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Adriana Vigo


Eran tiempos de invasiones vikingas, por las cuales un niño ha de huir de su poblado para salvar la vida, dirigiéndose a las peligrosas Cumbres Heladas. Cuando está a punto de morir congelado en mitad de aquel níveo paraje salvaje, una joven lo encuentra y rescata. Desde entonces la vida de Kristjan estará entrelazada a la de Vibeke, su misteriosa y enigmática salvadora quien resultará ser mucho más de lo que aparenta.


Fantasía Todo público.

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Capítulo 1

Corría sin saber bien a dónde, tratando de escapar. Habían arrasado medio poblado, la única posibilidad que tenía de salir con vida era ascendiendo hasta las Cumbres Heladas.

Había estado caminando cuesta arriba durante horas, hacía demasiado frio, las pieles de oso que le cubrían ya apenas lo calentaban. Estaba seguro de que pronto llegaría su fin; solo, perdido y congelado.

Se dejó caer sobre las rodillas en la blanca nieve. Nieve, eso era lo único que se vislumbraba, aparte de algunos árboles, pero él ya nos los veía. Extenuado, se tumbó sobre un costado, tembloroso y sin fuerzas para seguir moviéndose. Ya debía de estar a salvo de los invasores, pensaba en su fuero interno, nadie le perseguiría más… Y entonces perdió el conocimiento.





Una esbelta figura blanca se movía tranquilamente por la nieve. Cesando el paso, observó detenidamente un punto concreto del níveo suelo. Al acercarse se dio cuenta de que lo que estaba viendo era una figura humana, un niño. Entrecerró los ojos, pensativa.

Al cabo de varios segundos, sacudió la nieve que cubría parcialmente al niño y se lo cargó al hombro.

—Quizás sea una buena idea —Murmuró para sí misma, con una suave e impersonal voz femenina.





Sintiendo las articulaciones y los músculos del cuerpo agarrotados por el frio, abrió lentamente los ojos y vio hielo por todas partes. Volvió a cerrarlos para abrirlos al cabo de unos segundos; otra vez hielo. Examinó con la mirada aquel techo de gruesa y rugosa escarcha, y fue descendiendo poco a poco por lo que parecía ser la pared, también de hielo. Intentó incorporarse sobre los codos pero tuvo que volver a tumbarse porque la cabeza le daba vueltas. Al instante volvió a caer en un sueño profundo.

Desde un rincón, ella observaba a aquel pequeño de cabello corto y rubio repleto de nieve. Hacía mucho tiempo que no veía a un niño, ni a nadie. Era interesante aquella frágil criatura, tan propensa a morir congelada. ¿Qué haría allí, en mitad de la nada? Se preguntaba, no sin curiosidad. ¿Por qué no estaría con los suyos? Lo averiguaría en cuanto despertara definitivamente.

Cuando abrió los ojos una vez más lo primero que él vio fue el techo de hielo. No había sido un sueño, como creyó.

Se sentía mejor, aunque aún tenía frio. Esta vez no intentó incorporarse, en su lugar giró con cuidado sobre su costado y se dio cuenta de que estaba envuelto en varias pieles blancas y finas. Dio una mirada circular por aquel lugar, todo hielo. Era una cueva, o quizás una caverna, no estaba seguro.

Algo le observaba, sentía unos ojos clavados en su nuca, e instintivamente se estremeció. Giró la cabeza hacia atrás y la vio, a la dueña de aquellos ojos; una joven de unos veinticinco años, calculó él, con la larga melena negra como la noche recogida en una trenza. Era muy hermosa pero había algo en ella que no supo definir en su infantil mente, algo… diferente, esa era la única palabra que halló para describir aquella extraña impresión que le produjo. La extraña desconocida lo observaba con interés, como quien contempla algo exótico y no a otra persona, clavando sus ojos en los del niño; unos ojos azules como el hielo que abundaba en la cueva.

Comenzó a marearse de nuevo. Aquellos ojos… le abrumaban, quería apartar la mirada pero no podía, y ella tampoco lo hacía. De pronto le vinieron a la cabeza imágenes de lo que había pasado en su poblado; la gente huyendo, las casas saqueadas por los vikingos, su madre diciéndole que fuera al norte, a las Cumbres Heladas, que pronto se reuniría con él.

Empezaba a respirar agitadamente cuando la joven cerró los ojos, y el niño se sumergió en el sueño una vez más.




((Así que era por eso)). Pensaba ella.

No se había movido de su rincón, estaba reflexionando sobre lo que había visto. A su entender el niño estaba solo, no iba a volver a ver a su madre tras lo sucedido en su aldea.

—¿Y ahora… qué voy a hacer contigo, pequeño? —Preguntó, más para ella misma que para el niño que dormitaba de nuevo al otro lado de la cueva helada.




Sus ojos verdes volvieron a abrirse con lentitud. Había tenido un sueño muy raro, con una bella joven de extraños ojos azules.

Pero al girarse descubrió que no había sido un sueño; la joven estaba allí, en la misma posición que recordaba.

—¿D-dónde… estoy? —Preguntó, temblando por el frio que hacía.

La joven ladeó la cabeza.

—A salvo. No vendrán a buscarte aquí —Respondió en un tono de voz neutra y sin entonación alguna, casi indiferente.

Parpadeó varias veces, confuso.

—Mi madre… ¿Dónde…?

—No está aquí, tampoco cerca.

Volvió a parpadear; el hielo le lanzaba pequeños haces de luces a los ojos, cegándole.

—¿Dónde estoy? —Volvió a preguntar.

—A salvo. No vendrán a buscarte aquí —Repitió ella nuevamente.

Intentó levantarse pero sentía el cuerpo demasiado pesado y acabó por quedarse tumbado.

—¿Quién… eres?

Ladeó la cabeza hacia el otro lado.

—Esa es una pregunta difícil de responder, Kristjan.

—¿Cómo sabes… mi nombre? —Preguntó, desconcertado.

Las comisuras de los labios de ella tiraban hacia arriba, como en una sonrisa pero sin llegar a ello.

—Me lo has dicho tú, pequeño.

Tenía sentido. Seguro que en algún momento se lo había dicho, entre sueño y sueño.

—¿Y… tu nombre cuál es?

Pareció que lo pensaba, como si no lo tuviera muy claro. Qué extraño.

—Puedes llamarme Vibeke —dijo finalmente, agregando—. Es un nombre común en tu poblado, te será fácil recordarlo.

Intentó cambiar de postura, pero tampoco tenía fuerzas para ello.

—No deberías moverte —le recomendó Vibeke, al verlo intentarlo—. Estás muy débil. ¿Quieres comer algo? Hay bayas, tienes un cuenco frente a ti.

Kristjan no había reparado en el pequeño y rudimentario bol de madera que tenía delante de él, en el suelo. Lo cierto era que se moría de hambre, no recordaba cuando se le había acabado la comida pero estaba seguro de que había pasado mucho tiempo. De inmediato alargó el brazo hacia el cuenco y lo atrajo hacia sí, no tardando en vaciarlo.

Una vez concluida su pequeña comida, depositó el bol en el suelo y volvió la mirada hacia Vibeke, que lo observaba con una ceja enarcada.

—Vaya, aún tienes hambre… no contaba con ello —murmuró más para sí que para él, y añadió en voz más alta—. Te traeré más. Duerme.

Apenas había escuchado la última palabra y ya sus ojos verdes empezaban a cerrarse, no tardando en quedarse dormido de nuevo.

Cuando despertara, otro cuenco más lleno que el anterior descansaba a su lado. El niño no tardó en cogerlo y vaciarlo con rapidez, aún hambriento.

Vibeke permanecía en el mismo rincón donde la había visto antes, observándolo con aquel interés tan peculiar.

—No he encontrado más bayas —dijo—, pero bastará.

Kristjan no estaba muy seguro, aunque era cierto que ahora se sentía mejor. Ya no le dolía el estomago.

—Gracias.

Ella no dijo nada; seguía observándole.

Ahora que había comido se sentía con fuerzas para incorporarse. Lo intentó y consiguió sentarse sobre el suelo, rocoso y gélido aunque muy suave. Al rozar la superficie con los dedos descubrió que era hielo.

— ¿Cuánto llevo aquí? —Preguntó. Ya no temblaba, su voz era clara y segura de nuevo.

—Tres días y medio.

A Kristjan le había parecido que llevaría menos. Supuso que por los periodos de conciencia, muy breves; y los de inconsciencia, más largos.

—Se supone que tenía que subir a las montañas…

—Lo sé.

—Y mi madre me dijo que nos reuniríamos...

—También lo sé.

—Pero… ella no está aquí. No ha venido, y… no sé qué ha pasado… ni dónde está ni si…

No pudo acabar de hablar, su voz se quebró. Comenzó a llorar en silencio, desesperado. ¿Qué les habría pasado a la gente de su poblado? ¿Estaría bien su madre? Necesitaba saberlo y a la vez no quería, porque temía que lo que pudiera descubrir fuese demasiado para él; lo más probable era que los vikingos hubiesen arrasado con todo, como siempre hacían. Kristjan no podría volver, pero, ¿A dónde iría ahora? ¿Qué haría él sin su madre, completamente solo?

— ¿Qué estás haciendo? ¿Por qué tienes la cara empapada? —Preguntó de pronto Vibeke, con el interés plasmado en su impersonal voz.

Casi lo sobresaltó que hablara, tan silenciosa como había estado. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano.

— ¿Te refieres a las lágrimas? —Inquirió, confuso.

—Lágrimas —repitió para sí, como si fuera una nueva palabra que acababa de aprender—. Curioso. ¿Por qué lo haces?

Aquellas preguntas no tenían ningún sentido para Kristjan.

—Bueno… ahora estoy triste. A veces la gente llora cuando esta triste —Añadió, como si tal explicación fuera necesaria y no algo evidente.

Ella se inclinó un poco hacia adelante, y casi parecía intrigada.

—Curioso —repitió de nuevo, en un murmullo contemplativo, para mayor incomprensión del niño—. ¿Y qué hace la gente cuando alguien llora?

—Le... le consuelan.

—Todo irá bien, Kristjan. Estás a salvo. No llores.

Esbozó una sonrisa torcida y algo titubeante, sin encontrar lógica alguna en aquella conversación.

—G-gracias —No sabía que más decir, esa mujer era muy extraña.

De pronto Vibeke se levantó de su rincón. Era la primera vez que la veía moverse de allí. Dio varios pasos hacia él, hasta que quedaron a solo metro y medio de distancia; de repente el niño sintió un poco de frío.

—No puedes volver a tu hogar, Kristjan. Jamás llegarías vivo hasta allí.

Él bajó la cabeza ligeramente, alicaído.

—Pero no tengo a donde ir… —Su voz estaba empañada de tristeza. Nada le quedaba ya, ni hogar ni familia. Absolutamente nada.

Ella contemplaba sus ojos, verdes como la hierba en primavera. Meditaba algo, pero era imposible saber qué; su rostro era una máscara de inexpresividad.

—Puedes quedarte aquí —Dijo al final.

Kristjan no podía creerlo.

— ¿Me… me dejarías quedarme aquí?

Se encogió despreocupadamente de hombros.

—Por qué no… —y prosiguió para sí misma—. Aunque comes demasiado, pero podemos arreglar eso. Y el resto también.

—Pero no tengo nada con qué pagarte… solo tengo nueve años, no sé hacer gran cosa.

—Entonces te enseñaré. Hay tiempo de sobra y no tengo nada mejor que hacer.

22 de Mayo de 2022 a las 02:16 0 Reporte Insertar Seguir historia
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