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DEL AMOR Y OTROS PECADOS; Ya disponible en Amazon en su formato digital y en papel, también en la tienda de la editorial ITA y Buscalibre.  Gracias a todos mis lectores por tomarse el tiempo de leer cada capítulo, sin ustedes nada de esto sería posible. 


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CAPÍTULO 1


🖤

DEL AMOR Y OTROS PECADOS

Recordatorio de amor


A Kim Namjoon de BTS por enseñarme “que no importa quién soy, de dónde vengo, mi color de piel o mi identidad de género. Simplemente, debo encontrar mi voz para contar mi historia”.





Nagano, Japón

Mi nombre de pila es Kaito Iragashi. Nací en Nagano, un pueblo situado en los Alpes japoneses y soy hijo único de una joven pareja. Al nacer, mi madre mencionó que era un niño hermoso, de piel pálida, cabello oscuro, ojos rasgados, con labios carnosos y cachetes abultados. Desde que comencé a caminar me he mantenido igual de delgado, aunque mi complexión es frágil. Crecí siendo un niño con muchas ventajas, no conocía lo que era la necesidad, ya que mis padres me proporcionaban todo lo que pudiera necesitar. Me formé bajo las enseñanzas del catolicismo, por lo que con el pasar del tiempo mostré mi fuerte deseo de ser sacerdote y servir a la Iglesia.

Mi padre se dedicó a la banca durante mis primeros años de vida y luego fundó su propia compañía financiera, mientras que mi madre se dedicaba a la alfarería. La familia Iragashi era muy respetada en el pueblo, todos querían ser invitados a nuestra casa y en ocasiones teníamos visitantes inesperados, como lo era el padre Martín, un amigo de mi padre, a quien había conocido en España cuando mi progenitor estudiaba el idioma. El padre Martín nos visitó por primera vez cuando yo tenía dieciséis años. Él era un hombre alto y delgado, con el cabello oscuro y la piel pálida, características muy típicas de las personas europeas.

—Kaito, quiero que conozcas al padre Martín —dijo mi padre mientras me daba un ligero golpe en la espalda para que me acercara al sacerdote, quien vestía un atuendo completamente negro con un clériman blanco.

—¿Eres Kaito? —preguntó, mientras guardaba en el bolsillo de su pantalón un crucifijo que sostenía en su mano.

—Así es —contesté.

—¿Cuántos años tienes, Kaito?

—Dieciséis.

—Todavía eres muy joven, ¿estás seguro de que quieres ser sacerdote?

—Sí, la edad no es un obstáculo para querer servir a Dios

—respondí con la mirada fija en sus grandes ojos color café.

—Espero que tu formación como seminarista sea un éxito y que al final puedas tomar tus votos y convertirte en un sacerdote para que así puedas ayudar a la Iglesia con nuestros siervos —dijo el padre Martín y sentí sinceridad en sus palabras.

—Será un honor servir a la Iglesia —dije, haciendo una reverencia.

Caminé hasta el pasillo y me senté en una de las sillas que mi madre había colocado al lado derecho de la escalera junto a sus piezas de arcilla. Cuando estuve lejos de los adultos, tomé una bocanada de aire, recosté mi cabeza contra la pared y estuve pendiente de toda la conversación que mi padre mantuvo con el sacerdote en el comedor.

El padre Martín no dominaba el japonés, así que optaron por charlar en español, idioma que mi padre hablaba muy bien, para que la conversación fuera más fácil. A mis diez años mis padres se enteraron de que mi coeficiente intelectual era de 139, por lo que aprendí español, italiano, portugués e inglés a muy temprana edad, así que un cambio de idioma en aquella conversación no sería un inconveniente para mí.

—Iragashi, ¿está usted seguro de querer confiar a su único hijo a la Iglesia? —preguntó el padre Martín, dejando de lado su posición de sacerdote para hablarle a mi padre como un amigo.

—Amigo, no tengo más opción, debo cumplir mi promesa hecha a mi Dios —respondió mi padre con lágrimas en los ojos.

—Estimado amigo, creo que está siendo egoísta con Kaito, es solo un adolescente.

—Lo sé, pero recuerde lo que dice la Biblia en Eclesiastés 5:3: “Los malos sueños llegan con mucha preocupación, y los tontos con muchas palabras” —dijo mi padre, esta vez con voz apenas audible.

—Te lo advertí en aquella ocasión, te dije que debías tener mucho cuidado con tu fe desbordada. Es mejor obedecer a Dios que ofrecer un sacrificio o una promesa que no puedes cumplir —dijo enfáticamente el sacerdote.

—Sé que permití que mis sentimientos hablaran por mí sin considerar siquiera las consecuencias de mi falta de tacto.

—Iragashi, recuerda que Dios está en el cielo y usted en la tierra, por lo tanto, no deje que sus palabras le hagan cometer pecado en el futuro.

Después de oír aquella conversación peculiar entre mi padre y el sacerdote, fui a mi habitación. Un sinfín de interrogantes respecto de aquella promesa que mi padre había hecho a nuestro Dios habían surgido en mi mente, pero fue una muy particular la que se aferró a mi mente, ¿sería esa promesa la que me había condenado a ser sacerdote? Los abuelos de mis padres, así como mis abuelos, habían abandonado el budismo para convertirse al catolicismo, al igual que el 0.8 % de la población japonesa. Desde que aprendí a leer y escribir, cuestioné todo lo que la Biblia decía, especialmente lo que mi madre quería inculcarme, como, por ejemplo, llamar padre a un señor lleno de arrugas con un crucifijo colgando de su cuello y vestido con sotana. Aun así, y pese a todas mis dudas, había decidido ser sacerdote, puesto que el único tipo de amor que conocía hasta entonces era el de un padre por su hijo.

Tras la visita del padre Martín, mi vida de adolescente cambió radicalmente, dejé de ser un chico común y corriente de dieciséis años para convertirme en un candidato a seminarista. Asistía a la santa misa todos los días sin falta, leía la Biblia todas las noches, rezaba el santo rosario antes de dormir, ayudaba a los ancianos y cuidaba de los huérfanos en la casa hogar, la cual estaba a cargo de dos monjas de origen español que se habían establecido en el pueblo solo dos años antes. Eran sor María y sor Ana, ambas de unos veinticinco años, con la tez pálida y los ojos claros.

Seis meses habían transcurrido desde que había decidido ser sacerdote, mi vida prosiguió de manera habitual y en breve me trasladaría a España para comenzar el seminario de forma oficial.

Una tarde de junio, mientras me encontraba en la casa hogar ayudando a las hermanas, me asaltó una duda, el interrogante más grande en mi corta vida apareció frente a mí llenándome de nervios y quitándome la tranquilidad de la cual gozaba en ese momento.

—Kaito, ¿no eres demasiado joven como para querer ser seminarista? —preguntó la hermana María.

—Quizás —dije mientras barría las hojas del gran árbol de cerezo que estaba en el patio.

—Kaito, dime, ¿te has alejado de Nagano alguna vez?, ¿has salido con una chica?, ¿has ido a fiestas o has conocido otros lugares?

—No, hermana, nunca he visto a las mujeres como objetos de lujuria, tampoco he tomado alcohol y aún no abandono este pueblo —respondí.

—Oh, ya veo. Tus padres han sido demasiado exigentes contigo.

—¿A qué se refiere, hermana? —le pregunté mientras dejaba de barrer.

—Lo que trato de decirte es que deberías experimentar el mundo antes de consagrar tu vida a Dios.

—¿Está usted segura de que yo podría estar equivocado en mi decisión? —le pregunté.

—Mi opinión es que tus padres son egoístas contigo y no te han permitido conocer el mundo exterior; tu vida no puede quedar reducida solo a este pueblo. Kaito, eres un joven inteligente, amable, respetuoso y atractivo, el mundo merece admirar esa belleza que irradia tu interior.

—También es muy diestro con el lienzo —dijo la hermana Ana, incorporándose a la conversación.

—No sé si es lo correcto dudar, ya tomé una decisión y no quiero decepcionar a mis padres —dije mientras acariciaba mi nuca.

—Kaito, decidir ser sacerdote no es como elegir una carrera universitaria —replicó de nuevo la hermana María—. Ser sacerdote significa renunciar a la naturaleza humana y entregarte a Dios de la manera más pura que existe. ¿Estás seguro de que eso es lo que quieres? —preguntó la monja y sus grandes ojos color miel me miraron fijamente, logrando que me sintiera vacío por dentro.

—Sí —respondí sin dudarlo—. Quiero dedicarme a la vida sacerdotal.

—Kaito, si esa es tu decisión, estaremos encantadas de respetarla —dijo sor Ana.

—¿Por qué decidieron ustedes tomar los hábitos? —pregunté de golpe, sorprendiendo a las monjas. La primera en responder fue la hermana Ana, quien acomodó su hábito mientras se sentaba en uno de los bancos del pasillo que daba a las habitaciones de los niños.

—A los diecisiete años, mis padres me enviaron a un internado en Milán con la esperanza de que iniciara una etapa de reflexión. Allí pasaba tiempo con las monjas, asistía a retiros y oraba constantemente, pero tras dos años, me enamoré de un chico alemán que asistía a las peregrinaciones de nuestra Iglesia. Les confié a mis padres que ya no quería ser monja, ya que deseaba casarme y tener hijos. Ellos no estuvieron de acuerdo y me pidieron que regresara a España para que pudiera emitir mis votos y cuando me convertí en monja el padre Martín me encomendó mi servicio en Nagano y, como ya sabes, el resto es historia.

—¿Aún siente amor por ese chico, hermana? —le pregunté.

—No, Kaito, el amor de Dios sanó mi corazón y ahora todo mi amor es para Él.

—¿Por qué decidió usted, hermana María, convertirse en monja?
—pregunté a la otra mujer quien con suma atención había escuchado la respuesta de su compañera y se tomó su tiempo para responder, sus ojos se nublaron producto de las inmensas ganas de llorar, tomé su mano y la invité amablemente a contarme su historia.

—A diferencia de la hermana Ana, yo no tuve opciones, pues siempre fui huérfana. Mi madre me abandonó en la puerta de un orfanato en Málaga, crecí siendo despreciada, conocí muchas parejas durante mi infancia, pero ninguna se animó jamás a adoptarme, por lo que tuve que permanecer en el orfanato toda mi vida. Cuando cumplí dieciocho años la madre superiora me instó a que me convirtiera en monja para poder tener un lugar donde dormir y una comida diaria. Al principio me enojé con ella, pero con el paso del tiempo comprendí que Jesús es el camino, la verdad y la vida. Y no lo niego: deseaba ser madre, ya que siempre anhelé tener una familia.

—Hermana —le dije mientras le secaba las lágrimas que resbalaban por su pálido y finamente perfilado rostro—. Yo siempre estaré aquí para cuidarla.

—Lo sé, Kaito, pero antes debes familiarizarte con el mundo y decidir por ti mismo si de verdad deseas servir a Dios. No deseo que llegues a lamentar tu decisión.

Después de aquella conversación con las hermanas, me despedí de los niños de la casa hogar y emprendí mi camino de regreso a casa, pero con cada paso que daba, a mi mente llegaban las palabras de la hermana María. Ella tenía razón, nunca había salido de Nagano, no conocía el mundo y mucho menos las emociones genuinas del ser humano. Nunca me había enamorado de la misma manera que sor Ana, y tampoco me faltaron mis padres como sí le faltaron a la hermana María.

Al llegar a casa, encontré a mi madre en el jardín, sentada frente a su moldeadora de madera, dando forma a la arcilla para elaborar un jarrón. Su delantal estaba bastante sucio, al igual que sus manos, y gotas de sudor brotaban de su frente. Movía su pie desesperadamente mientras la arcilla frente a ella tomaba una forma fascinante ante mis ojos. Agité mis manos para llamar su atención y la máquina se detuvo de golpe.

—Kaito, hijo mío, no te oí entrar —dijo mi madre mientras limpiaba las gotas de sudor de su frente.

—Discúlpame por interrumpirte, madre —dije mientras me acercaba a ella.

—No te preocupes, hijo, cuéntame cómo te fue con las hermanas
—preguntó ella, levantándose de su pequeña silla y limpiando sus manos con el delantal.

—Este día fue muy tranquilo, incluso pude conocer a las hermanas.

—Muy bien, hijo, ellas son muy queridas en el pueblo y sin duda ayudarán cuando comiences el seminario oficialmente.

—Madre, con respecto a eso, debo hablar con mi padre y contigo —dije tragando saliva.

—Nos revelarás, entonces, ¿qué ocurre durante la cena? —dijo depositando un beso en mi frente.

—¿Podría hacerte una consulta, madre?

Ella asintió con la cabeza, la tomé de la mano y la llevé al lugar donde minutos antes estaba trabajando con la arcilla.

—¿Estás de acuerdo con la idea de que yo quiera ser sacerdote?

—¿Tienes alguna duda? —susurro mientras me acariciaba el cabello.

Un silencio incómodo surgió entre nosotros. Mi vista se nubló y enseguida las lágrimas rodaron por mis mejillas. Mi madre, con un sutil movimiento, me las limpió.

—Creo que me he adelantado a lo que Dios realmente quiere para mi vida.

—Hijo mío, creo que necesitas descansar, vete a dormir un poco, cuando tu padre llegue tendremos esta conversación los tres —dijo mi madre con la intención evidente de eludir la respuesta a mi pregunta.

—Te amo —le dije.

—Yo también te amo, hijo, y espero que puedas aclarar tus dudas porque no quiero que te ahogues en llanto por una decisión que no te produzca felicidad.

Mi madre me miró y sonrió. Hice una reverencia y caminé hasta mi habitación. Me senté en el piso, moviendo mi cabeza de un lado al otro. No sabía si hablar con mi padre sería una buena idea, pues en mí se habían despertado un sinfín de preguntas que necesitaban respuesta. Para pasar el tiempo, tomé la Biblia y mi cuaderno de anotaciones y comencé a estudiar.

La hora de la cena había llegado, y en la mesa del comedor nos encontrábamos mis padres y yo. Mi madre había preparado sushi, acompañado con onigiris. Comía con cautela, temeroso de la reacción de mi padre, agitaba mi pie debajo de la mesa para calmar mis nervios y ocasionalmente los miraba con la esperanza de que percibieran mi malestar y se atrevieran a preguntarme qué era lo que me perturbaba, pero no sucedió, ellos continuaron conversando sobre su día y yo ya no podía soportar la presión en mi pecho.

—Deseo posponer mi ingreso al seminario —grité con todas mis fuerzas.

Pude observar la expresión de asombro en los rostros de mis padres, mi madre dejó caer la taza que tenía en sus manos quebrándose contra el plato y mi padre tragó saliva antes de articular palabras.

—Kaito, no puedes posponerlo, ya hablamos con el padre Martín para que viajes a España —dijo mi padre con autoridad.

—Lo siento, padre, pero quisiera esperar unos cuantos años más. Creo que debo terminar el instituto antes de unirme al seminario.

—Hijo, ya habíamos hablado sobre el tema y tú eras el más entusiasmado con la idea de querer ser seminarista —dijo mi madre mientras limpiaba sus manos con un pañuelo, habiendo recogido con calma los pedazos de vajilla.

—Lo sé, madre, pero aún soy muy joven y deseo aprovechar un poco más mis años de juventud, quiero tener amigos, salir de fiesta, viajar por el mundo, conocer a una chica hermosa e inteligente.

—¿Quién te ha llenado la cabeza con esas ideas?—preguntó mi padre, levantándose bruscamente de su silla.

—La hermana María dice que debo experimentar el mundo primero para así comprobar si mi deseo es realmente ser sacerdote.

—¿La hermana María ha dicho eso? —preguntó mi madre con voz temblorosa.

—Sí, además, sor Ana…

No pude terminar lo que quería decir porque en ese momento la mano cerrada de mi padre impactó contra mi rostro. Era la primera vez que me golpeaba, por lo que mis ojos se nublaron de inmediato y caí al suelo a consecuencia del fuerte impacto. Mi madre corrió a mi lado y me ayudó a levantarme.

—Padre, nunca me habías pegado —dije con voz temblorosa y lágrimas en mis ojos.

—Siempre hay una primera ocasión para todo —dijo mientras abandonaba el comedor.

Un sabor a metal inundó mi boca, dejé que las lágrimas escaparan de mis ojos y de inmediato mis mejillas se humedecieron. Mi madre permaneció a mi lado y me ofreció consuelo.

—Deberías descansar, mañana podremos hablar con más calma.

—Muchas gracias, madre —dije mientras limpiaba mis mejillas.

—Si quieres posponer tu entrada en el seminario, cuenta conmigo, aunque eso suponga enfrentarme con tu padre.

—No deseo perjudicar a mi familia.

—Lo sé, hijo.

—Discúlpame, madre, nunca quise ser una decepción para ustedes.

—Kaito, no eres una decepción. Me alegra mucho que hayas tomado esa decisión por ti mismo. Sabía que en cualquier momento dejarías de vivir a través de tu padre.

Mi madre me abrazó con fuerza, me dio un beso en la mejilla y me pidió que fuera a mi habitación mientras ella recogía la mesa. Asentí y caminé hasta mi cuarto y al entrar me dejé caer en el piso y comencé nuevamente a llorar. Abracé mis rodillas y sollocé en silencio. Luego de unos minutos, me acosté en la cama, me cubrí con la cobija y comencé a orar. Le pedí perdón a Dios por cuestionar mi fe.

A la mañana siguiente cuando fui a desayunar, mi padre ya se había marchado a trabajar, por lo que desayuné con mi madre en el jardín. Fue un momento silencioso en el que, para disipar mis pensamientos, me centré en mirar hacia el interior de la casa, reparando en los detalles los tonos marrones del piso de tatami cubierto con telas, las vigas de madera que sostienen el segundo piso, las linternas con luz cálida que colgaban a solo treinta centímetros del techo, la caligrafía colgada junto a las escaleras, los jarrones con flores junto a la ventana, el camino empedrado desde la entrada de la cocina hasta el final de la cerca que da a la calle, justo al lado del árbol de cerezos. La mañana era bastante fría, pero no lo suficiente como para tener que usar un suéter de lana. Mi madre estaba usando un Kimono tradicional hasta los tobillos, utilizaba las getas que le había regalado en su cumpleaños, con el cabello recogido dejando su frente al descubierto. No parecía tener casi cuarenta años.

—Esta mañana llamé al padre Martín. Le dije que pospondremos tu ingreso al seminario —anunció de pronto mi madre.

—Gracias —dije mientras me levantaba de la silla para acercarme a ella y abrazarla.

Mi madre me dio un beso en la frente y me acarició el cabello.

—Eres encantador, tus ojos son una ventana al cielo —dijo.

—Es debido a tus geniales genes —respondí con una amplia sonrisa.

Ella rio entre dientes y volvió a sentarse en su silla. Me pidió que también me sentara y, de repente, su expresión cambió por completo.

—Tu padre no ha recibido muy bien la decisión de posponer tu ingreso al seminario, pues está convencido de que quieres abandonar tu fe.

—Sabía que era un error posponer el ingreso al seminario.

—No es culpa tuya. Su soberbia no le permite comprender que la felicidad de su hijo es lo más importante.

—No deseo que mi padre me odie, no podría soportar la culpa.

—No lo hará. Tu padre te quiere, quizás esté enojado un tiempo, pero no dejará de amarte.

Volví a tomar a mi madre entre mis brazos, ella se aferró a mi cuello y luego rodeó mi cintura con sus delgados brazos. Me sentía agradecido con Dios por tener a una mujer tan maravillosa como madre.

—Te quiero mucho, Kaito.

—Lo mismo te digo, madre.

Después del desayuno, me despedí de ella y me dirigí hacia la casa hogar, pues quería contarles a las hermanas la decisión que había tomado. Mientras caminaba por las calles adoquinadas del pueblo, la voz de mi padre pronunciando mi nombre llegó hasta mis oídos.

—¿Hijo, podemos hablar un momento?

—Por supuesto, padre —dije haciendo una reverencia.

Mi padre y yo visitamos una modesta casa de té tradicional en las afueras del pueblo, con una magnífica vista de las montañas al fondo. El lugar era atendido por geishas, quienes vestían sus atuendos tradicionales. Nos sentamos frente a una mesa pequeña y una de las geishas depositó sobre ella una tetera, tazas y un té delicioso que inundó mis fosas nasales.

—Kaito, ¿sabes por qué para nosotros los japoneses las ceremonias de té son tan valiosas? —preguntó mi padre llenando mi taza con un poco de la preciada infusión.

—No lo sé, esta es la primera vez que me invitas a la ceremonia del té —dije acercando la taza a mi boca.

—En una ceremonia del té, los cuatro elementos fundamentales son: la armonía, el respeto, la pureza y la tranquilidad.

—Padre, quisiera excusarme por mi falta de respeto —dije mientras me levantaba y luego me situaba frente a él, con el rostro pegado al suelo.

—No es necesario que te disculpes, anoche estaba muy enfadado y no pensé en las consecuencias de mis actos, te herí con mis palabras y acciones —respondió, tomándome con sus grandes manos por los hombros para que nuestras miradas se encontraran.

—No, usted estaba cumpliendo con su deber de padre, el cual es reprender a su hijo si cree que ha perdido el camino.

—Eso no justifica mi acto de violencia hacia ti.

—Conversé con mi madre mientras tomábamos el desayuno. Ella dice que quizás estés enojado conmigo por algún tiempo, pero que no dejarás de amarme.

—Sabes, hijo, en cuanto conocí a tu madre me enamoré de inmediato. Kaiko llegó a mi vida como los rayos de sol de la mañana, como la primera nevada del año, amo a esa pequeña, frágil y talentosa mujer, incluso más que cuando la desposé. Cuando naciste y vi tus ojos bonitos y rasgados, me enamoré de nuevo, pero solo dos meses después, la enfermedad llamó a nuestra puerta. Los médicos dieron tu diagnóstico: aparentemente, tenías ictericia. Todos afirmaban que solo sería cuestión de tiempo, que morirías debido a que tu hígado estaba muy dañado. Durante siete meses le rezaba a Dios por tu salud, no quería perderte, no quería que tu madre te perdiera a tan poco tiempo de haberte dado a luz. En medio de mis apremiantes oraciones, hice una promesa a Dios: le aseguré que, si tú permanecías con vida, te entregaría a Él a través del sacerdocio.

—Es de lo que estabas hablando con el padre Martín.

—Ahora escuchas las conversaciones a espaldas de las personas.

—Solamente ocurrió en esa ocasión.

—Bueno, hijo, pero ese no es el tema de esta conversación. Creo que, si alguien debe pedir perdón aquí, soy yo —dijo mi padre haciendo una reverencia ante mí.

—Deseo ser sacerdote, padre, solo necesito un poco más de tiempo
—dije, mientras lo ayudaba a incorporarse. No quería que mi padre se sintiera responsable por el destino al cual me había condenado.

Mi padre fue franco conmigo. Nunca él y yo habíamos tenido una conversación tan íntima como aquella. Él siempre fue un hombre de corazón noble y de semblante intachable. Mi padre caminaba a mi lado de camino al pueblo, con la mirada fija en el sendero. Algunas arrugas aparecían en su rostro. Sonreí y me dispuse a hablar.

—Quiero decirte que te amo, padre.

Mi padre me miró fijamente y pronunció sabias palabras con tono pausado.

—El padre del justo se regocijará en gran manera, y el que engendra un sabio se alegrará en él —dijo, mientras colocaba su mano izquierda en mi hombro, dejando ver su anillo de boda.

—El hijo necio es pesadumbre de su padre, y amargura para la que lo dio a luz —dije sonriendo.

—Kaito, eres un joven honorable, y si deseas posponer el seminario, apoyo tu decisión.

Continuamos nuestro trayecto de regreso, luego él fue a casa para poder hablar con mi madre y yo me dirigí a la capilla del pueblo, pues necesitaba hablar con mi Dios y reconciliarme con los anhelos de mi joven corazón.

Tres semanas después, todo había vuelto a la normalidad. Mi padre se disculpó con mi madre y conmigo y las hermanas de la casa hogar estaban felices por mi decisión de posponer el seminario. Mis padres me habían inscrito en el Instituto Gaygo, por lo que comenzaría mis clases una vez que regresáramos de nuestras vacaciones en España. El padre Martín nos había extendido una invitación y mi padre, sin objeciones, aceptó.

La noche anterior a nuestro viaje a Málaga. Me encontraba arrodillado en mitad de mi habitación, con un rosario en mis manos, hablando con Dios:

“Padre misericordioso, tú serás las huellas que dejan mis pies en tan lejana y gran ciudad. Líbrame de cualquier pecado que pueda cometer para que en mi juicio final no tengas que recordar los pecados de mi juventud ni de mis rebeliones. Conforme a tu misericordia, ten piedad de mí”.


7 de Noviembre de 2022 a las 19:35 3 Reporte Insertar Seguir historia
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