Me encontraba con mi madre caminando, no me dijo dónde íbamos pero no se cómo, yo ya sabía. Cuando llegamos lo vi.
Había mucha gente, esperamos pacientemente hasta que la gente se vaya, de forma de no ir contramano y chocarnos con alguien, abrimos la pequeña reja celeste, caminamos un par de metros rodeadas de niños y niñas que orbitaban apresuradamente, y entramos a la escuela infantil.
No recuerdo que saludáramos a las maestras, pero se que estaban allí, varias chicas con vestidos largos con bolsillos, que sonreían y se agachaban cuando los niños y niñas les hablaban. Miramos al rededor mientras caminábamos, el lugar era espacioso y acogedor, había un castillo gigante, un tobogán y torres altas para jugar. En una de las torres, junto con otras niñas, la vi.
Era como verme en un espejo, era yo, pero no era yo. Vestía un delantal naranja con un bolsillo grande, tenía bordado en blanco su nombre en el mismo, y me miraba sorprendida, así como yo la miraba a ella. Era yo, pero a los cuatro años, y aunque no era posible, estaba sucediendo, esa niña era yo, a los cuatro.
Durante lo que pareció una eternidad, aunque solo fueron unos segundos, todo se detuvo, y la sorpresa nos tomó desprevenidas, luego, me mostró una dulce e inocente sonrisa, y me tendió sus brazos para que los estrechara con los míos, y pudiera cargarla, para bajarse de la torre. Pero cuando la tuve en brazos, no quiso volver a bajarse, y ella sabía por qué, y yo entendía por qué.
Mi madre, Caro y yo, salimos de la escuela. Cuando nos íbamos, no quiso saludar a un maestro que le enseñaba un títere, buscó mi pecho, mi cuello y mi pelo y quiso quedarse allí, se lo permití, porque yo sabía quién era, lo que pasaba y representaba. Mi madre, que se encontraba algo inquieta por la presencia del hombre, hizo caso omiso a la situación diciendo "niños son niños ¿Verdad?", y de esa forma, marchó apresuradamente hacia la salida.
En la ciudad gris, y con Caro a upa, fuimos a casa, aunque yo no la sentía como casa. Mi madre se fue a hacer no recuerdo qué, y con Caro nos quedamos solas. Yo miraba a Caro y Caro me miraba, su sonrisa dulce desapareció, y sus ojos me transmitieron lo que ya sabía, las palabras que no decía, podían decir tanto que ya sabía.
Era tan extraño estar con ella, porque a mi me hubiera encantado tenerme, tener a una Carolina grande que entienda sin palabras, lo que se ve, con bastante poca distancia, pero que su madre, bueno, nuestra madre, no veía y seguía creando este vínculo tóxico en el que no denunciaba lo sucedido, no rompía relación con la escuela, o al menos, la mandaba a terapia para que pudiera transitar las cosas de otra forma. Y es que, la situación con el maestro, cuando menos, era esperada, y la verdad, que era completamente razonable y entendible: qué víctima quiere saludar a su agresor saliendo de la escuela, sabiendo aún más que va a volverlo a ver al día siguiente.
Cuando con mi madre buscamos a Caro, recuerdo haberla acunado en mis brazos, igual que lo hago ahora, pero no me puedo quedar mucho tiempo, ya que si me quedo, alteraría mucho todo, y no podría convertirme en quien soy. La aparté un momento de mi, ella sabe que la quiero, bueno, que me quiero, que todo va a estar bien. Me gustaría poder acompañarla, pero no puedo hacer mucho, y debo volver a la realidad.
De repente, como un hechizo, una idea floreció en mi, tomé a Caro, su mochila y abrigo y salí a la calle, caminé rápido como si alguien me persiguiera, recorriendo cada parte de la ciudad, intentando llegar a algún lugar en ese laberinto de cemento. Entramos a un lugar, era oscuro y grande, me hacía sentir pequeña, la gente hablaba pero no entendíamos qué decían, en mis oídos escuchaba un pitido agudo, y podía sentir que alguien respiraba en mi nuca. Sentía tensión y culpa, aunque nada, absolutamente NADA de lo que ocurría era mi culpa, mejor dicho NUESTRA culpa.
Conseguí que un señor nos escuchara, tenía un uniforme azul, un cinturón negro, una placa dorada, cerca había una reja con gente dentro, algunos lloraban contra la pared, otros estaban rendidos en el piso, otros vociferaban fuertemente en inglés, eso me hacía sentir incómoda, mareada, los teléfonos sonaban y hacía que no escuchara mi propia voz. Me preguntó si estaba segura de lo que iba a hacer, quería decir que sí pero decía que no, Caro me miró y se puso a llorar desconsoladamente, no entendía lo que sucedía y tampoco quería acusar a nadie ni que termine como quienes estaban detrás de las rejas.
Comprendí, que esa no era mi causa, que así era como debía ser. No era yo quien debía arreglar esto, y para ser honesta, no era yo tampoco quien debía estar en ese lugar con una niña de cuatro años. La miré, se veía triste, desolada y necesitada, me daba pena, quería cuidarla y decirle que fue deseada, que era suficiente y que nada de esto era su culpa. Era una situación complicada, pero era mi madre la que debía acarrear con esto, era ella quien debía estar allí con ella, y era ella quien debía terminar con todo esto, y aunque lo haría pasado un tiempo, ya era tarde. Porque Carolina, con siete años, se sentiría rota, sobrada en las conversaciones, se sentiría culpable, se defendería de todo el mundo, tendría dificultades para confiar en las personas, sobre todo en los hombres, y sentiría libertad al estar sola, sin nadie que la haga sentir intranquila.
Y aunque en mi boca tenía un sabor amargo, tomé a la niña, que era mi niña, que era yo, la cargué en mis brazos, agarré su mochila y abrigo, y me fui, y con la niebla que había todo se veía difuso, pero estaría bien, algún día. Me sentí llena. Y vacía.
Gracias por leer!
Podemos mantener a Inkspired gratis al mostrar publicidad a nuestras visitas. Por favor, apóyanos poniendo en “lista blanca” o desactivando tu AdBlocker (bloqueador de publicidad).
Después de hacerlo, por favor recarga el sitio web para continuar utilizando Inkspired normalmente.