- Vamos amiguito, solo esta noche más y mañana ya comeremos en casa celebrando el cumpleaños de mi Evita - susurraba don Edu a su fiel burro Dominguito mientras avanzaban en la quietud nocturna del bosque.
Edu, era un campesino de unos cuarenta años de mirada bonachona y negros pelos alborotados, quien junto a su esposa y dos hijas se dedicaban a trabajar la tierra; el padre de familia se encargaba de vender la naranjilla y babacos en la feria de Cuaspud, un poblado a una noche de viaje de su hogar; el cansado hombre empezó su viaje muy temprano en la mañana ya que se rehusaba a pasar la noche en el bosque, pues él, todo contento llevaba una caja de pinturas y pinceles a más de una torta de capulí para celebrar el tercer cumpleaños de su hijita menor.
La fría noche andina había caído junto a un espeso velo de blanca neblina, el cantar de los sapos acompañaba a Edu y a su burro en su viaje desde el atardecer, cuando una delgada llovizna empezó a caer y parecía que no pararía hasta el día siguiente, bien arropado con su poncho azul y sombrero de lana tiraba de las riendas del animal para empezar el descenso del sendero que llevaba hasta el fondo de la quebrada del río Bascún; junto al susurro de las aguas y bajo la escasa luz de la luna, un lejano ruido como el llorar de un recién nacido lo puso alerta, desesperadamente el padre de familia movía su cabeza de lado a lado escuchando con atención tratando de encontrar a la criaturita que lloraba, y como un perro que sigue una estela Edu apresuró su paso para poder dar con el bebé, tuvo que andar por entre las frías aguas del río sorteando las puntiagudas y resbalosas rocas llenas de musgo, poco a poco fue dejando la escasa luz que la luna ofrecía para adentrarse más y más en la oscuridad de las cerradas paredes de la quebrada. Con sobre esfuerzo tuvo que tirar de su necio animal que rebuznaba y se oponía al avance, temeroso y encabritado como si un depredador desconocido los esperase entre las tinieblas.
En dos ocaciones, Edu casi se da de bruces sobre el lodoso suelo, y, tras tropezar una tercera vez a las orillas del río entre una roca y un tronco podrido encontró un bulto bien envuelto en un grueso poncho rosa, al acercarse vió un bebé que movía desesperadamente sus pequeñas manitos clamando por ayuda, con el único pensamiento de sus pequeñas hijas Edu se abalanzó para brindar socorro al recién nacido, tomó al niño entre brazos lo acercó a su pecho y pudo ver qué estaba bien.
- Pobrecillo niñito, abandonado para que mueras de frío.
A lo que el bebé respondió apretando el dedo de su salvador.
El comerciante colgó al niño de su pecho con la ayuda de una manta y se apresuró a salir de la lúgubre quebrada detrás de su burro que desesperado trotaba por abandonar el lugar.
Una vez al otro lado del río revisó al bebé, a Dominguito y a su carga; poco rato estuvo perdiendo el tiempo, pues ahora tenía una vida que salvar y muchas explicaciones que dar en casa. Estuvieron andando hasta que alcanzaron la parte más espesa del bosque, dónde los grandes y torcidos árboles llenos de musgo no dejan pasar la luz de los astros, lugar en el cual los viajeros se sentían vigilados, y sobre el cual las viejas chismosas contaban historias de fantasmas. De repente el niño soltó unos leves sollozos, y con cada paso del viajero el bulto que cargaba junto a su pecho se hacía más y más pesado, hasta que su mirada se cruzó con la del niño.
-¿Me conoces papá? -una áspera y temblorosa voz salió de la boquita del bebé.
El campesino cayó sobre sus nalgas mientras que su burro salió corriendo al escuchar la voz hasta perderse en la negrura del bosque, con el niño aún colgando de su pecho y sin poder decir palabra Edu trató de incorporarse cuando otra vez la misma voz habló
- Papá tengo dientes y mira mi frente, ya tengo cuernos. Papá, papá ¿por qué no me abrazas papá?
El pequeño ser aún junto al corazón de Edu desprendía un inaguantable olor a putrefacción y azufre, su cuerpo se calentó tanto como carbones ardiendo hasta que con esfuerzo el viajero se deshizo del enjendro y salió corriendo por dónde él burro se había marchado, pero al dar el tercer paso, pudo sentir alrededor de su cuello como una larga y áspera cola lo apretujaba, lo detenía, y de un jalón lo tiró al suelo; así, empezó una batalla entre el demonio y un buen hombre que quería salvar su alma y cuerpo de ser arrastrado a los infiernos, el rústico Eduardo de González, hizo acopio de todas sus fuerzas y resistencia, golpeaba al grotesco ser que había triplicado su tamaño con ramas, piedras y sus puños desnudos hasta tenerlos en carne viva, no dejó de pensar en sus tres amores que lo esperaban en casa y le daban aliento para seguir en la lucha; ambos seres rodaban sobre el suelo enfrascados en un abrazo violento, el hombre jalaba, tiraba y trataba de zafarse de las diabólicas manos para volver a los brazos de su mujer e hijas, pero su humanidad era débil frente a semejante aberración, poco a poco el cansancio lo venció, su vista se nubló hasta que sus rodillas tocaron el suelo. El demonio danzaba y se gozaba frente a su víctima al tiempo que escupía blasfemias, el vencedor cuando tuvo suficiente regocijo en humillar a su presa colocó su pútrido pie sobre el pecho del condenado, se arrancó de un mordisco un largo dedo que acababa en una amarilla y gruesa uña, y con el hediondo líquido sanguíneo trazó frente a Edu un círculo con ademanes y ruidos salidos de una pesadilla, hasta que el suelo se deshizo dando lugar a una puerta que llevaba al mismo infierno.
- Métete allí papá - le dijo el demonio señalando el portal que escupía vapores, olores y ruidos endiablados.
Pero el padre de familia le había dado al diablo semejante pelea que le ganó la vida y libertad, ya que junto al canto del gallo llegó el primer rayo de luz que golpeó al infernal ser obligándolo a retorcerse hasta que entre gritos de dolor vio como único escape el arrojarse al portal que él mismo había abierto. Entonces Edu sobre sus espaldas agotado y con los ojos llenos de lágrimas agradeció a la luz del amanecer.
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