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Orlando B Aday


Triste experiencia personal de mi estancia en la prisión militar en Camagüey, Cuba, donde me robaron un año de vida. Fui sentenciado a un año de privación de libertad por negarme a ser carne de cañón en la guerra de Angola en África y a ser mano de obra esclava. Mi meta es tratar de dar a conocer a grandes rasgos el infierno que tienen que enfrentar los jóvenes Cubanos reclutados para el servicio militar, de manera obligatoria por la dictadura comunista que desgobierna mi país. Es triste ver, con impotencia como le roban la vida a jóvenes, casi niños.


Historias de vida Sólo para mayores de 18.

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Zozobra

Corría la segunda mitad del año 1988. Me encontraba en casa esperando angustioso que de un momento a otro vinieran a apresarme. No quería huir, era mejor evitar vivir sobresaltado, mirar por encima del hombro todo el tiempo para al final, de todos modos, caer en sus manos. Cuba es una isla prisión.

Había desertado de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) Llevaba hasta el momento veintisiete días ausente, después de quince te conviertes en desertor. Sabía que iría a prisión, de eso no cabía duda. La deserción del servicio militar obligatorio en Cuba se castiga con privación de libertad.

Rehusé participar en la guerra de Angola. Me enviaron a la provincia de Ciego de Ávila, cuatrocientos kilómetros al Este de La Habana, a una unidad paramilitar del Ejército Juvenil del Trabajo (EJT), a cortar caña de azúcar de manera obligatoria, ese fue el castigo por mi negativa. Rehusé también a ser mano de obra esclava y huí de la unidad.

Llegaron dos guardias vestidos de civil. Los ví venir. Tuve el tiempo suficiente para escapar, pero decidí terminar con aquella agonía de una vez. Se presentaron como agentes de búsqueda y captura de las fuerzas de prevención del ejército, llamados popularmente boinas rojas, aunque vestían de civil, sus botas militares no engañaban a nadie, además del bulto de las pistolas debajo de sus camisas. El más alto de ellos que parecía el jefe, me aconsejó que no tratara de escapar, que su tarea del día era llevarme con ellos. Respondí que los estaba esperando.

Ese día en la noche dormí en un calabozo de la unidad de prevención en la ciudad de Santa Clara capital de la provincia de Villa Clara. Ordenaron que me desnudara, me dejaron solo los calzoncillos.

En esas condiciones pasé una semana en una celda solitaria, durmiendo en un camastro de cemento duro como roca, colchón y almohada estaban forradas en una sola pieza por una lona gruesa y áspera, frazada o sábana estaban ausentes. La tenue iluminación provenía de un bombillo incandescente que no se apagaba nunca, cubierto por una especie de jaula de seguridad hecha de barras de acero entrecruzadas, empotrada entre el techo y la pared de hormigón. Por dicha no era muy calurosa. Una tenue brisa entraba a intervalos y aliviaba un poco el calor.

Tres comidas al día, lo que daban no era apto para cerdos. Sólo me sacaban de la celda en los horarios de comida y baño, fuera de ese horario, solo media hora para ver televisión, la media hora justa que duraba el programa informativo, era obligatorio escuchar el programa noticioso. Hasta el día de hoy se mantiene, solo que para desgracia, le han adicionado otra media hora.

Llegó el día del traslado hacia los calabozos de la unidad de prevención de la ciudad de Ciego de Ávila. Recorrí en autobús el trayecto entre ambas ciudades, esposado a la muñeca de otro compañero de infortunio. Aún hoy en día, al cabo de treinta y tres años recuerdo ese trayecto cada vez que escucho una canción muy popular por aquellos días, Doce Rosas.

Llegamos al lugar. Al menos las celdas estaban frescas y compartidas con otros reos con los que podía conversar. Podíamos ver televisión sin restricción de horario, además de tener acceso a una pequeña biblioteca. La comida es de pésima calidad, pero supera con creces la cantidad recibida en Santa Clara. Allí estuve cuatro días que comparados con la semana anterior, era el paraíso.

El otro paso era el traslado al calabozo del batallón al que pertenecía. Allí estuve hacinado en una celda donde casi no podía respirar, el calor era asfixiante, sudaba a mares. Era imposible dormir en aquellas condiciones. Comenzaron a salirme herpes en las nalgas y entre la ingle y los testículos. Mi cuerpo estaba cubierto por erupciones casi en su totalidad. La incomodidad no tenía límites.

Le pedí a uno de los carceleros, al cual conocía, que por favor me permitiera tomar el sol y un poco de aire fresco, el reglamento contempla dos horas de sol, pero me fueron negadas. Le rogué para que me trajera un libro cualquiera, y con la lectura tratar de escapar de la terrible realidad y nunca me lo facilitó, se deshacía en burdos pretextos. El muy desgraciado hacía oídos sordos a cualquier reclamo. Solo veinte minutos para tomar el baño, veinte minutos que eran como oasis en el desierto. Después, estando ya en prisión comprobé que el karma existe.

El calor que absorben las paredes y el techo, tan bajo que hasta un niño lo puede tocar con sus manos, durante el día lo emanaba en la noche. Era insoportable. Cubría el piso de la celda con agua, so pena de dañar los pulmones, y así solía dormir, a partir de las cinco de la madrugada cuando descendía la temperatura y refrescaba la pared de concreto que daba al exterior. La puerta de la celda, una gruesa lámina de acero con solo dos agujeros rectangulares arriba y abajo. El superior más pequeño cruzado con pequeños barrotes, el inferior más largo por donde introducían el plato de aluminio con la comida.

Pedía a gritos en mi interior que acabara de llegar el momento del traslado a la prisión militar de la provincia de Camagüey dónde se purgan las condenas por este tipo de delitos. Al fin llegó el día en que salí de aquel infame calabozo.

El transporte era un camión jaula, llamado popularmente perrera. Este tipo de camión celda también es usado por el gobierno en las fiestas populares para encerrar a borrachos revoltosos y al que está bajo los efectos del alcohol y hace críticas al gobierno. Salió con su triste carga temprano en la mañana rumbo a la ciudad de Camagüey. Después de casi tres horas de camino llegamos a la prisión. La única vista que pude disfrutar durante el trayecto aún se mantenía ante mis ojos, los dos guardias con caras de perros de presa, armados con fusiles AK-47 que custodiaban la puerta del calabozo rodante, ¡patético!

Esperamos largo tiempo, era desesperante el calor dentro de aquella celda ambulante. Parece que la demora se debía al papeleo y ese tipo de cosas. Abrieron la reja y nos ordenaron bajar. Eran alrededor de las tres de la tarde. Los rayos de un sol abrasador me golpearon en la cara, cerré los ojos, el inclemente resplandor me encegueció. Hasta ese momento sin comer ni beber agua, la sed por supuesto, aventajaba al hambre.

Atravesamos un corredor amplio entre dos edificios, ambos de dos pisos. Íbamos en fila india. Más allá pude observar un grupo bastante numeroso de presos que no nos quitaban la vista de encima. De pronto comenzó un griterío del demonio, era un ruido sordo, compacto, como el de los estadios de fútbol. De inmediato pude notar el motivo de la revuelta. Dos presos, vigilados de cerca por varios guardias venían cargando por hombros y piernas a otro recluso cubierto completamente de sangre que le brotaba a borbotones de varias heridas, al parecer producidas por cortes y puñaladas. Por otro lado, otros guardias llevaban por delante, maniatado con esposas, empujando y golpeando al atacante.

Un escalofrío recorrió mi espina dorsal, mi corazón latía con fuerza, las manos me sudaban, las piernas me temblaban. Mis músculos se tensaron, se aceleró mi respiración y sentí un desagradable malestar en el estómago. Esa fue la reacción al peligro y la amenaza inminente que presentía. La primera impresión recibida en aquel lugar fue aterradora. Acabo de llegar al infierno, me dije.



20 de Junio de 2022 a las 20:26 0 Reporte Insertar Seguir historia
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