El miserable sabio y la orgullosa flama de la vida jamás de los jamases habían sido amigos en toda su inmortal existencia. Sin embargo, debían cooperar en sus quehaceres en los tres tiempos que se tejían a su alrededor. ¿Por qué debían cooperar si ellos ni siquiera aguantaban la presencia del otro?
La fuente de la conciencia, su eterna maestra, a veces les susurraba que debían trabajar juntos cuando ellos dos peleaban entre guerras de acertijos y malas palabras. Ellos, muchas veces cansados, olvidaban todo lo importante y se iban a dormir, y cuando recordaban todo lo dicho y todo lo vivido, caían en la más turbia de las afrentas sin remedio.
Una vez, en medio de esa lucha insana sostenida, los paisajes y las estaciones que pintaban, con los matices venidos del azul de su tristeza, el gris de su infinito y el amarillo de su alegría, dejaron de cambiar y perdieron la beldad que necesitaban, esa que los hacía únicos y diferentes de todos.
Ellos eran egoístas, muy egoístas y no les importaba nada más que sus indecorosas peleas. Se decían de todo lo que se pudiera desear, impresionando así a más de uno que era testigo de tan tamañas hazañas. Discutían por el dominio y el quién debía ser el que debía destacar en todas las tareas que debían hacerse.
Tareas que debían hacerse para sacar a flote a toda una vida y una vida que dependía de sus manos.
Y la fuente de la conciencia, en un tiempo como cualquier otro, e incapaz de soportar todo lo que presenciaba, con mudo y disimulado asombro, se apartó de ellos y los dejó a su suerte, sin importar cuanto pudieran reclamar.
Y los habitantes de la dimensión de las maravillas, que los contrincantes gobernaban con huraño deseo, y que a veces les reclamaban sus imparciales decisiones, los vieron con otros ojos y se aterrorizaron. Finalmente se habían quitado las vendas que los mantenía ciegos y se sintieron muy tristes.
El sabio y la flama habían sido tan malvados, que, al final de los finales, les dieron la espalda y también los dejaron a su suerte. Provocado el cambio de escenarios y al verse movidos por una revolución de voces y sentires que arremetieron contra su autoridad, provocaron que ellos dos, al final, desistiesen de luchar uno contra él otro.
Verse solos les hizo reflexionar sobre sus acciones. Se miraron muy de cerca, y cara a cara, durante largo tiempo; y entonces sin más, se abrazaron sin importar el daño que pudieran hacerse el uno al otro. Y pidieron perdón por los pecados que habían cometido, contra ellos y contra la entereza de todos los que dependían de ellos dos.
Ahora, se cuenta, que la flama es sostenida por el sabio que, sin lugar a dudas, puede apagarla cuando lo desee; ella confía en él y ya no es tan mezquina. Se ha vuelto la luz y los susurros de su corazón. Y el sabio, que ya no es egoísta, la hace bailar entre sus manos, con el empeño que algún día se hagan un solo ser hecho de fuego y plomo, de niebla y nubes, de plata y oro. Un símbolo de esperanza para todos los que los vieron pelear en un érase una vez.
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