Mientras
observaba por la ventana a la gente que, desesperada, intentaba subirse a los
colectivos repletos, amontonados como sardinas, yendo hacia lugares en donde
estarían peor aún, pensaba en qué tan naturalizado tenía todo aquello. Omar lo
había llamado en la madrugada, diciéndole que esté atento, que en cualquier
momento recibiría una llamada. Ya habían pasado dos horas desde entonces y aún
no había sonado el teléfono.
De
alguna manera se había acostumbrado a la incertidumbre, a esa sensación de
alerta constante en la que se debía estar siempre en esa ciudad y, más aún, en
ese negocio.
Al
ver cómo una mujer intentaba pagar el pasaje del colectivo con una precaria
tarjeta magnética, mientras un guardia controlaba a la gente que iba
amontonándose en la vereda aguardando su turno para subir al vehículo, oyó el
timbre del teléfono.
Ni
bien sonó la primera nota contestó la llamada: “Diga”. Silencio. Luego una secuencia de números. Él ya se las
sabía de memoria, ni bien oyó el número “33” dijo automáticamente “Soy el 9, vengo por el 24”. Silencio.
Después una voz femenina contestó “Bien,
calle 25 de Septiembre al 1600” “4to piso” “Puerta C” “Discreción”.
“Discreción”, siempre
pedían discreción. Como si guardar las apariencias fuera tan importante. Como
si no se pudiera admitir que el sufrimiento humano existe, a pesar de que esté
a la vista de todos.
Viendo
nuevamente por la ventana notó que el sol íbase asomando por sobre los
edificios de cemento, blancos, impolutos. Aquella ciudad parecía un enorme
hospital.
Como
era de esperarse el día sería extremadamente caluroso. Los escasos árboles que
uno podía encontrar no lograban absorber el incesante calor que emitían las
calles de cemento, como si de un horno se tratara, aunque bien podría ser una
sauna, ya que la humedad también era espantosa.
Todo
esto indicaba que debía salir con ropa ligera, y en lo posible de color blanca.
Así que se vistió con unos pantalones deportivos y una vieja camiseta blanca
manchada con lavandina. Preparó su mochila con las herramientas habituales para
el trabajo y salió a la calurosa
mañana que auguraba una jornada aún peor.
Ni
bien pisó la calle lo invadió el olor putrefacto de las aguas cloacales
filtradas de las cañerías, que corrían incesantes a un lado de la calle, como
un recordatorio de la decadencia de aquel lugar.
Decidió
no tomar el colectivo, la hora pico lo sacaba de quicio. Tampoco confiaba en
los taxistas, por lo que caminar era la única opción que tenía. En todo caso su
cliente no vivía lejos, tardaría un
poco más pero llegaría a tiempo.
Solo
unos minutos de caminata bastaron para que su cuerpo estuviera empapado de
sudor, si no fuera por la costumbre estaría completamente fastidiado. Sin
embargo más bien estaba resignado (¿O
quizá el fastidio era su estado permanente y ya nada hacía diferencia?).
Caminar
siempre daba rienda sueltas a sus pensamientos, esto no le disgustaba, más bien
lo disfrutaba a pesar de las condiciones del tiempo. Lo encontraba como un
ejercicio de introspección, y rememoraba aquellos tiempos en los que estaba
vivo, cuando aún le interesaban las cosas y creía en la esperanza.
Esta
vez su caminata lo llevó a pensar en aquellos transeúntes que, como él,
caminaban amontonados en las veredas del centro, soportando el calor e
ignorando a todos a su alrededor. Todos yendo a lugares diversos, historias
autómatas que no diferían en mucho con la suya. Notó que nadie lo observaba,
algunos pasaban y le chocaban los hombros pero sólo lograban emitir un débil “disculpe” sin hacer el mínimo contacto
visual. Notó también que nadie caminaba acompañado, en aquella ciudad
densamente poblada debía vivir la gente más solitaria del planeta. Por último
notó que ni siquiera él notaba a los demás, ahora los observaba, sí, pero no le
importaban. Todas esas personas que caminaban apresuradamente con la cabeza
gacha no despertaban en él ningún tipo de sentimiento. A esto podría llamarlo
indiferencia, aunque no estaba seguro de si fuera un sentimiento real.
El
gran edificio que yacía frente a sí detuvo sus divagues internos por un
momento. “Calle 25 de Septiembre al 1600”
repitió por lo bajo. “Discreción”.
Esperó
un momento a que alguien saliera del edificio para poder entrar sin necesidad
de forzar la puerta. Al poco tiempo un anciano abrió la puerta del edificio.
-
¡Oiga! Déjeme ayudarlo con su bolso -Dijo
aprovechando la situación del hombre que, ajetreado, intentaba sostener la
pesada puerta con una mano, mientras que con la otra trataba de sacar una
pesada valija de cuero.
- Oh, muchas gracias joven
–Dijo el anciano aceptando la ayuda.
Una
vez el anciano hubo salido procedió a ingresar rápidamente al viejo edificio.
Unas amplias escaleras lo condujeron al 4to piso, donde no le llevó mucho
tiempo encontrar la puerta “C”. Luego, observando hacia ambos lados del pasillo
constatando que nadie lo viera, sacó de su mochila una pequeña pinza y un largo
alfiler, elementos con los que se dispuso a abrir la puerta.
Al
entrar lo recibió un denso olor a humedad y polvo acumulado, como si aquel
lugar no se hubiera ventilado en meses. Aquel “living” estaría completamente a
oscuras si no fuera por aquellos débiles rayos de luz que se filtraban por las
rendijas del amplio ventanal que tenía frente a sí, tapado por cortinas azules,
aunque no se lograba percibir bien el color.
En
aquella penumbra comenzó a dar pequeños pasos, tratando de no hacer demasiado
ruido, tarea complicada aquella, ya que el desorden en aquel lugar era notable.
Botellas y envoltorios plásticos desparramados por el suelo, cajas repletas de
objetos metálicos amontonadas en todas partes, incluso pudo percibir restos de
una vieja computadora desarmada sobre una mesa de madera ubicada en el centro
de aquella amplia sala de estar.
De
repente, una pequeña chispa iluminó por una fracción de segundo el lugar. No
estaba seguro de dónde provenía hasta que llegó hasta sí el olor característico
del humo de tabaco. Luego vio que en una de las esquinas de la habitación un
pequeño punto rojo encendía y atenuaba su luz.
-
Llega usted tarde –Aquella silueta en
las penumbras se inclinó hacia delante dejando al descubierto el rostro
famélico de una mujer que lo miraba con rostro cansado. No aparentaba muchos
años, pero podía notarse las marcadas arrugas en la piel producidas por el
tabaquismo.
-
Se suponía que estaría usted durmiendo
–Dijo él dando un paso hacia adelante –Ya
no sé cómo proceder a partir de ahora.
La
mujer sonrió e hizo un gesto que era un suspiro y una risa a la vez – ¿Qué
pasa? –Preguntó – ¿Acaso tiene miedo?
-
El miedo no tiene nada que ver señora.
-
¿Por qué entonces no concluye lo que vino a hacer? –La
mujer lo observaba fijamente mientras seguía fumando el cigarrillo.
-
Va contra las reglas –Respondió él. Esta vez la mujer lanzó una débil
carcajada a la cual siguió un breve ataque de tos.
-
¿De qué reglas está hablando? Yo contraté el servicio –Dijo al
recomponerse.
-
Lo sé señora, aun así debo acatar las reglas establecidas.
-
¿Acaso lleva una cámara escondida?
-
¿Cómo dice?
-
Una cámara sabe, de esas que pueden filmar o tomar fotos
–Dijo la mujer mientras hacía el gesto de tomar una foto con una cámara
imaginaria.
-
No tengo nada de eso –Respondió él.
-
Entonces no veo el problema en que concluya su trabajo. Nadie notaría que me
encontró usted despierta.
-
Yo lo notaría –Respondió.
-
Entonces tengo yo razón.
-
¿En qué?
-
Usted tiene miedo.
-
El miedo no tiene nada que ver, hay reglas. Reglas que seguir para que las
cosas funcionen correctamente –Respondió él
tajantemente.
-
¿Reglas? –La mujer rió de nuevo –Pero si esto ni siquiera es legal.
-
Tampoco es ilegal, como bien lo sabrá.
-
Claro que lo sé –Dijo ella mientras se recostaba de
nuevo en el respaldo del sillón- Vacío legal ¿no es así? La piedra angular
de nuestra moderna civilización- Acotó con marcado sarcasmo.
Él
se dio la vuelta, dispuesto a retirarse de aquél lugar cuando esta lo llama nuevamente.
- ¡Espere!
Tiene que concluir lo que vino a hacer ¡He pagado mucho dinero por este
servicio! -Dijo levantándose enérgicamente del sillón, aunque con algo de
dificultad.
-
Lo lamento señora, como
le dije esto va contra las reglas, no hay nada que pueda hacer al respecto.
-
No sé burle de mí, y no
me hable de reglamentos ¿Acaso cree que a ellos les importan las reglas? ¿Cree
que hay algo de moralidad en su accionar? Por favor, no sea inocente, las
reglas únicamente están para que personas como usted y como yo las acatemos, no
tienen nada que ver con lo que es o no correcto.
- Sin
estas reglas cualquiera podría realizar este trabajo -Dijo
él mirando las luces del pasillo que se prendían y apagaban intermitentemente.
- ¿Cree
acaso que hay algo de especial en su labor? -La
mujer rió nuevamente y se dirigió hacia la cocina.
- Quiero
creer que sí – Contestó él observando ahora el
interior del departamento.
-
Su trabajo no requiere de
ningún talento especial – Dijo sin mirarlo – Lamento
ser yo quien se lo diga, pero es así.
-
Si es tan sencillo ¿por
qué no lo hace usted mismo?
Ella
lo miró por unos segundos y luego repuso – No es la misma situación, usted
sabe eso.
-
Es incluso más barato.
-
¡No sea cínico!
– Dijo la mujer alzando la voz y apuntándole con el dedo – Usted sabe muy bien
por qué no puedo hacerlo, y en todo caso no le incumbe ¡Concluya su trabajo de
una vez por todas!
Él
la observó por un momento pero no hizo comentario alguno. Muchas ideas cruzaban
por su cabeza, aunque ninguna se presentaba con claridad. ¿Por qué las personas
eran empujadas a esta situación? ¿Acaso la miseria de la vida no era
suficiente?
La
mujer volvió a sentarse en el desvencijado sillón y encendió otro cigarrillo.
Luego de un largo silencio habló nuevamente, esta vez el tono de su voz había
perdido toda fuerza, una mezcla de resignación y súplica de apoderaron de ella.
-
Por favor, se lo ruego
– Dijo con las palmas de las manos pegadas una con otra – Usted es mi última
esperanza, si pudiera hacerlo por mí misma le juro que lo haría, pero soy muy
cobarde, toda mi vida lo he sido – Una lagrima comenzó a correr por su mejilla
– No he sabido disfrutar de las oportunidades que he tenido, no he sabido
vivir. Si no quiere hacerlo como parte de su trabajo, se lo ruego, hágalo al
menos por piedad.
Él la observó y no pudo evitar verse
reflejado, meditó unos segundos y luego dijo – ¿Dónde quiere hacerlo?
Un brillo cruzó por los ojos de aquella
mujer al oír sus palabras, su rostro pareció cobrar vida, y por primera vez él
la vió sonreír, pensó que en algún momento debió ser una mujer muy hermosa.
- Aquí
mismo está bien – Contestó ella sin borrar la
sonrisa de su rostro. Él tomó su mochila y se dispuso a sacar las herramientas
para proceder con el trabajo.
Una
vez hubo concluido la observó por última vez y se retiró de su departamento rápidamente
asegurándose de que nadie lo haya visto salir.
En
el hall de la entrada se percató de que una anciana lo vió y lo confundió con
un vecino del edificio.
- Buenas
Jorge, ¿De casualidad sabe si Helena ya ha solucionado su problema con las
cucarachas? Esos bichos sí que son una plaga –
Dijo la anciana con cara de asco.
-
No sabría decirle
– Repuso él siguiéndole el juego – Disculpe pero debo irme, estoy algo apurado.
-
Vaya no más Jorge, que
Dios lo bendiga.
- Igualmente
– Acotó automáticamente y salió del gran edificio hacia el bullicio de la
calle.
En
el trayecto de nuevo a su casa muchos pensamientos cruzaron por su cabeza,
algunos más intrusivos que otros, aunque uno en particular resonaba con
insistencia. Mientras hacía un esfuerzo por cruzar una amplia avenida sin morir
atropellado en el intento, pensó…
¿Que hay de malo con las cucarachas?
Gracias por leer!