lukas_bel Lukas Bel

Mad había visto algún anuncio por la televisión y en las paradas de autobús, siempre con esas excesivamente optimistas canciones de k-pop de las que podía presumir el gobierno de Seúl. No eran las primeras que anunciaban, las de Google fueron las primeras que llegaron a la fama, aunque demasiado prototípicas. Le siguió Apple, con sus caras, aunque elegantes, iGlasses. Amazon no tardó en saltar al ring con unas equipadas con auriculares que te permitían ver series y películas, escuchar música e incluso hacer la compra mientras paseabas al perro. Pero, las de Ssangyong sorprendieron al mundo entero, no solo porque era como si McDonald’s sacara una línea de productos dietéticos, sino porque eran las más avanzadas.


Cuento Todo público.

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Acuérdate de Mí

La vida de las personas está llena de historias ridículas que escuchan y que piensan que nunca les sucederá, pero que siempre terminan alcanzándoles sin que estos se percaten. Para Mus’ad Zappa, esto fueron las Angyeong Ssangyong.

Originalmente, Ssangyong era una empresa de automóviles, pero los nuevos tiempos traen nuevas ideas y las nuevas ideas traen nuevos mercados, algo que hace aguzar los oídos a cualquier ejecutivo. Las Angyeong Ssangyeong (literalmente gafas de Ssangyong en coreano) fueron su producto más revolucionario, porque, pasar de vender coches a gafas algorítmicas conectadas simultáneamente a la red, a todos los dispositivos personales y a la realidad era un paso bastante agigantado para cualquier titán tecnológico.

Mus’ad no era un amish radical que renegase de la tecnología por la corrupción que ejercía sobre la innata pureza humana, pero tampoco era un fanático de la informática que ya no tenía ni un solo cable en casa. Mus’ad se entretenía en las redes sociales, aunque no se dejase atrapar por ellas, asistía a algún maratón eventual de la nueva temporada de la serie de moda de Netflix y unos pocos días a la semana se dejaba absorber por la trigésima temporada del League of Legends. Ni rechazaba el avance ni se dejaba someter por él, su balanza moral se inclinaba ligeramente hacía el lado del rechazo tecnológico.

Si se piensa detenidamente esto es lógico, la ciencia ficción es la mayor herramienta de polarización respecto al avance y si algo predomina en el mundo en el que vive Mus’ad, es la ciencia ficción. De Black Mirror aprendió a tapar la webcam del ordenador, de Ex-Machina a no enamorarse de los personajes de videojuegos y de Terminator a no fiarse de los austríacos. Aunque Mus’ad venía de una familia musulmana, ya tenía razones para no fiarse de cierto austríaco antes de eso.

Por ello, se sentía orgulloso de su equilibrio. Ni necesitaba más ni aspiraba a menos. Sí que veía a gente enganchada a los móviles, que se perdían por un mar de reels, que agotaban, por muy imposible que parezca, el catálogo de plataformas multimedia y que eran castigados con síndrome del túnel carpiano, pero pensaba que él nunca terminaría así. Consciente de los problemas que acarreaban las nuevas tecnologías, intentaba mantener una relación sana con ellas y eso parecía el repelente perfecto para la enfermedad del “ticus”. Al menos, hasta que Sans le regaló las Angyeong Ssangyong.

- El ticket regalo esta en la bolsa.

- ¿Qué dices? Me gustan.

- ¿No hay un mandamiento en el Corán que dice “no mentirás”?

- Eso es la Biblia. Y no estoy mintiendo.

- Sólo quería una forma de acercarme más a ti, Mad. Y de que tú puedas tener tu espacio en esa casa de locos.

- Ya lo sé. – le dio un beso en la frente – Y por eso me gustan.

- Ni siquiera has abierto la caja.

- Es que no quiero usarlas hasta haber leído muy bien como funcionan, ya sabes como soy. Y, ahora mismo, no quiero apartar la atención de ti. – se echó lentamente sobre Sans

Mad había visto algún anuncio por la televisión y en las paradas de autobús, siempre con esas excesivamente optimistas canciones de k-pop de las que podía presumir el gobierno de Seúl. No eran las primeras que anunciaban, las de Google fueron las primeras que llegaron a la fama, aunque demasiado prototípicas. Le siguió Apple, con sus caras, aunque elegantes, iGlasses. Amazon no tardó en saltar al ring con unas equipadas con auriculares que te permitían ver series y películas, escuchar música e incluso hacer la compra mientras paseabas al perro. Pero, las de Ssangyong sorprendieron al mundo entero, no solo porque era como si McDonald’s sacara una línea de productos dietéticos, sino porque eran las más avanzadas.

Las Angyeong Ssangyong (la cacofonía del nombre no tuvo tanto éxito fuera de su península de origen, pero te lo pasabas bien intentando pronunciarlo correctamente) tenía las mismas funciones que sus predecesoras, pero no se limitaban a la marca propia. Podías ver la trigésimo cuarta temporada de The Walking Dead y pausarlo para escuchar el álbum, exclusivo de Spotify, del reencuentro de Daft Punk y terminar deleitándote con los mejores memes de Twitter. La novedad que traía era el reconocimiento de las tendencias temáticas que le permitía recoger los intereses personales del usuario y presentarle el contenido más referenciado respecto a sus gustos. Pero no solo eso, sino que ofrecía una inmersión total en la red en cualquier momento del día, estática o dinámicamente. En la práctica, eso significa que podías andar por la calle sin prestar atención a tu alrededor: las gafas reconocían a otros peatones, obstáculos, circunstancias de semáforos… si el cliente tenía un Ssangyong podría incluso conducir con las gafas puestas. Uno solo tendría que preocuparse de cruzarse con alguien conocido y no darse cuenta.

Para alguien que gozaba de salud informática como Mad, un producto tan excesivo como ese, como mínimo, le erizaba el pelo de los brazos. Pero, ¿qué reacción podría tener ante la expectante sonrisa de Sans, aquel por el que su familia ligeramente tradicional le había retirado la palabra temporalmente? A pesar de eso, las gafas descansaron una semana en la mesita de noche de Mad sin que nadie las tocase y eso que cada día se veía más gente por la calle con el Invento del Año. Hasta Sans se compró unas para él mismo.

Alá maldiga a las baterías y su inclinación a consumirse a sí mismas. Cuando una madre ha invitado a sus amigas para invadir el salón, apoderarse de la tele y ver el capítulo final (o al menos eso decían por tercer año consecutivo) de The Love is in the Air y has vuelto a confundir un cargador de esos de los de toda la vida con el innecesario tipo C, las Angyeong Ssangyong parecen el reproductor ideal para ver ese anime que solo quemará más el género, pero aún es pronto para juzgarlo.

El audio era nítido y la calidad era más que suficiente teniendo en cuenta que Steins Gate tiene unos veinte años. Aunque era un poco molesto que la única forma de desviar la mirada de la pantalla sea cerrar los ojos, con las Angyeong era imposible que te pierdas algo. Además, el control gestual era tan futurista que hacía imposible que Mad evitase sonreír. Fueron veintitrés minutos muy reveladores para él, como la primera calada de un porro. El gancho que terminó de enganchar a Mad fue la aparente lectura de mente que las gafas tienen integradas. Ya estaba preparado para cancelar la reproducción automática del siguiente capítulo, pero en ningún momento se la ofrecieron, sino que le recomendaron un top de los diez mejores animes de ciencia ficción en YouTube.

Aquella noche, Mad durmió con una sonrisa inocente de la que, de entre la mezcla de causas que la rodeaban, desconocía que esas gafas algorítmicas eran una de ellas. A la mañana siguiente, al abrir los ojos y no ver más ventanas que la de su habitación, por la que el sol le lanzaba indirectas para que se levantase, sintió una extraña sensación de vacuidad.

Durante cinco minutos, moderó el debate que se disputaba en su cabeza. Una efusiva representación metafórica de él apelaba a la comodidad y a la diversión de las gafas mientras que otra más calmada pero pasional se remitía a los principios de la pura existencia natural en la que no cabe un aparato que te dice que ver. Contemplando la contradicción en la que se hallaba, a Mad le golpeó una conclusión: la gente había rechazado la televisión, Internet y hasta el maldito 5G y ahora todo eso estaba tan asentado como una mesa. Una mesa a la que no le vendría nada mal la cuarta pata que le ofrecían las Angyeong Ssangyong.

Como si fuera opuesto a una de esas mezclas de actores y modelos de Hollywood, se puso las gafas con toda la teatralidad que pudo encontrar. Al momento, y después de una minimalista animación en la que las alas del logo de la marca de coches se desplegaban, la información se lanzó contra su cara como un parásito espacial.

No era raro que Mad desayunase con la atención fija en alguna pantalla, pero a su madre le sorprendió que aquella mañana estuviese tan cerca de sus retinas, pero se encogió de hombros y procedió al milésimo septingentésimo quincuagésimo tercer nivel de Candy Crash Saga Forever Plus Turbo 2. Las insinuaciones sexuales, voces agudas, bananas de gel, actitudes excéntricas y trama espacio-temporal se proyectaron en los cristales de las gafas durante veinticuatro minutos en los que Mus’ad estuvo a punto de gotearle la leche como si fuera baba.

Sin embargo, consideró que ya era suficiente cuando el zumo de naranja se llevó con él todo rastro de alimento sólido por la garganta como si fuera la cañería de un váter. En ese tiempo, le dio tiempo a ver los memes más graciosos de Instagram, a la vez que se ponía al día sobre la vida de los influencers de moda, leer algunas noticias de cine (¿Gerard Butler había muerto?), jugar unas partidas a su videojuego favorito en una perspectiva desde la que nunca se hubiera imaginado que fuera posible e informarse sobre algunas curiosidades respecto a los Juegos Olímpicos. Pero eso fue todo. Tenía que ir a trabajar y no quería terminar en un centro de destecnologización.

Pero, insertar una patata en un taladro y mondarla en una única monda para freírla, añadirle carne y queso y la salsa que el cliente deseara no le distraía lo suficiente como para no soñar con las posibilidades de eso que estaba en boca de todo el mundo. Cuando se cansó de que los turistas le hablasen más alto y lento porque no era políglota, bajo las persianas metálicas y casi corrió a casa a sumergirse en esas gafas de VR.

Void Reality.

Cuando actualizaron el software y permitieron la conexión multilínea, Sans y Mad se volcaron más en la nueva tecnología. Las videollamadas solo eran la función básica de unas gafas conectadas a Internet. La realidad virtual hacía los paseos más divertidos, las plataformas multimedia te permitían asistir simultáneamente al último estreno mientras ibas en el autobús y tu novio hacia la compra, algo tan sencillo como un Trivial virtual se volvía una odisea por el universo del conocimiento humano y aunque Mus’ad accediese a viajar a la Meca anualmente con su familia, los miles de kilómetros parecían manzanas de distancia cuando dar vueltas alrededor de la Kaaba era un hervidero de memes.

- Si hace unos años eras una deshonra para la familia, no sé porque tu padre quiere que vayas a la Meca como un completo devoto.

- Mi padre se crió con talibanes, suficiente tengo con que no me lapide.

- Zappa me suena demasiado italiano para los talibanes.

- Que mi padre fingiese ser hijo del señor Zappa era la única forma de salir de aquel lugar.

- ¿Tendrás que fingir estar casado conmigo para volver de allí?

- Tienes que repasar un poco de geografía, mi vida, la Meca no está en Afganistán.

- Ya. Además, creo que un matrimonio homosexual no nos ayudaría a sacarte de allí. – la risa de Sans era más hermosa después de comentarios que mezclaban humor y crítica

La vida no había cambiado, solo habían aumentado el número de veces que se sonreía durante el día y ¿qué tiene una sonrisa de malo? Cuando las Angyeong salieron al mercado todos los sectores expresaron sus opiniones y estas variaban. No faltaron los elogios hacia Leena Labroo (propietaria del propietario de Ssangyong) que la consideraron la Mark Zuckerberg o Jeff Bezos de su tiempo. Cada vez más cosas aparecían en el entramado de la mano invisible que ofrecían conexión con las gafas algorítmicas, lo que hizo que varios economistas opinasen que la empresa limitaría el mercado en función de la conectibilidad que se pudiera ofrecer con las gafas. Los informáticos alabaron el trabajo que fue necesario para alcanzar el nivel de calidad que su algoritmo presentaba y algunos intelectuales criticaron la alienación que acarrearía una exposición tan intensa al mundo internauta. Pero, de todos los informes que se publicaron, el más preocupante era el neuropsicológico. Para empezar la tecno-adicción presentaba una tendencia creciente desde inicios de siglo y se encontraba en un punto en el que la comercialización de las Angyeong era como vender ratas en la Europa medieval o agujas sucias en los ochenta. Reflexiones morales aparte, era cierto que el acceso y la clase de acceso que ofrecía Ssangyong era tan envolvente que facilitaba mucho la dependencia y el colectivo que formasen los dependientes sería propenso a disfunciones en los procesos de paso de la memoria a corto plaza a la de largo plazo.

Pero, estos informes, nunca llegaron a alcanzar la popularidad que deberían tener. Las Angyeong tenían una notoria importancia respecto a este hecho, pero no porque la malvada corporación Ssangyong no quisiera que la publicidad negativa no se difundiese excesivamente, sino por un simple error de base: a la gente, realmente, no le importaba. Unas gafas algorítmicas analizan tu comportamiento y te ofrecen contenido relacionado con él. Si el “popular” género de los artículos de investigación neuropsicológica no se encuentra entre tus favoritos, es difícil que su algoritmo te lo recomiende. Hubo quien dijo que, en ese asunto, Ssangyong debería interceder un poco para hacer conscientes a sus usuarios de los riesgos que corrían, pero no tenían ninguna obligación legal y no serían ellos los primeros en cavar su propia tumba. Al fin y al cabo…

¿Qué tiene una sonrisa de malo?

Mad, por suerte podría decirse, no era ajeno a esta información, pero, al no considerarse dependiente, no la consideraba de vital importancia. Y poco a poco, se iba haciendo más vital. Llegó el día en el que Mad se durmió con el cuarto capítulo consecutivo de una serie argentina ininteligible. Y, si duermes sonriendo, despiertas sonriendo. No fue hasta que llegó al trabajo que se dio cuenta de su sonrisa y decidió dejar las gafas en el estante más alto de su puesto. Las Angyeong acecharon a Mad como un justiciero enmascarado durante su jornada laboral, tentándole a gritos desde su atalaya, hasta que el vaho invernal de su boca empañó las gafas de uno de sus clientes.

El ensimismado consumidor ni siquiera se dio cuenta, pero el reflejo de Mad en el cristal de esas gafas fue tentador a más no poder. Frio la última mondadura continua, la sirvió en su bandeja de cartón y se encaró con las gafas como Hamlet lo hizo con la calavera de Yorick. No sería el primer descerebrado que viese la realidad por última vez con su propio criterio, pero aun así había algo en ello que le tiraba para atrás. No obstante, como si de un anillo con consciencia malvada se tratase, los recuerdos que las gafas evocaron en Mad, los más felices que había compartido con Sans y las Angyeong, le mostraron que la pérdida de criterio era un precio justo a cambio de la felicidad.

Había repetido el procedimiento ya varias veces, todas las mañanas y todas las tardes que pasaba con Sans (física o virtualmente), pero, por alguna razón, aquella nueva inmersión fue como volver a la tarde de su infancia en la que descubrió los retrocreativos, todo luces y soniditos triunfales. La separación de actividades que Mad se había empeñado en mantener, las laborales y las sociales, se esfumó rápidamente. Las Angyeong se adaptaron rápidamente a su entorno de trabajo. El reconocimiento de voz era capaz de transcribir las vibraciones vocales de los clientes en caracteres legibles en las pantallas de las gafas, independientemente del idioma. Con un rápido vistazo al reducido espacio laboral de Mad, las gafas fueron capaces de generar un inventario digital y un esquema computacional de la localización de cada cosa. Además, las gafas le permitían olvidarse del tiempo, ya que relojes de arena digital se activaban simultáneamente sin necesidad de intercesión. Aquel día, Mad no llegó cansado a casa por primera vez en mucho tiempo.

Era increíble el espectro que abarcaba la función multitarea de las gafas, que calculaban automáticamente la ruta a casa al terminar la jornada de trabajo, que mantenían el contacto por mensajes con cualquiera sin que Mad tuviera que desatender sus actividades, que le mantenía entretenido durante los valles de clientela e incluso le hacía sugerencias para mejorar la calidad de su negocio.

Esa noche, que tenía planeado dormir en casa de Sans, decidieron llevar su experimentación tecno-juvenil un paso más allá. Sexo algorítmico. Desactivaron las funciones sociales de las gafas y decidieron someterse a las sugerencias de las gafas (a las que se les había instalado un software de reconocimiento microgestual ideal para estas ocasiones). Cuando un placer es tan intenso como suele serlo el sexual, el método para alcanzarlo suele quedar enmascarado por el resultado final. Sans y Mad ignoraron que, aunque fueran las manos, labios y ojos de su pareja los que los llevaron al éxtasis, a estos los guiaban unos números tan invisibles como los cristales de las Angyeong. No fue sexo, fue una ecuación. Así, con la propulsión del caldo de la vida del que nace toda persona, fue como murieron ambos.

Por morir entiéndase el paso a un segundo plano. Aquella noche, Sans y Mad habían relegado la única actividad en la que eran completamente independientes a los designios de efectividad de las gafas algorítmicas. Ya no hablaban con las personas con las que compartían la vida, ni siquiera con la que compartían la cama, ahora chateaban. Ya no viajaban, jugaban videojuegos desde una perspectiva diferente. Seguían besándose, trabajando y escuchando a sus amigos, pero todo siempre bajo el impecable consejo de las Angyeong. Y todo fue bien. Hubo críticas y opiniones negativas, pero también las hay de las películas y rara vez las retiran de las carteleras si siguen vendiendo.

Poco a poco, como pensó Mad aquella mañana que inició su adicción, Ssangyong pasó a ser como Netflix, Microsoft o Sony. Y, como estas, se extendió por el mundo a medida que hacía que todo funcionase mejor. Las gafas algorítmicas llegaron a evitar crisis e incluso a sacar países de la pobreza. La pobreza conviene a los ricos porque tocan a más pastel, pero, cuanto más dinero tengan los pobres, más grande será el pastel. El bien de todos, también es el de uno. Unas simples gafas fueron capaces de traspasar la dura mollera de las personas con las miras más cortas. El crimen y la guerra traen beneficios, sí, pero el respeto y la paz los traen más grandes. El problema es que requieren de esfuerzo, pero ese concepto desapareció cuando lo que tenías que hacer aparecía en forma de tareas simples en la pantalla de unas lentes. Por primera vez, desde hacía dos siglos, no se escuchó ningún disparo en el planeta durante dos minutos. De los quince mil millones de balas que hay en la Tierra, ninguna fue disparada.

La ciencia ficción se había equivocado, la tecnología no se rebelaría contra los humanos y nos llevaría al apocalipsis. Nosotros si lo habríamos hecho, porque dejamos que la tecnología solo fuera una extensión más poderosa de nuestras manos, ya de por sí perversas. Convertimos espadas en rifles, cañones en bombas atómicas y espías en cookies y lo llamamos progreso. El problema nunca fue la tecnología, sino el que la empuñaba.

Así es como funciona un algoritmo, solo le da a la persona lo que quiere, y toda persona, muy en el fondo, solo quiere el bien. Nadie quiere el mal, por eso queda fuera del algoritmo. Y es aquí donde radica el error de base que convierte una utopía en distopía. A ojos del público humano, las Angyeong habían traído una época sumamente pacífica, y ciertamente así era, pero no todo lo que tocaban se convertía en oro. No se puede culpar a unos instrumentos que simplemente dan al usuario lo que quiere, tampoco al sistema nervioso humano por no estar adaptado a lo que su ingenio hace posible. No hay culpable en esta historia, no hay corporaciones malvadas, ni inteligencias artificiales, ni magnates melómanos, no hay culpa alguna. Pero si hay problema.

Nadie siente miedo por enviar un correo electrónico, nadie siente miedo por pensar que no va a llegar. Siempre ha llegado y, por ello, siempre va a llegar. Si algo funciona siempre, siempre va a funcionar. Y las Angyeong funcionan, así que, ¿por qué dudar de ellas? No dudar de su bondad innata, puestos que unas gafas ni son buenas ni son malas, sino dudar de su eficacia. Sin embargo, como con los vuelos comerciales y las pruebas con vacunas, siempre hay problemas mínimos. Aunque, cuando un mundo se somete a un algoritmo, el algoritmo no suele mostrar esas nimiedades. De nuevo, no porque el algoritmo sea malo de por sí, sino porque a nadie desea malas noticias y, cuando un algoritmo obedece nuestros deseos, las malas noticias no suelen aparecer.

Dejando a un lado la geopolítica y el logro de la paz, la gente de a pie usa las gafas de una forma más mundana, remitiéndose a la función básica de las Angyeong, las redes sociales. Internet ofrece muchas oportunidades, pero el grueso no sale de Instagram, Twitter y sucedáneos, aplicaciones ideadas para que te quedes en ellas el máximo tiempo posible y, si el simbionte que te cubre los ojos maneja todos los aspectos de tu vida, ese tiempo suele ser considerable. Eso puede parecer marginal e imposible para alguien con autocontrol, pero tiene una consecuencia que afecta a todo ser humano: la pérdida de memoria. La memoria es un almacén biológico de experiencia que nos hace adaptarnos mejor a la realidad, pero, cuando ya no nos hace falta adaptarnos, ¿de qué sirve? La inmediatez termina por atrofiar la memoria y limitarla únicamente al reconocimiento de referencias en los memes de @repositorio_impresionante.

A eso se limita, por ejemplo, la memoria de Mus’ad. Con los ojos calcinados por la sucesión continua de imágenes y la boca reseca de tanto sonreír, nuestro viejo amigo hace lo que cualquier joven de su edad hace en estos días de hipersocialización los viernes por las noches, sentarse en el sofá al lado de su pareja y atender incondicionalmente a cualquier directo de Twitch. Por lo menos, hasta que cae el servidor y la situación de emergencia se declara. Un fallo tecnológico es el equivalente actual a una hambruna, con la salvedad de que durante una hambruna, siempre podías comerte a los primeros que caían.

En este momento, se manifiestan los efectos que aquellos informes neuropsicológicos vaticinaron tanto tiempo atrás. Es muy difícil que un mecanismo cerebral se atrofie tanto que quede inútil y haría falta algo como una vía de tren atravesando la cabeza de alguien para que eso pasase. Como un músculo, con el debido ejercicio se puede restaurar cualquier función. El principal problema no es ese, sino la amnesia. No es amnesia propiamente dicha, sino, más bien olvido, pero, hasta tal punto que podría llamarse amnesia. Olvidarse de algo es considerar un recuerdo inútil y borrarlo como tantas capturas de pantalla. Cuando las gafas algorítmicas “dominan” el mundo, cualquier recuerdo que no tenga que ver con memes, series y masticar es inútil. Y, cuando el sustitutivo de tu memoria se cae, la persona al lado de la cual estás sentada, es un completo extraño.

En esa mirada de incertidumbre, mezcla de la falta de contacto directo con la realidad y una sensación de deja vu, hervían tantas emociones que por poco no se derritieron los globos oculares que las sometían a fuego lento. Pero no dejaban de estar sentados al lado del extraño menos extraño de sus vidas, aunque eso no lo sabían. No solo era el hecho de tener a un desconocido en el mismo sofá lo que acumulaba y acumulaba tensión, sino que, el hecho de saber que era alguien conocido pero no reconocerlo añadía frustración a una ecuación con un resultado nada deseable.

- ¿Quién coño eres tú? – las tijeras vinieron de la mano de Sans y su usual expresión tan directa

- Eso podría preguntarte yo a ti. – Mus’ad era más indirecto, pero no le faltaba decisión por ello – Yo estoy en mi casa, eres tú el extraño.

- ¿Te estás quedando conmigo? Esta es mi casa, mira la fotografía esa. ¿Quién está? – ese era un punto para Sans a cuya casa se había mudado Mus’ad hacia unos meses, después de adoptar el estilo de vida virtual

- Imposible. – Mus’ad había recibido ese directo directamente en la cara, pero no cejaría en su reafirmación territorial – Las fundas de estos almohadones los ha tejido mi madre. Es la única forma de matar el tiempo, cuando no echan basura por la tele.

Ese último dato despertó algo en el cerebro de Sans, como cuando intentas recordar la trama de una película y el comentario que tu tío alcoholizado soltó con los créditos iniciales lo desata todo como una peonza psíquica. Sans conocía a la señora Zappa como cualquier yerno conoce a su suegra. Los rizos morenos y los inusuales ojos claros que contrastaban con el tono de piel de Mus’ad le recordaron a quien tenía delante. Pero no viceversa.

Sans había llegado buscando trabajo, su familia estaba demasiado lejos como para que Mus’ad la conociera tan bien como Sans a la familia Zappa. Además, una vez retirada la posición defensiva del joven, Mus’ad tenía más espacio para desplegar la suya. Y, el cambio de expresión de su novio, no causó el efecto necesario, ya que la cara de recordar se parece sospechosamente a la de reconocer un error.

- Aja, te has dado cuenta ya, ¿eh?

- No, Mad, esta es mi casa, pero también la tuya.

- ¿Cómo sabes mi nombre? – eso no sería algo por lo que alterarse, pero, a la vez que el deja vu se intensificaba, también lo hacía la frustración - ¿Quién eres?

- Soy yo, soy Sans. Vivimos aquí juntos. Acuérdate, mi vida, acuérdate de mí.

- Eso es mentira. ¿Dónde está? Sans tiene el pelo negro. – Mus’ad se moría por recordar que había pasado y por eso se exprimía los sesos sin saber que trabajar bajo presión empeora el resultado. El avatar de Sans tenía el pelo negro de Sarada, un personaje de un anime viejo que Sans vio en su infancia

- No, no, soy yo. Nunca me he teñido el pelo, me gusta mi rubio natural, ¿no te acuerdas?

- Sans se ha teñido el pelo, por eso lo tiene negro. Tú eres rubio. ¿A qué has venido? ¿Quieres quitarme la casa? Eres un okupa, he visto en Twitter que aprovecháis cuando la gente usa las gafas para tirarle.

- No quiero quitarte la casa, no quiero quitarme mi casa. Quiero compartirla contigo. Por favor, Mad, acuérdate de mí. – pero no servía de nada, después de haber escuchado “mi casa”, Mus’ad había acabado de convencerse y, la convicción, es la única memoria de un desmemoriado

- Voy a llamar a la policía.

Sans, que en aquel momento era presa del medio, la desesperación y el shock, se lanzó a sobre Mus’ad en busca de consuelo y recuerdo. Recordarlo todo de repente, le había asustado mucho y no ser reconocido había sido la guinda. Pero, la repentina y excesiva muestra de afecto de Sans, fue interpretada por Mus’ad como el ataque de un tigre dientes de sable y su instinto neandertal obró en consecuencia.

Realmente, el judoka novato es más peligroso que el experto, porque no tiene conciencia de sus actos y su ataque-defensa puede terminar en tragedia. Irónicamente, la cabeza de Sans terminó en la esquina del mueble que sostenía la fotografía que era la prueba de que se encontraba en casa. La sangre salpicó la fotografía del decimoctavo cumpleaños de Sans y le dio un matiz un tanto perturbador. El resto del cuerpo cayó al suelo como un muñeco de trapo.

La frustración de Mad se esfumó y el shock le dio de lleno al ver como la vida se apagaba detrás de las Angyeong. Furiosa por como Mus’ad se había librado de ella, la frustración volvió escoltada por el miedo y quebró la estabilidad de sus rodillas. Echó un ovillo, el llanto se desató en unos ojos que llevaban semanas resecos. Fue como reventar los muros de una presa. Pero no fue la memoria lo que hizo llorar a Mad, sino la frustración. Todo era felicidad hacía unos instantes y, cuando las pantallas se apagaron, todo se había ido a la mierda muy rápido.

Lloró, lloró y lloró, hasta que los recuerdos se fueron con las lágrimas y, su memoria atrofiada olvidó porque estaba llorando. El servidor se restauró los trucos para personalizar tus Angyeong cubrieron el campo de visión de Mad. La sonrisa se asomó tímidamente y llegó para quedarse. A los cinco minutos, Mad había olvidado que había matado a una persona, al amor de su vida. Y allí se quedó, sentado frente a su cadáver sin recordar nunca que había alguien de quien acordarse.

1 de Octubre de 2021 a las 00:00 0 Reporte Insertar Seguir historia
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Lukas Bel Lector a media jornada y escritor la otra media Gracias por leerme

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Esto no es un universo fuertemente interconectado, pero siempre he concebido mis historias como algo que ocurría en el mismo mundo, siempre hay algún personaje que aparece en más de una historia o algún suceso que se menciona, esto es un recopilatorio de ello Leer más sobre La Realidad.