walalaos German Gabriel

La historia del auge y ocaso de una civilización antigua, cuya destrucción trajo consecuencias nefastas al mundo.


Cuento Todo público.

#343 #341 #301 #ficcion #32816 #332 #fantasia #295 #347
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El mar Escarlata

Cuando el sol por fin se terminó de ocultar detrás de la espesa arboleda, el grupo no tuvo más remedio que armar un rústico campamento a la intemperie. Estaban cansados. Habían recorrido más de 100 millas desde que partieron de su hogar; nunca se habían alejado tanto de él. Y aun tenían por delante mucha distancia que recorrer hasta llegar a su destino. No tenían mucho tiempo.

El grupo dejó su equipaje apilado al lado de un viejo sauce, a resguardo de la lluvia. Luego, armaron un fogón en medio del lugar y se sentaron a su alrededor. La noche había llegado acompañada de un frío gélido.

Steven, el más joven de los tres, se sentaba con la espalda apoyada en un árbol, mientras afilaba la navaja que había conseguido en su paso por el templo de Kript. Las llamas de la fogata daban un tono siniestro a su rostro pálido, recorrido verticalmente por una cicatriz y enmarcado en largos rizos negros.

—Que mierda. ¿Por qué hace tanto frio de repente? Juro que antes de entrar a este bosque me moría de calor —Dijo, mientras se cubría con una gruesa manta de lana—. Además, estamos en pleno verano…

—A este bosque no le interesa en lo más mínimo en que estación se encuentra el mundo, Steven —Respondió el viejo Jorgen, su guía desde que habían partido. Mientras hablaba, el humo de su pipa se elevaba armoniosamente y su vista se perdía en la oscuridad circundante—. He escuchado rumores sobre cosas extrañas que suceden en este lugar, especialmente durante la noche. Es mejor que intentemos pasar desapercibidos hasta el atardecer.

—Pues a mi me parece un bosque común y corriente. Tal vez, un poco más tenebroso que los anteriores en que hemos estado —Opinó Marcus, mientras observaba las largas ramas del sauce extenderse hacia ellos. Era un poco mayor que su amigo Steven. Su pelo rubio y rizado, antes ligero como la seda, ahora estaba completamente enmarañado producto de los largos días de viaje. Su ropa de alta costura también estaba destrozada. Mientras hablaba, tiritaba de frío al lado del fogón.

—Tonto es el hombre que confía en sus percepciones sin tomar precauciones —Afirmó Jorgen, con tono didáctico—. Manténganse atentos. Este no es un lugar en que se pueda descansar tranquilamente. Mientras caminábamos por el sendero sentí la presencia de seres que no eran simples animales. Tal vez sean amigables; no todas las criaturas del bosque buscan hacer daño a los viajeros. Pero no puedo asegurarlo.

—Bueno, entonces nos acechan criaturas. La noche será mas larga de lo que pensé —se lamentó Marcus.

—Al menos pudimos refugiarnos del frio bajo estos sauces. Sin abrigo, nos hubiéramos congelado —Dijo Slevin, optimista, mientras se sentaba un poco alejado del grupo, entre la penumbra de unos arbustos. Jorgen asintió.

El aullido de un lobo se escuchó en la lejanía, seguido por otros tantos que respondieron su mensaje. Luego, se hizo un silencio total. Alrededor de ellos danzaban las sombras; las siluetas de sus figuras se proyectaban en el suelo como si fueran espectros. Más allá de la luz que emitía la fogata, la oscuridad era total. Por primera vez en su viaje, no pudieron pasar la noche junto a la compañía de los astros; el denso ramaje que se extendía por encima de ellos los separaba irremediablemente. Estaban completamente solos. Un búho se posó en una rama cercana a ellos y los observó, intrigado.

No podían acostarse a dormir. Nadie lo admitía; en realidad, no era necesario decirlo. Era una idea que todos compartían tácitamente. Incluso Marcus, el más escéptico de los cuatro. El lugar era demasiado tenebroso como para acostarse a descansar despreocupadamente y su temor se amplificaba en medio del silencio.

Steven no lo aguantó más y por fin volvió hacer a Jorgen la pregunta en que los tres jóvenes estaban pensando.

—Aun no lo entiendo. ¿Por qué tuvimos que tomar esta ruta en vez de zarpar hacia el Mar Escarlata?

Jorgen exhaló el humo de su pipa y cerró los ojos lentamente, cansado de dar la misma explicación una y otra vez.

—Ya te lo dije. El Mar Escarlata es intransitable. Sería un suicidio colectivo el solo hecho de pasar por delante de él, por lo que debemos rodearle.

—Esto es una pérdida de tiempo —clamó Steven, indignado—. En estos momentos podríamos estar llegando a nuestro destino, pero en vez de eso estamos aquí sentados como unos idiotas.

—Steven, Jorgen es nuestro guía. Debemos confiar en él. Hasta ahora nos ha llevado por buen camino, por lo que no hay razón para llevarle la contra —dijo Slevin, mirando a Steven con la misma desconfianza que lo había observado durante todo el viaje.

—Pues yo en esta causa estoy del lado de Steven —dijo Marcus—. ¿Qué supersticiones son las que nos prohíben surcar el Mar Escarlata? Lo vi en el mapa que estaba colgado en la posada. El lugar al que vamos está justo del otro lado…

—Ay, ustedes sí que me van a volver loco —Dijo Jorgen—. El Mar Escarlata no es un lugar apto para jóvenes débiles como ustedes. Se los aseguro. Puedo protegerlos de los peligros que acechan en estos bosques. Pero en el mar, me temo que no podría cuidarlos, al menos no sin mi espada, la cual me fue robada. El mar será nuestra última opción para lograr nuestro viaje, en caso de que fallen todas las demás alternativas. Tendremos que cruzar este bosque y rodearlo, aunque nos lleve un tiempo considerable. No voy a pronunciarme de nuevo.

—Pero, ¿cuál es el peligro de ese mar? En el mapa parecía uno común y corriente.

—¡Son cansinos! Ya ha explicado que no podemos cruzarlo —protestó Slevin, fastidiado.

—Pues a mí también me gustaría conocer por qué no podemos.

—Muy bien, Muy bien. Si tanto insisten, les explicaré por qué no podemos tomar esa ruta. Les contaré la historia del Mar Escarlata. O más bien, la historia sobre como se ganó ese apodo. Ya que antaño era conocido como el Mar de Zafiro, una de las maravillas de este mundo. Pero les advierto: esta no es una historia para escuchar en el medio de un bosque corrupto como este. Si por error pronunciara los nombres verdaderos de las personas que participaron en este episodio, podría invocar sobre nosotros a la desgracia. Tal es el peligro de contarles esto aquí, donde ni siquiera contamos con la protección de las estrellas. Es una historia trágica y cruel, que empieza, como muchas de las grandes historias, con la debilidad de un rey honorable…



Esta historia se remonta a épocas oscuras de la humanidad. Cuando los albores del tiempo presenciaron el levantamiento de las primeras civilizaciones humanas y su posterior desarrollo. Tiempos a los que nuestra memoria ya no logra penetrar en su totalidad sino solo fragmentariamente. Es imposible conocer lo que sucedió en el Mar Escarlata con exactitud; todas las evidencias directas del accidente se han perdido para siempre y su testimonio no logró sobrevivir el paso de las generaciones. Aun así, algunos cantos, narraciones e historias populares de otras épocas sobrevivieron al paso del tiempo y nos pueden ayudar a formar una idea sobre el trágico evento.

Como dije anteriormente, el Mar Escarlata era llamado antiguamente el Mar de Zafiro, debido al característico color azul cristalino de sus aguas. Era un lugar espléndido; viajeros de todos los rincones del mundo iban a presenciarlo, movidos por las historias que escuchaban sobre su belleza. El cabotaje transcurría con frecuencia a través de su corriente apacible y la pesca se realizaba con gran abundancia.

Sus aguas dieron cobijo a muchos reinados, que surgieron y desaparecieron a través de las eras. Pero solo uno de ellos nos interesa: El Reino de Lorenay, último en habitar las aguas del Mar de Zafiro. No se sabe mucho sobre él, los cantos solo describen la imagen de sus grandes torres que se alzaban hasta tocar las nubes, para luego reflejarse en las claras aguas de la costa. Sin duda fue un reinado de gran abundancia.

En él gobernó un monarca muy querido por su pueblo, llamémosle…Laurence, junto con su amada reina Katalina. Pronunciar el verdadero nombre de Laurence en este lugar, tan cercano al Mar Escarlata, sería nuestra total perdición, por lo que voy a hacer el esfuerzo de ocultarlo bajo este apodo.

Laurence era, en realidad, una persona bastante corriente. No destacaba por su inteligencia ni su habilidad como guerrero. Tampoco era un gran administrador del reino ni un idealista. Había heredado el reino de su padre con todos sus problemas prácticamente solucionados. Su apariencia física contenía todos los atributos característicos de su casa real: un cabello largo y blanco como la nieve y unos ojos marrones de tono rojizo. Era alto y muy esbelto, con manos de dedos largos y escuálidos. Caminaba con orgullo, portando en su manto real los colores de su familia: rojo y blanco.

Katalina, en cambio, era completamente distinta: su pelo era cálido como el de un zorro, sus ojos eran del color de la hierba y su piel era de una tonalidad ocre como la tierra. Su apariencia desentonaba bastante en aquel lugar. No obstante, ella tenía una cualidad que la hacía destacar sobre su esposo: su sensatez. Ella provenía de una casa donde la relación con la servidumbre era distinta: los reyes gobernaban no sobre la fuerza de la tiranía, sino en la legitimidad que confería el respeto que se ganaban con esfuerzo. Ellos existían para servir y no al revés. Administraban sus riquezas para el bien de sus ciudadanos, intentando mejorar la vida de todos, por más pobres que fueran. Así, según los relatos, Katalina fue la que enseñó a Laurence a gobernar dignamente, y fue producto de esa gobernanza que el país consiguió su renombre.

Laurence y Katalina pronto fueron reconocidos por su relación estrecha con sus ciudadanos y por la humildad que profesaban. También fueron grandes impulsores de las ciencias y las artes. Probablemente, los filósofos de Lorenay lograron desentrañar misterios muy significativos sobre el universo. Las crónicas de los últimos viajeros, que visitaron el lugar cuando se encontraba en el clímax de su resplandor, describen tales artefactos que son imposibles con nuestra tecnología actual: máquinas que se movían al accionar complicados mecanismos, grandes pilares que despedían rayos a su alrededor y otros que generaban luz, no como las antorchas, sino como lo hace el mismo sol.

No obstante, en un fatídico día, el destino del lugar se vio turbado por la visita de un mercader. Era completamente calvo y en su frente llevaba tatuado el símbolo de un ojo. Llegó al lugar montando una cabra grande como un caballo y vestía una túnica gris que cubría todo su cuerpo. Lo llamaremos Nerú, el peregrino. Nerú, extraño por esos lugares, decía traer reliquias pertenecientes a tierras muy lejanas. Entre ellas había de todo: estatuillas antiquísimas de civilizaciones perdidas, joyería valiosísima de fabricación muy elaborada y piezas de bronce, plata y oro. Pronto, el rumor sobre la presencia de aquel peregrino llegó hasta los oídos del rey y la reina y ellos, muertos de curiosidad, solicitaron su presencia. Y él se presentó.

Se presentó directamente en frente del rey, al que le ofreció sus mercancías a cambio de un precio. Nada de lo que el mercader vendía le impresionó a Laurence y Katalina, que acostumbraban llevar una vida más bien sobria. No se mostraron interesados, hasta que el vendedor reveló su última pieza, la más valiosa de toda su colección.

Era la gema más espectacular que Laurence había presenciado jamás. Era grande como la cabeza de un hombre y su forma se asemejaba a la de un huevo. Su tonalidad blanca despedía un tenue brillo azul. Stigmatita, un mineral extraído de las montañas blancas del norte. Así la llamó el forastero. Ese ejemplar era particularmente grande y había sido trabajado por artesanos maestros en su disciplina. Su superficie era completamente lisa y muy fría. No tenía ningún tipo de imperfección. La joya, ahora entre las manos del mercader, parecía capturar la luz a su alrededor, que entraba por los ventanales de la sala, oscureciéndola cada vez más. Aun así, su color blanco se mantenía imperturbable.

El mercader dio su precio, más alto que el de todas sus otras mercancías juntas, y Laurence aceptó el trato sin chistar. Estaba fascinado. No podía apartar sus ojos de aquella gema tan espectacular. Nunca había visto nada similar y, de repente, luego de contemplarla, había sentido una profunda ansia para poseerla. Su reina fue más prudente y le aconsejó no gastar dinero en aquella joya.

—Tu reino es rico —le dijo Katalina—, pero no puedes permitirte gastar una fortuna en banalidades. Además, el dinero que estamos ofreciendo nos fue confiado por nuestros sirvientes. Y ellos no estarían de acuerdo en que se invierta en una decoración para la sala del rey.

—Es solo una gema, Kata —probablemente contestó Laurence—. Un pequeño placer que nos permitimos como reino, nada más. Comprar esta joya no nos va a llevar a la banca rota. Estás exagerando.

—Pero Laurence…

—¡Basta! Ya tomé mi decisión.

Así, Laurence no escuchó el consejo de su reina.

Los días pasaron y ya nada se supo de aquel extraño peregrino. Desapareció por completo de la ciudad y de la historia misma. No he podido dar con su identidad en ninguno de los archivos que he visitado, pero sospecho que su participación en esta historia no fue solo una mera coincidencia. Las descripciones de su apariencia, el tatuaje con la forma de ojo, me hacen sospechar de alguien que sigue entre nosotros. Pero ahora no viene al caso.

El asunto es que Laurence se sumió más y más en su obsesión por aquella piedra, hasta el punto de llegar a pasar días enteros encerrado en su cámara, contemplándola a ella. Solo a ella. Su familia estaba preocupada por su salud, al igual que su servidumbre. Su humor había comenzado a cambiar. Se había convertido en una persona de modales toscos y muy arisca. No quería que lo visitara nadie, ni siquiera su esposa. Solo entraban a su cámara los sirvientes más leales para llevarle comida y cambiarle la ropa. Su salud mental empobreció a una velocidad vertiginosa.

Katalina comenzó a reinar en nombre de Laurence y por muchos años todo continuó con normalidad, al menos para las personas ajenas al castillo real.

Laurence era irreconocible. Estaba flaco, envejecido, y vagaba por los pasillos como un ente, mientras hablaba consigo mismo con una voz febril. Muchos sacerdotes y hombres de ciencia intentaron sanar su enfermedad, pero los intentos fueron en vano. Laurence ya no era el hombre digno y orgulloso que había conocido Katalina.

Pero mientras que por fuera Laurence parecía ser un cadáver andante, una llama crecía con intensidad en su interior, alimentándose de todas las cualidades que antes lo habían hecho grande. Lo que había sentido al comprar y poseer aquella hermosa gema no se comparaba con ningún otro placer que hubiera experimentado con anterioridad. Una avidez por poseer objetos valiosos había despertado en lo profundo de su ser y lo dominaba por completo. Su enorme tesoro ya no era suficiente; debía comprar aún más Stigmatita.

El rey expresó su deseo en un consejo y a Katalina le aterrorizó tal idea, preocupada al ver la salud mental de su marido descender día tras día hacia lo que parecía un abismo. Pero no pudo impedir su concreción. El rey tenía la autoridad y ellos debían obedecer. Pronto, cuadrillas enteras de emisarios zarparon hacía las montañas blancas con la misión de adquirir el mineral que tanto deslumbraba a su rey. Y lo lograron. Y el viaje se repitió una innumerable cantidad de veces.

No es difícil comprender de que manera el reino se sumió en una ruina económica. Pronto, las arcas del rey comenzaron a escasear y ya no había suficiente oro para financiar sus caprichos. Para subsanar este problema, los impuestos fueron aumentados y su pueblo, ya distante a la figura del rey, se sumió en el descontento. La reina intentaba apaciguarlos ofreciendo asistencia a los que más lo necesitaran, pero sus esfuerzos fueron en vano. La ira de los ciudadanos no tardó en manifestarse: se agolparon enfrente del castillo de su majestad y le exigieron respuestas.

Y las respuestas llegaron, si que llegaron. Pero no en la forma en que ellos esperaban. Laurence, completamente ajeno a la razón y las necesidades de su gente, envió su ejército a pacificar las protestas. Les ordenó que no tuvieran piedad. ¡Aniquilen a los ingratos y cuelguen a los traidores!

Muchos soldados se negaron; después de todo, eran sus propios vecinos, colegas y hermanos los que se encontraban amotinados en las calles. Pero otros tantos cedieron ante el soborno: un puñado de Stigmatita puede torcer hasta la más férrea de las voluntades. Armados con largas alabardas y montados en fieros corceles, fueron insensibles a la hora de despellejar a los rebeldes. Los niños eran aplastados bajo las herraduras de las bestias y las madres ni si quiera tuvieron tiempo de llorarlos. Los bebes eran arrancados de sus brazos y arrojados a las fieras. Los hombres que fueron capturados con vida terminaron colgados en la plaza pública. A las mujeres les deparaba un destino aún peor. El calor despedido por los innumerables incendios causados en la ciudad se podía sentir a millas de distancia. Pronto todo se convirtió en cenizas. La destrucción del reino fue total: la mayoría pereció en la carnicería y los pocos que quedaron vivos huyeron.

Mientras el caos se propagaba, Laurence seguía encerrado en sus aposentos, sin siquiera conocer lo que sucedía en el exterior. Nada le importaba más que sus riquezas. Sus hijos lo habían abandonado hace mucho tiempo, junto con el resto de su familia. La única que permanecía a su lado era Katalina.

Un día, ella no pudo más con su angustia. El ver a su reino y a su esposo, las dos cosas que mas amaba en el mundo, completamente destrozadas, la sumió en una fuerte desesperación. Por fin, se quitó la vida. Fue en ese momento cuando Laurence finalmente reaccionó.

Se despegó de sus riquezas y lloró junto al cuerpo de su amada por todo el tiempo que habían pasado juntos. Luego, presenció su reino, lo que había sido el escenario de un cruel matadero regentado por él. Observó sus manos y estas estaban empapadas de sangre. La sangre que había sido derramada por expresa orden suya. Sangre de sus servidores. Sangre de sus compañeros. Sangre de su familia. Y la sangre de su amada. Se sentía inmundo. Debía limpiarse.

Fue hacia el Mar de Zafiro descendiendo por una empinada colina, intentando huir de todo: de sus pensamientos, de la locura, de la muerte que ahora reinaba su país, de su error. Y lo contempló: sus aguas eran prístinas y brillaban a la luz del sol. Entró en ellas para lavarse y purificar su persona. Para olvidar lo que había hecho y deshacerse de la culpa que lo carcomía. Pero la totalidad del mar en su basta extensión no era suficiente para limpiar la sangre. Lentamente, las aguas se fueron volviendo más y más turbulentas, mientras que, por el contrario, Laurence aún estaba sucio.

—¡Dioses, escuchen mi plegaria! ¡Permítanme deshacerme de los pensamientos que me atormentan! —Gritó Laurence hacia la amplitud del mar—. ¡Purguen mi alma con el bálsamo que son sus aguas, para que pueda volver a disfrutar del sueño y olvidar las atrocidades que he cometido!

Pero el mar continuó enturbiándose más y más, hasta alcanzar un enfermizo tono escarlata. Parecía que el mar iba a seguir oscureciendo sin parar, hasta que por fin Laurence murió en sus aguas, aun empapado de sangre. Los dioses nunca le respondieron.



Luego de que Jorgen terminara de contar la historia, un silencio sepulcral se apoderó del grupo. Nada en el bosque se movía, todo alrededor de ellos estaba congelado, como expectante. El búho que se había posado en una de las ramas aún los observaba con los ojos abiertos de par en par. Se mantuvieron callados por un largo rato, hasta que Slevin rompió el silencio:

—No tenía idea de que fuera una historia tan trágica…

—Si, lo es. Y la historia aún no ha terminado —dijo Jorgen—. Los acontecimientos que acabo de contar no son más que el comienzo. Luego de que Laurence muriera y el mar se tornara carmesí, seres terribles comenzaron a habitar en él. Criaturas que no pertenecen al orden natural de este mundo fueron atraídas por las energías del lugar y aumentan en número al momento en que hablamos. Nadie sabe qué son ni de dónde vienen, más su naturaleza malévola es evidente dadas las historias que han protagonizado.

—¿Podrían ser sirvientes del imperio? —pregunto Steven—. Tal vez, luego de los sucesos tomaron el lugar como suyo.

—Eso es imposible, dado que el propio Señor evita ese lugar con mucho recelo. Las criaturas que ahí habitan son una amenaza tanto para nosotros como para la propia oscuridad, ya que amenazan al mundo en sí mismo —Respondió Jorgen. Seguía fumando su pipa y su mirada se perdía entre las llamas de la fogata—. Tiempos difíciles son los que nos tocaron vivir, donde la bondad es débil y flaquea, mientras que la maldad reviste numerosas formas y parece cobrar una fuerza infinita.

1 de Julio de 2021 a las 22:47 0 Reporte Insertar Seguir historia
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Fin

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German Gabriel Me gusta mucho leer y en mis tiempos libres intento escribir alguna que otra historia. Los invito a ponerse cómodos y a disfrutar de mis relatos 👊

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