Andaba en dimes y diretes (si se le puede llamar así) con un tipo, quien en una de sus respuestas usó un vocabulario extremadamente recargado.
–¿Es este el barroco? ¿Un hombre a una nariz pegado? –pensé.
Para nada. Un tipejo se me había atravesado. Ansiaba mi respuesta. Me habló en latín, el hijo de puta. ¿Cuál era la necesidad?
No era momento del fango y los cerdos. Mucha gente, anteriormente, había intentado vomitar en mi pantalón su memorístico conocimiento, bulímico, disfrazado.
Se tenía que repetir la misma historia. ¡A todos con la misma espada! Poner en su lugar al incapaz de razonar.
¡Qué pereza! — pensé.
La gente del bar se quedó mirándome, aguardando mi respuesta, como si yo fuera un maldito animal. De alguna manera, detestaba tener que discutir como lo hacía la mayoría de la gente. ¿Cuándo se convirtieron las discusiones en peleas de perros? Pensé que se discutía para llegar a la verdad y no para destrozar cuellos.
Tenía que responder. El tipo me estaba humillando. La gente... la gente en ese lugar (y en todo sitio) me respetaba. ¡No había que pensar más! ¡La reputación! Dime, ¿qué es mejor que eso?
Yo sonreía, tenía el mondadientes en mis labios. Tomé otro vaso de cerveza y luego de mover la cabeza, respondí.
–¿Podría enseñarme usted, algo de latín?
Gracias por leer!
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