden de los Capuchinos Franciscanos, envió por decreto del General Juan Vicente Gómez, a un sacerdote que destacaba por su ímpetu de hacer llevar la palabra de Dios, en un momento en que proliferaban los encantamientos y hechizos de tesoros enterrados. Mucha gente tenía la certeza de que en cualquier momento iban a ser poseídos por espíritus malignos, para luego ser despojados de sus riquezas, sobre todo aquellas personas que hacían entierros en sus propiedades, con algunas monedas de oro o plata; y que veían en el padre Nemesio el último recurso para evitar tal posesión; ya que al verle a los ojos les daba la impresión de que poseía una especie de don emanado de la misma providencia. Unos meses antes de su llegada, había aparecido el cuerpo sin vida de Don Miguel López Ascanio, bajo la sombra de un gran Samán que sobresalía de un potrero de ganado, situado en unas de las montañas cercanas a Santa Cruz, que según el conocimiento colectivo, fue víctima de un embrujo de algún hechicero para hacerse de la herencia que por derecho de sangre le correspondía.


A los pocos días de su arribo, al padre Nemesio se le presentó en el confesionario, una mujer de mediana edad, vestida de luto, cuyo velo no le dejaba distinguir muy bien su rostro, y que al levantarse, luego de confesar sus pecados, le advirtió al Sacerdote sobre la inusitada muerte de su esposo. A pesar de que ya había transcurrido algún tiempo de aquel suceso, el cura no perdió tiempo en acudir a aquel escenario incierto, donde pudo percibir las señales que denotaban un intento fallido de destierro. Le sobrevino imágenes de aquel día, en donde la supuesta piedra, con la cual, Don Miguel habría de encontrarse con la muerte, y que las autoridades determinaran, a pesar de los rumores, que se había golpeado accidentalmente al caer de su montura, fue utilizada a traición por el que se suponía era su aliado para poder sacar las botijas de morocotas de oro que su Padre que desde el más allá le había señalado.


El asunto quedó así por mucho tiempo, a pesar de los rumores de la mayoría del pueblo, y de las mismas sospechas del Padre Nemesio, de tratarse de un hecho para nada normal, perpetrado por malas personas con fuertes vínculos con la hechicería.


Veinte años después, en el día de gracia de la patrona del pueblo, las campanas de la iglesia retumbaron tan fuertes que hizo que las palomas que estaban en la plaza, volaran despavoridas. Aquel fatídico episodio de fin de mundo, había sido obra del Párroco de Santa cruz, que más que considerase el portador de la palabra del señor, era un firme evangelizador, aun para los casos más difíciles. Era el principal precursor de fe, la contra para los encantamientos y de los sortilegios de hechiceros brujos. Ese domingo, unos minutos antes de la misa, el Padre Nemesio se había asomado por la ventana de la habitación parroquial, y como lo suponía, casi nadie parecía tener intenciones de ir a la iglesia, un fiel cumplimiento a las fiestas de guardar, que en apariencia se habían convertido en un atributo al olvido. Así que envió a todos los monaguillos disponibles para que hicieran sonar las dos campanas a la vez. Por lo general, se tocaba solamente una y un rato después la otra, porque sonar las dos a la vez, hacían temblar todo lo que estuviera en las cercanías. De alguna manera tenía que llamar la atención a los feligreses que, en su mayoría, aún dormían, luego de haber prolongado una noche de bailes e ingestión de agua ardiente

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La misa comenzaba sin ningún apremio ni retraso. El Sacerdote hacia su aparición en medio del canto de bienvenida designado para ese día en particular. Los monaguillos hacían de vocales, bajo la dirección de la maestra de escuela Josefa Álvarez de Salazar, quien también dirigía a su también devoto esposo Silvio, que hacía maravillas con la guitarra. Poco antes de terminar la última estrofa, en medio de un altar que lucía imponentes ramos de Azucenas blancas y Calas de Galipán, el Padre Nemesio, conteniéndose para no explotar en desacato a su vocación sacerdotal, fijaba la mirada en los visitantes no habituales de la sacristía, como tratando de intimidarlos para que se sintieran apenados por no recibir de manera constante la sagrada comunión. Y en la Homilía, hacia énfasis en los muchos pecados que acechaban al pueblo, envuelto en un peregrinar de palabras que parecían desvanecerse con el humo de las velas, pero igual retumbaban en la conciencia de los que aun creían en el don divino de la palabra del Señor- ¿Aún piensan ustedes que se ganaran un lugar en cielo?... Así nada más… sin sacrificio ni ofrenda que dar, ni oración que fortalezca su fe…- Se encubrió en hombros colocando sus manos en ambos extremos del altar para proseguir luego- Es verdad no les voy a mentir, tendrían que orar mucho… tendrían que hacer muchas penitencias para curar vuestras almas- Hizo esta exclamación, refiriéndose a los tantos pecados que consumían a la mayoría de los habitantes de Santa Cruz, como el comején había consumido las vigas de muchos de sus techos- Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos- Dicho esto, cerró los ojos alzando los brazos en señal de clemencia, mientras, se sentía en el ambiente un olor inverosímil, producto de la mezcla de aromas entre velones ardientes, de las flores y del alcohol que emanaba de muchas almas impuras.


Doña Francisca Marrero, viuda de Miguel López Ascanio, como buena cristiana, pernotaba desde muy temprano en la iglesia para rezar el rosario. Era una de esos pocos feligreses fieles que en apariencia solo parecían poseer el pecado original consabido. Asistía a misa todos los domingos para escuchar con mucho fervor el sermón que con cada frase negaba claudicar su fe ya arraigada en ella, sobre todo luego de la pérdida repentina de su marido. Cuando tenía un año de edad y daba sus primeros pasos, le colocaron una vacuna que había sobrepasado la fecha de vencimiento. El error la postró por varios años a una silla de ruedas; pero cuando tenía dieciséis, en una misa de Pentecostés, con la mirada fija al Jesucristo Redentor, pidió con mucha fe lo que días después se convertiría en un milagro. Había despertado de un sueño portentoso ya casi al amanecer de un día sábado, su Madre le daba de comer a las gallinas en el patio, sin sospechar que se llevaría la más grata de las sorpresas, y era de ver a su hija parada en la puerta mirándola fijamente con la cara tan risueña que le explotaba de alegría.


De espíritu alegre y a la vez melancólico, le gustaba trabajar en su jardín, el cual lindaba con el corredor de la casa, y que estallaba en una fiesta de colores, alimentado por el agua de lluvia o de las tinajas. Era casi seguro ver el firme danzar de los colibríes en su vuelo de encanto, interrumpido a veces por algún cigarrón que entraba y salía constantemente entre los maderos que servían de vigas en el techo. Lo atravesaba un estrecho sendero que daba hasta el final del patio trasero, en su trayecto, se podían apreciar las abundantes flores de las calas y de las cayenas, que contrastaban con el verdor de los helechos. Era para ella, su pequeño edén, apartado del resto del mundo, donde se podía simplificar las cosas más esenciales de la propia existencia. En las tardes, a la hora del tinto, se sentaba en su silla mecedora en el porche de la casa, como tantas veces lo hizo, acompañada de su esposo, mientras saludaban a los que pasaban a pie o en burro, pero ahora, solo se dejaba llevar por sus propias nostalgias, mientras tejía, escuchando a lo lejos los ecos de los gritos de los muchachos al bañarse en el rio. Muchas veces, le sobrevenía de repente la viva imagen du su gran amor. Se veía a sí misma con el vestido estampado con flores de tulipán sin mangas, y los zapatos negros de medio tacón que recién estrenaba cuando vio por primera vez a Don Miguel. Siempre lo recordaba con algo de picardía reflejada en su rostro. No era precisamente un galán, pero al tomarle de la mano esa primera vez, hace ya más de veinte años, le hacía suspirar más que nada en el mundo cuando le dijo_ Estas flores significan toda mi vida, ahora las coloco en tus manos.


Ese domingo se encontraba acompañada de su hijo mayor, que de manera renuente aceptó acompañarla, únicamente por ser el día de aniversario de la muerte de su padre. Mientras Doña Francisca prestaba atención a los rituales normales de la misa, Richard por otro lado fijaba su atención en las muchachas más guapas, como justificando su presencia por aquellos minutos que para él eran eternos, pero cuando todo el mundo se levantó de sus asientos, por que el cura comenzaría a leer las santas escrituras, fue como que algo lo persuadió a prestarle atención a lo que decía el Padre.

“Cuando vas con tu adversario a presentarte ante el magistrado, trata de llegar a un acuerdo con él en el camino, no sea que el adversario te lleve ante el juez, y el juez te entregue al guardia, y este te ponga en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último centavo”

Luego de escuchar aquello, Richard no cesó de indagar en lo que quería decir esa parte del evangelio, sobre todo porque el Padre al citar la sagrada escritura, se lo quedó mirando fijo a los ojos, como si esas palabras tuvieran que algo que ver con él.


Pasó sus dos días con sus dos noches prácticamente sin salir de su habitación, con Biblia en mano hasta que comprendió lo que quería decir aquel escrito. Antes de presentarse ante Dios que es el magistrado, el Juez y el guardia se tiene que rendir cuentas con la muerte y con la vida que se dejó atrás, porque sino el alma quedaría atrapada por largo tiempo en el purgatorio.


Esa noche fue de luna nueva, y luego de que se diera las doce, el viento indomable habría de convertirse en el atributo excepcional para acentuar los miedos de las almas incautas, azotando los techos de algunas casas, pero en la morada de Los López Marrero, además de la penumbra, el tiempo parecía haberse detenido por completo. Sólo quedaba la quietud que rondaba los espacios entre las paredes cubiertas de negrura. Daba la impresión de que los sapos y grillos se confabulaban en una especie de calma súbita, para luego dejar escuchar el sonido de cadenas arrastrándose por el piso de cemento pulido. Fue tal el estruendo, que hizo despertar de sobresalto la pobre humanidad de Richard, siendo él, el único de la familia en quebrantar las horas de sueño. Su cuerpo se entumeció por completo por el desamparo de lo desconocido y, una gota de sudor, fría como el sereno, recorrió su mejilla mientras se armaba de valor para salir de la pieza.


A Richard siempre le atraía escuchar historias de muertos, pero nunca creyó del todo en ellas; pese a sus creencias, para el momento que decidió salir, todo su rostro estaba empapado, como si estuviera expuesto a un calor sofocante. Se paseaba por el corredor de la casa con el apremio de un instinto vacilante en adivinar el lugar exacto donde se encontraban los muebles para no tropezarse, mientras, percibía el sonido cada vez más fuerte de los alaridos del loro que yacía dentro de su Jaula con la mirada de angustia reflejada en su emplumado rostro, gritando todas las groserías que existían en su dialecto consabido de manos de los hermanos López Marrero. Todo a causa de un Rabi Pelado (Zariguella) que había saltado de una de las ramas de la mata de Níspero hacia la cocina, luego de tratar en vano de meterse al gallinero, por estar este asegurado con tela de alambre.

Tanto los animales en cuestión, como el mismo Richard, no pudieron precisar quién se encontraba más impresionado con el alboroto, ya que se trataba de una escena que nunca se había suscitado dentro de la casa. Luego de espantar al animal asechador y de tapar la jaula con el trapo que inexplicablemente yacía en el piso, de regreso a su cuarto, convencido de que se trataba de un sueño del cual había despertado antes de tiempo, pretendió no prestarles mucha importancia a aquellos ruidos extraños; pero al pasar por los retratos pintados de su padre y su abuelo muertos que colgaban de la pared, pudo ver que estos reflejaban a través del vidrio una esfera de luz muy brillante que se paseaba lentamente por el corredor hacia la puerta de entrada.


El muchacho siguió aquel destello con el presentimiento que se trataba de la señal de un entierro, como tantas veces lo había escuchado decir, pero al salir de la casa y ver que todo estaba a oscuras, bajo el fragor de los misterios de aquella noche en particular y con el palpito de una sensación totalmente desconocida, opto por quedarse observando aquella luz posándose al pie del camino que daba hacia la montaña. Luego de decir para sus adentros_ ¡Ta borracho! _ se tomó varios segundos para concluir que a pesar que no lo pudo divisar más claramente, le apremiaba la idea que tal suceso al fin de cuentas era producto de su propia imaginación y, así como apareció la esfera de luz, esta se desvaneció dejando una estela de color blanco azulado.


Su vecino Valerio Vera, el último descendiente de los primeros indígenas que habitaron aquellas tierras, con la mirada vacía y sus ojos tan negros y profundos como los de una bestia salvaje, cuya muerte llevaba a cuestas desde hace muchos años, entraba en una especie de trance mediante rituales de hechicería para venerar a Kuai-mare, el espíritu de un Indio Chamal Brujo y mediador de entidades buenas y malas, que intercedían ante sus peticiones para así poder lograr dar de una buena vez con el entierro de monedas de oro de Don Fausto López.


Una vez más Richard se levantó con sobresalto, percibiendo un olor extraño y a la vez seductor, sin sospechar que se trataba de un embrujo de parte de su vecino para atraerlo. Así que se levantó de su catre y comenzó a rastrear aquel aroma como si fuera un sabueso entrenado. Luego de pasar por la cocina, esta vez con lámpara en mano y asegurarse de que el Loro estuviera a salvo de alguna depredación inminente, siguió hasta el patio trasero para tomar una perola de cargar agua en sus manos y así brincar la pared de bahareque, hasta llegar donde emanaba aquel aroma, en donde su vecino, el viejo y enigmático ermitaño, el hechicero brujo, invocaba al espíritu de su ancestro.


Valerio usaba como indumentaria, además de tener el cuerpo pintado con achote y onoto, una faja teñida a la cabeza, brazaletes de caracol en los brazos y un collar de huesos de animales pequeños. En medio de la humareda emergió el espíritu de Kuai-mare, transcurrieron pocos segundos hasta que un ruido que provenía desde lo más apartado del patio, hizo que tal espectro se desvaneciera, dejando a su invocador con la mirada fija y penetrante hacia donde se encontraban los platanales del huerto. Tal impacto paranormal dejó a Richard inmóvil, las piernas no le daban, tan solo pudo dar un paso para tratar de no dejarse ver, pero su debilitado esfuerzo no le sirvió de mucho.


El hechicero brujo, había adquirido cierta reputación de curandero sabio, gracias al oficio de la hechicería, aunque la mayoría de sus aciertos se basaban en meras casualidades, como cuando curó al viejo Emilio del mal de Chagas, untando la picada del Chipo con aceite de orégano, mientras le daba de tomar un mejunje a base de resina del fruto de palmera y ron blanco, a la vez que chupaba la herida, para luego con algunas conjeturas de palabras confusas salir a escupir a un lugar apartado del enfermo para que no se le devolviera el mal. Pero hubo algunos casos en que sus dolientes no se mejoraban, al contrario, los pocos que llegaron a sobrevivir, sentían haber regresado de la muerte por poco. Pese a que estaba consciente de que su don ancestral se le daba muy pocas veces, combinaba su habilidad impoluta para incautar a la gente; sin embargo, en esa noche en particular, Valerio sintió que sus facultades como chaman volvían más fuertes que nunca, y como resultado, Richard había caído bajo sus dominios, como cual cordero al matadero, al no objetar en ningún momento lo que su vecino haría a continuación.


Comenzó a preparar un brebaje con varios ingredientes que tenía en jarros de barro dentro de la pieza donde se encontraba el altar, y los fue mezclando con una agilidad adquirida por los años, empezando con la albahaca roja, la flor del cariaco pintón, el polvo de cigarrón verde disecado, la orine de gato tuerto, y, por último, extracto de ruda para el dinero y la felicidad. Ya tenía preparada la mezcla, sólo faltaba la trementina y el amoniaco que era lo último en ligar; y de un zarpazo, volteó toda la totuma llena de líquido encima de la cabeza de Richard, quien sintió una agonía tan desaforada como el preludio de la misma muerte, despertando de todo trance con la rapidez de una centella. Trató de abrir los ojos en medio de su desespero, pero hacerlo en ese momento era una tortura debido al amoniaco y parte de la mezcla que irritaban sus ojos hasta casi no poder resistirlo. Pero su despabilamiento no duraría mucho, ya que por lo fuerte del sahumerio quedó sumergido en lo más profundo de la inconsciencia, casi sin respirar, tan pálido y marchito como una Romelia a mitad del desierto.


Pese a todo pronóstico, el hechicero brujo había logrado a través de Kuai-mare que Richard entrara a la otra dimensión, al mundo de los muertos, despertando sin querer en él un don especial, no solo de comunicarse con los muertos, sino también de percibir la verdadera esencia de los vivos con solo mirarle a los ojos. Por otro lado, en su espectro astral, Valerio trataba de no mostrarse ante Richard, buscaba alguna pista reveladora para lograr desterrar el tesoro escondido y, en ese berenjenal cósmico, el cuerpo sudoroso del muchacho que lidiaba con los embates de su subconsciente, para que al final, su vecino tuviera la visión de ver pasar al abuelo de este montado sobre una mula, dirigiéndose hacia el potrero de ganado. Una propiedad en la cual el viejo Fausto había trabajado sin cesar junto con sus hijos estando pequeños; y que luego de su muerte, no les dejó sino comida y ropas. Ni ellos mismos sabían que había hecho con la plata después de haber vendido tanto ganado.


Valerio, en su visión, siguió el rastro montaña arriba, hasta que el abuelo se detuvo en frente del Samán que sobresalía entre los demás árboles de aquella propiedad y, luego de sacar un pico y una pala de la mula, prosiguió a cavar para enterrar una botija grande hecha de barro. Y después de haber depositado el tesoro, a través de un ritual de hechicería en adoración a los Dioses Chitonianos, roció veneno de Solimán para sellar el entierro de los posibles saqueadores.


Luego de haber presenciado aquella revelación, al volver a hacer contacto con el mundo real, Valerio no pudo dar con la humanidad de Richard, era como si se hubiese esfumado por obra y gracia de la divina providencia. En la calle, a unos cuantos metros de allí, mucho más allá de la plaza, Richard se hallaba caminando con los ojos que le parecían unos huevos cocidos.

7 de Septiembre de 2022 a las 11:39 0 Reporte Insertar Seguir historia
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