La primavera ya había hecho acto de presencia, nuevas flores naciendo y algunas (que durmieron con la entrada del otoño) resurgiendo de entre las cenizas como si de un ave fénix se tratase.
El canto de los pajarillos al amanecer, representaba la primera melodía de un nuevo día, acompañado de la cálida presencia de un sol radiante.
Un jardín vestido y adornado de colores alegres; el rojo de los rosales, el rosa de las malvas, el morado de las maravillas, el blanco de las gardenias y el amarillo de los girasoles de sus pétalos componían sus vestiduras.
Y un pequeño colibrí (que cada tantos días pasaba a visitar aquel jardín) revoloteaba por sobre las flores, batiendo sus alas en un constante movimiento de adelante hacia atrás, sin descanso. Husmeaba de flor en flor y al terminar su recorrido, se retiraba satisfecho.
Como cada año, entre los meses de abril y septiembre, un par de visitantes primaverales trabajaban arduamente desde la primera luz matutina, recolectando material y haciendo las reparaciones necesarias para su pequeño nido (compuesto de pajitas y barro), que serviría de hogar en los siguientes meses, para ellos y sus futuras crías.
Iban y venían durante el día, cargando en sus pequeños picos bolitas de barro y ramitas y una vez llegada la tarde, poco antes del anochecer, paraban su trabajo y descansaban. Y al día siguiente retomaban su rutina. Dicha labor, les llevaba en concluir algunos días y una vez terminada, la hembra se preparaba para empollar y darle la bienvenida a sus polluelos dentro de dos semanas.
Había llegado el momento y con ello el débil y casi imperceptible trisar de los polluelos en sus primeros días comienza a hacerse presente, anunciando su llegada a la vida. Padre y madre, viajan sin descanso, buscando y llevando el alimento (basado en pequeños insectos, como moscas) a sus crías.
Ya es tiempo de aprender a volar, después de pasar 21 días en la seguridad y comodidad de su nido. Las avecillas titubean y tienen miedo mientras sus padres a escasos centímetros de ellos les hablan (cantan) y les muestran como mover sus alas; los pequeñitos hacen el intento pero no lo logran. A lo largo de esos días en los que están aprendiendo a volar, el lugar se encuentra sumido en una completa sinfonía de cantos, provenientes de aquellos seres vivos, brindando un ambiente alegre y lleno de armonía.
Después de varios intentos y tras varios días, logran dejar el nido por primera vez y como si los padres les estuvieran aplaudiendo, comienzan a entonar una serie de notas musicales.
Paseándose libremente, las avecillas presumen de su plumaje azul eléctrico (que resplandece con el sol y le confiere un aspecto aterciopelado), que combina con el negro oscuro de sus alas y su cola ahorquillada y con el blanco de su pecho.
Se van y vuelven, para después irse y no regresar.
Semanas después, la madre ya se encuentra empollando por segunda ocasión. Las nuevas crías nacen, son alimentadas, les enseñan a volar y aprenden a hacerlo.
Los últimos días del mes de septiembre se aproximan, y con ello la partida de aquella familia de golondrinas, que llegaron siendo dos para ahora irse diez u ocho. Dan sus últimos cantos a la temporada de calor, se despiden del verano para dar comienzo a su viaje, emigrando así a lugares más cálidos.
El otoño llega, el nido ahora está vacío y aguarda hasta la próxima primavera, esperando el regreso de aquellos residentes.
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Nota de la autora: Este cuento fue inspirado, tal y como lo dice el mismo nombre, por golondrinas, después de tener la oportunidad de observar de cerca (durante los últimos cinco años) a estas pequeñas y majestuosas avecillas, que decidieron hacer un nido en mi casa. Llegue a encontrarles bastante interesantes. No suelen ser bienvenidas porque la gente dice que sueltan unos animalitos llamados gorupos.
Quiero aclarar que no soy experta en aves y todo lo que plasme aquí, es con base a lo que he observado.
© 2021, Marcela A. R.
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