Un ente se posa por distintos elementos constructivos de la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México. Es una remota censura a la sede del poder eclesiástico de aquella ciudad del siglo XVI. Desciende de súbito a la planta basilical y descansa breves momentos en cada uno de sus cuatro torreones, que rompen o rasgan los extremos del aire diáfano que arremete en esas alturas, sin molestar siquiera la piedad católica de la feligresía que entra o sale de su interior, como también de la que transita sobre su frente, demostrando santiguos de respeto y homenaje en señal de la cruz.
Tras esos modos de persignarse ante su fachada, ya molesto y en ulular de desaprobación se dirige a la techumbre de madera que la cubre. Desde ahí ríe con malicia, aprobando la pobreza que la corona pues sabe que resta importancia al conjunto de lo construido. A su ardiente entidad le regocija en más algo que no ignora: que ese estado construido resulta desdoro inevitable al carácter general metropolitano de sus habitantes.
Tampoco ignora cuánto se debate por ciertos interesados y devotos extremos, respecto de superar tan ruin arquitectura de conjunto. Tras esa cavilación se decide en mejor momento ante su pesar maligno a una idea para él bastante molesta de oponerse a la propuesta de proyectar una nueva y suntuosa catedral que se asemeje a la de Sevilla. Este demonio no deja de mostrar tampoco más aspavientos de maldad desde el momento en que sabe en su voluntad luciferina, que la voluntad de creyentes a toda prueba ha de soportar el proceso de edificación de su arquitectura religiosa ocurriendo esto entre 1562 y 1813, todo lo cual significa que hay más penas que goces en la dilatada progresión que concluya por fin lo que se encuentra aún inacabado.
El ente, en esos doscientos cincuenta y un años se mofa sin medida y se dispone a maldecir la iniciativa de los creyentes interesados en participar en el realce del edificio. Así, testimonia el concurso de arquitectos renombrados como, por ejemplo, un tal José Damián Ortiz, fiel intérprete de lo que hasta entonces se ha edificado y aún en más, contradice al ente en su diabólica voluntad al reconocer que posee menor rango entre los de su jerarquía, para evitar ver cómo es que se ha de emprender la construcción de los remates en forma de campana de las torres que la adornan. También y con mayor rabia, atestigua la manera en cómo apuntan tales elementos a los cielos abiertos de la Plaza Mayor de la Ciudad de la Nueva España, que se transforma gradualmente y lo irrita en cuánto constituye su pequeña majestad encornada, que no para mientes para soltar improperios todo el tiempo mientras se le permite estar en dicho lugar.
Pero la vida de este siniestro personaje no alcanza a la apreciación de más mejoras que las que se pueden llevar a cabo en esa construcción y su entidad sobrenatural reluce en su condición de demonio sempiterno, alcanzando fuegos tronantes en la cornamenta aún pequeña, que lo delata. Con gran molestia ve que se abre paso ante otro sustituto renombrado: Manuel Tolsá, quién contra todo pronóstico del averno culmina la obra y confiere esbeltez a su cúpula. Luego, a la caja del reloj sobre la que se advierten las esculturas de las virtudes teologales y por consiguiente a la hermosa balaustrada con la que esta Catedral adquiere su estilo unificado, elegante e icónico.
Furioso hasta el delirio revolotea como viento inesperado que se arremolina sobre el costado norte que, andando el tiempo ha de ser el Zócalo Capitalino. Sin poderlo evitar y en una no menor rabia demencial tampoco alcanza a detener los límites de su malestar en tanto continúa fluyendo el paso del tiempo. Sabe bien que deberá solicitar renovado permiso para tratar de detener cualquier reparo, cualquier mejora en toda la arquitectura que impida que ésta cobre fama en el continente americano, pues no debe hacer excepciones incluso ante lo construido ya, como ha ocurrido en la vieja Europa.
Ahora debe contemporizar con su reconocimiento de ser rebasado ante el monumento que está llamado a ser como uno de los más representativos del futuro que se presenta ante su vista: la del Centro Histórico de la Ciudad de México, mismo que pasará a guardar la denominación de la Antigua Ciudad de los Palacios homenajeada en otro dilatado momento por el barón Alexander von Humboldt. Sin duda, queda en su haber de esencia diabólica inconclusa el no poder evitar por un lapso de siglos o momento de tiempo infernal la prolongación de la dilatada construcción de esta obra. Y sin parecer importarle muy poco el compendio arquitectónico que contiene en sus estilos hace solaz supletorio cuando intenta por segunda vez hacer siguiente expansión de la falsa creencia de que, es posible y rápido, entorpecer las vidas, destinos y sinsabores ante mayores avatares que retrasen esa obra a cómo sí lo ha sido, por ejemplo, durante los años últimos de la época novohispana.
Antes de remontar su vuelta al inframundo deja una constante de despecho hiriente, no menos mordaz:
—Esta Catedral Metropolitana, a fe mía, y por permiso del Maestro, ha de recibir restauraciones integrales, sin cuento; y estará condenada a no tener término alguno, excepto porque sólo a condición de que Nuestro Ángel Descendido ordene lo contrario... y la obra continúe perjudicándose, al menos, en un lento e inexorable hundimiento de sus cimentaciones..." —.
CONTINUACIÓN:
AMARILLISMOS
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