Han especulado en demasía el futuro de nuestro mundo. Los llamados intelectuales -sustantivo sumamente frívolo hoy día- han demostrado categóricamente que no existen buenos y malos gobernantes. Ya no, al menos. Durante más de un milenio, se sucedieron reyes, presidentes, diáconos y otros grandes héroes de las memorias épicas. La épica, aquel desecho que sale a la luz cuando la gente maltrata la Historia. No desconocemos nuestra Historia. Es esa, quizá, nuestra mayor tortura. Somos plenamente conscientes de nuestro pasado, que es atestiguado por las moribundas sombras ruinosas que imperan en nuestras ciudades. Somos los hijos de una madre muerta en el parto. Cargamos con la culpa de ser nosotros, nuestra generación, y sin duda la de nuestros padres y tal vez -que los dioses me perdonen- la de nuestros abuelos, los responsables de la decadencia infinita que atormenta nuestra existencia. Encerrados en un ciclo sin fin de tormento férreo, plomizo, hemos sumido nuestros ánimos en la autocompasión y somos incapaces de alzar la mirada al futuro con sinceridad.
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