kevin-christopher1623341373 Kevin Christopher

Ya entrado en edad, y después de perder a su esposa, un hombre decide volver al lugar donde creció; la granja de sus padres. Ahí comenzará a experimentar extraños sucesos que lo harán poco a poco desviarse de la realidad.


Cuento Todo público.

#347 #vejez #ficcion #suspenso
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La tierra

1


El tiempo es cruel para nosotros los viejos, y es que…, es una carrera perdida. No hay tregua, no hay nada que nuestros pies puedan hacer. Para cuando quieres jugar su juego, te miras al espejo y notas que donde antes hubo brillo, ahora solo hay polvo. Somos seres cenizos, listos para ser envueltos y olvidados.

El día que mi esposa murió, no quedó nada por lo cual quedarme en Wooden. Entregué la mayor parte de mis años a este pueblo, pero aun así, me dio la espalda.

Las calles cambian. Los lugares que algunas vez creíste conocer, ya no son ni serán lo que fueron para ti. Aquellos amigos, vecinos, conocidos; se han marchado, han muerto, o te han olvidado.

Nada me quedaba hacer aquí. Y es por eso que hice mis maletas, llené el tanque de combustible, y me largué.

Creo firmemente que cuando alguien envejece, necesita volver a casa, y eso fue lo que hice.

La granja de mis padres siempre estuvo a mi disposición. Fui hijo único. Y a pesar de que hubiera disfrutado contar con la compañía de un hermano, una hermana, mis padres jamás sumaron otro integrante a la familia.

El terreno es extenso, su estado: muy deteriorado. Los recuerdos están allí, borrosos, pero no se han ido. Fueron décadas las que pasaron desde la última vez que estuve aquí. Sin duda hay mucho trabajo el que tengo que hacer, y espero que dios me dé las energías para poder lograrlo, en él confío.

La hierba llega hasta el cielo. La cerca está muy deteriorada, su pintura; opaca por el sol. El granero parece caerse a pedazos. Y el molino, a pesar de los años, se yergue con orgullo; fuerte, resistiendo el paso del tiempo.

Es la fachada de la casa la que hace que me dé un vuelco al corazón. Y es que es imposible no sentirse mal al ver su estado. Cada una de las ventanas rotas. La humedad consumiendo la madera. Las tejas desperdigadas en el suelo, dejando expuesto el techo para que la lluvia haga de las suyas. No quiero ni imaginar cómo estará por dentro.

Probablemente haya sido mala idea haber venido aquí.

Me acerqué a la puerta. Fue una suerte no haber roto mi pierna al subir por el primer escalón del pórtico, ya que éste se hundió hasta el suelo cuando puse un pie sobre él. Si no muero por la vejez o el esfuerzo que me costará recomponer esto, será la casa misma la que termine conmigo.

Cuando coloqué la llave sobre la cerradura y giré el pomo para entrar, no pude ni creer lo que mis ojos veían. Y es que por dentro nada parecía haber cambiado. Todo, todo seguía exactamente como lo recordaba: el color de las paredes y sus cuadros colgados. Los muebles y su posición; la silla de mamá, y el sofá de mi padre. La televisión vieja y de madera, que en algún momento sintonizó para mí los programas por los que despertaba temprano los sábados, y por los que dormía tarde las noches de verano. La alfombra, el espejo, la escopeta bajo llave dentro del gabinete. Todo está allí, cubierto por una capa de polvo, pero en las mismas condiciones de siempre, como si el paso de los años jamás hubiera podido atravesar la puerta para hacer estragos.

Visité la cocina, el baño, las habitaciones. También, al igual que lo demás, seguía como en antaño. ¿Cómo era posible? No lo sé, pero estoy alegre de estar en casa.

Desempaqué todo, limpié lo que pude, afuera se hacía de noche, me senté a la mesa, calenté mi cena, y comí como no lo había hecho en mucho tiempo.

Los viejos hábitos son muy complicados de cambiar, y es que el cerebro manda una señal que no puedes escuchar, el cuerpo lo hace sin siquiera pensarlo, y allí estás, haciendo lo mismo de siempre, repitiendo constantemente las cosas que solías hacer. Y en mi caso es el plato y los cubiertos extra, que sin darme cuenta, coloco noche tras noche sobre la mesa, como si ella siguiera aquí conmigo. Maldita sea cada que sucede.

El recuerdo es doloroso, y los momentos que vivimos los mantengo alejados. Lo hago por mí propio bien. Esa una de las razones por las que vine aquí. Mantenerse inactivo da pie a que la cabeza piense, piense y piense, y el pensar, a mí ya me duele. Es por esto que desde mañana comenzaré a trabajar, y es que trabajar ayuda a mantener la mente ocupada. Reconstruiré todo lo que hay aquí. Haré que la tierra de frutos de nuevo. Pintaré cada rincón opaco, levantaré cada tabla del suelo y la pondré en su lugar. Compraré animales, los situaré en su corral, la granja volverá a irradiar vida, tal como solía hacerlo en el pasado. Y aquí pasaré mis días, aunque venga la muerte, toque la puerta, e intente llevarme; yo permaneceré en casa, oponiendo resistencia.

Hasta hoy, el insomnio había sido un mal que me acompañaba todas las noches. Mal que me llevo a recurrir a remedios caseros, medicamentos, pero nada me funcionaba. Me acostaba en la cama, pegaba la cabeza a la almohada, cambiaba de posición, cambiaba de nuevo, llegaba a mi mente un pensamiento, llegaba otro, y me preguntaba siempre: ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Quince minutos? ¿Media hora? ¿Un par de ellas? Nunca lo sabía, no me atrevía a mirar el reloj, solo tenía la certeza de que por más que lo intentaba no conseguía alcanzar la tan deseada fase del sueño.

¿Qué había cambiado? ¿Qué tiene esta cama que no tengan las otras? Décadas han pasado desde la última vez que dormí tan bien. Para cuando cerré los ojos y los volví a abrir, el sol ya brillaba en mi ventana, sintiendo el cuerpo renovado.

Sin ninguna demora me puse de pie y comencé con las tareas del día que yo mismo me había impuesto.


2


Han pasado dos años ya desde que decidí mudarme a la granja de mis padres. Y debo decir que jamás me había sentido tan bien. El trabajo y el esfuerzo pueden verse reflejados. La cosecha es abundante, verde, extensa. El maíz es alto y firme; alineado perfectamente para ser recogido y vendido. Los animales se van multiplicando. Lo que antes estuvo roto, ahora está renovado.

Todo era perfecto. Mi paraíso, creado de mi propia mano, rebosaba vida. Hasta que él llegó.

Llegó una noche en donde el viento pronosticaba mal clima. Llegó desde el más allá, desde la tumba. Llegó para turbarlo todo.

Tocó la puerta tres veces. Y casi se me sale el corazón al verlo.

Habían pasado ocho años desde su muerte. Yo mismo fui uno de los que cargó su ataúd. Yo fui, en pocas palabras, en un tiempo, su mejor amigo. Pero un accidente de auto, mientras manejaba en estado de ebriedad, lo mató.

Y aquí estaba, de pie, en la entrada de mi casa.

— ¿Qué sucede amigo? —dijo—. ¿Acaso no te alegras de verme?

Me paralicé. Mi boca se negó a pronunciar algo. Mi mano, de no estar paralizada, hubiera cerrado la puerta en sus narices. Pero nada pude hacer ante la presencia de… aquello.

— Hace frio aquí afuera, ¿puedo pasar? —exclamó mientras ponía un pie dentro de la casa.

Me aparté a un lado, no quería que me tocara.

— No muy acogedor ¿Cómo puedes vivir aquí? —dijo echando una mirada a su alrededor.

— Tú estás… muerto… —conseguí decir por fin—, ¡Muerto!

— Así es, amigo. —me respondió mientras tomaba asiento en el sofá. Y con uno de sus dedos apuntó a la televisión—. ¿Cómo puedes ver esto? Es solo… ¡Estática!

— Cómo es que… —no terminé lo que estaba a punto de decir, me callé.

Seguramente estaba alucinando. Algo en la comida me había sentado mal, pensé. No podía ser posible, aunque por más que froté mis ojos, él no desaparecía.

— He de estarme volviendo loco. —exclamé en voz alta.

— ¿Loco? ¡Sí! ¡Exacto! ¡Es por eso que he venido! —me respondió—. He estado muy preocupado por ti amigo, has perdido la cabeza por completo.

— ¡No! Tú no puedes ser real. —dije, más para mí mismo que para él—. Esto es… imposible.

— Todos estamos muy preocupados por ti, no puedes seguir viviendo así. Tienes que afrontar las cosas, viejo. ¡Mira a tu alrededor! Esto está cayéndose a pedazos.

— ¿De qué demonios estás hablando? —respingué.

— Vaya si eres necio. Te la pasas por allí jugando al granjero, ¡Abre los ojos! ¡Todo esto está muerto! ¡Muerto! ¡Te lo has montado!

— Yo… no entiendo nada. —comenzaba a dolerme la cabeza.

— Mira viejo… —empezó a decir, su voz sonaba compresiva. Se puso de pie y se acercó a mí. De nuevo tuve que apartarme cuando noté su intención de colocar su pútrida mano en mi hombro—. Tus padres quieren que regreses a casa. Les duele verte en semejante estado…

— ¡Ésta es mi casa! —interrumpí molesto, y es que era verdad, este techo, esta granja por la que tanto trabaje, era mi hogar.

— No… esto es solo una ilusión que tú has creado. —sus ojos parecían compasivos. — La granja está infértil, nada crece allí desde hace años. Los animales ¿Cuáles animales? Este techo se está desmoronando. ¡Y por dios! Esa televisión lleva años mostrando estática. Esto tiene que parar.

Mis oídos no podían creer las barbaridades que escuchaban.

— ¡Lárgate de aquí! —grité irritado. Y es que no podía seguir oyendo sus mentiras—. ¡Lárgate de aquí, maldito demonio! Eso es lo que eres, un asqueroso demonio que intenta confundirme. Tus estúpidos trucos no funcionaran conmigo… No lograrás llevarme, ¡Condenada muerte!

— Vaya, si eres más necio de lo que creí. Está bien, me marcharé, amigo. Pero, ella está muy triste también. Solo quería que lo supieras, te extraña, y no soporta ver como vives rodeado de tanta inmundicia.

— ¡No te atrevas a mencionarla! ¡Vil demonio! —señalé la puerta, no podía estar más molesto—. Lárgate de aquí, y no vuelvas.

— Está bien. —dijo afligido—. Me iré, pero, recuerda que en algún momento tendrás que regresar a casa, amigo.

— ¡Esta es mi casa! —repetí.

Me dirigió una última mirada antes de salir y desaparecer a través de la noche. El muy hijo de puta me miró como a un perro viejo y enfermo. Cosa que me hizo arder más en cólera.


3


Desde aquella visita todo cambió. La granja comenzó a decaer. Los animales empezaron a enfermar, y poco a poco a morir, uno tras otro. La cosecha se echó a perder, los tomates se tornaron incoloros, los gusanos se apoderaron de todo. El maizal se convirtió en un laberinto inmenso de vegetación descompuesta que expulsa olores indescifrables de sus profundidades. Un campo de muerte por donde se le vea. Y por más que intenté, no conseguí remediar la situación.

Incluso la televisión dejó de mostrar programación, la estática llegó y jamás se fue. Las cosas eventualmente se fueron cubrieron de polvo: el sofá, los retratos, la mesa y el suelo; capas tan gruesas de suciedad que con mi cansado cuerpo, falto de energía y motivación, no pude limpiar

Después llegó otro visitante inesperado.

Lo escuché ladrar afuera de la casa. Y pude verlo desde la ventana de mi habitación. Me miraba con su único ojo desde el cobertizo, levantando su cabecita, mostrándome su lengua agitada. Tenía que ser él.

Bajé las escaleras y salí para recibirlo.

No cabía duda, era el mismo perro. No lo veía desde que era un niño. Desde que… desde que mi padre le disparó.

Y es que de no haber sido por el odioso de Carlos, eso jamás hubiera ocurrido.

Carlos y su estúpida familia de retrasados mentales.

El muy cabrón no podía dejar de molestar a mi perro. Lo encontraba sumamente gracioso: lanzarle piedras, palos, lo que estuviera a su alcance.

— ¿Qué harán tú y tu estúpido perro tuerto al respecto? —me decía—. Quizá un día despierte de buenas y le saque el ojo que le queda para emparejarlo.

Más de una vez le juré que le rompería la cara la próxima vez que se metiera con mi perro. A lo cual solo recibía carcajadas como respuesta. Y es que el problema residía en que Carlos era un hijo de puta demasiado grande para su edad.

— Me gustaría ver que lo intentaras enano. —contestaba, agarrándose la barriga, exclamando que si seguía diciendo aquello lo mataría de la risa.

Ojala lo hubiera matado antes de aquel día.

Todas las noches lo encerraba en el granero. Mi padre no lo quería en casa. Decía que los animales no estaban hechos para vivir en el mismo lugar que los humanos. En realidad, mi padre jamás aceptó la idea de quedárnoslo. Fue mi madre la que lo convenció después de ver como rogaba, lloraba, y prometía cuidarlo. Y es que ser hijo único puede llegar a ser bastante aburrido. Deseaba compañía, y fue aquel perro mestizo quien me la brindó.

Un día en cierta visita al pueblo, lo vi, lo acaricié, y debió ser un perro bastante inteligente, ya que para cuando regresamos a casa, él encontró la manera de llegar también. Desde ese momento fuimos inseparables.

El único problema, es que gustaba de salir por las mañanas a perseguir ratones de campo. Siempre se las ingeniaba para escapar. Ya sea cavando para pasar por debajo de la pared del granero, ya séase arrancando una tabla floja.

Al despertar, corría a visitarlo, y era una verdadera lata tener que ir a buscarlo. Y más porque sabía que lo encontraría siendo maltratado. Era un perro demasiado noble como para defenderse. Nunca lo vi morder a nadie, nunca lo vi gruñir a nadie, era un chico educado. Pero todos tenemos un límite, una fibra que por más fuerte que sea puede romperse.

Aquella mañana el mundo me pareció, por primera vez, un lugar mezquino.

Desde lejos ya lo escuchaba llorar. Crucé el campo lo más rápido que pude. Y allí estaban. ¡¿Por qué demonios no podía dejarlo en paz?! ¡¿Por qué tenía que ser un ser humano tan desagradable?!

Fue grandísima la angustia que sentí cuando a lo lejos veía, mientras me iba acercando, como le colocaba una soga al cuello. La cuerda pasaba por encima de la rama de un gran árbol. Bajo la sombra, Carlos pensaba matarlo.

— ¡Has llegado a tiempo! —me gritó—. He atrapado al bandido que se come a nuestras gallinas. Y como Sheriff de este pueblo, he condenado a este ruin criminal… ¡A la horca!

Corrí hasta que mis pies no pudieron más.

Oí el chillido que soltó mi perro cuando Carlos tiró de la cuerda y sus pies quedaron suspendidos en el aire. Fue un chillido que me rompió el corazón. Lo bajó y lo volvió a subir. Iba a romperle el cuello.

Cuando por fin llegué, lo embestí con todas mis fuerzas. Cayó sobre su espalda violentamente. Me abalancé sobre él antes de que pudiera reincorporarse, y sin pensarlo, lo molí a golpes. Aunque poco me duró el gustó, ya que no tardo mucho hasta que con su fuerza, que era mayor que la mía, me hizo a un lado sin problemas, revirtiendo la situación. Ahora era yo el que era molido a golpes en el suelo.

Intenté defenderme, clavé mis uñas en su rostro, pero su peso me sofocaba.

— ¡Ahora si te la has ganado cabrón! —gritó en mi cara.

Mi perro, después de recobrar el aliento, atacó.

Lloró cuando le soltaron la primera mordida. En su brazo, profundamente, se le clavaron los dientes. Mi perro apretó con fuerza, y por más que Carlos se agitaba, mi perro no cedió. Yo mismo pude ver la sangré cayendo sobre el césped.

Después le siguió la segunda, y la tercera mordida. Para entonces Carlos ya chillaba sin control.

— ¡Solo estaba jugando! —exclamó, entre moco y lágrimas—. ¡No pensaba matarlo!

Cuando decidí que era suficiente, llamé a mi perro y se detuvo. Carlos no tardo ni un segundo en pararse y salir corriendo. Corrió como los mil demonios.

Habíamos vencido. Y no pude evitar soltar una risa de alivio.

Vaya mañana la que tuvimos aquel día. Pero para mala fortuna, fue la última que tuvimos juntos mi leal compañero y yo.

Pasé la tarde con él recostado en la hierba. Simplemente dejamos correr el tiempo mientras sentíamos el viento golpeando nuestra cara bajo el gran roble. Después nuestros estómagos sintieron hambre y regresamos a casa.

Ojala hubiera sabido lo que iba ocurrir. De haber sido así, hubiera tomado a mi perro y lo hubiera llevado lejos, al pueblo; donde le encontraría un nuevo hogar; un hogar en el cual pudiera ir a visitarlo cuando quisiera; donde lo cuidarían por mí. Alguien que lo adoptara y le diera una vida más larga de la que tuvo.

Vi la camioneta del padre de Carlos salir de nuestra granja, y supe de inmediato que las cosas estaban por ponerse turbias. Alguna mentira le habían contado. Alguna versión distinta a la ocurrida. Una en donde el malo era yo. Una en donde Carlos era un jodido santo.

Y no me equivoqué.

Mi padre estaba esperándome, sentado en el último escalón del pórtico. Fumando de su pipa, y bebiendo de su lata de cerveza.

Me miró y simplemente dijo:

— Mete ese perro al granero, luego regresa y sube a tu habitación.

Intenté hablar, decir algo, explicar la situación, contarle cómo fue que sucedió,… Pero fue inútil. Mi padre siempre fue un hombre necio. Un hombre recto y de viejas costumbres al que no se le podía respingar.

— Haz lo que te digo. —se limitó a decir.

No tuve más remedio que obedecer de mala gana.

El disparo sonó en toda la granja.

Apenas puse un pie en mi alcoba se dio el estallido. Salté a mi cama y me puse a llorar. Ahogué mis lágrimas contra la almohada. La apreté fuertemente, quería gritar, pero no podía más que sollozar. El dolor que sentí no se podía comparar ante nada que hubiera sentido hasta esa edad.

Estaba solo de nuevo.

No bajé a cenar esa noche. Tuvo que pasar un día entero hasta que mi cuerpo rogó por alimento. Y cuando mi padre me vio, solo dijo:

— Tu perro ha escapado.

Lo odié con toda mi alma.

Tuvieron que pasar años para que mi corazón lo perdonara.

Pero aquí está, después de todo este tiempo, aquí está. ¡Mi perro! Por más que no lo pueda creer, lo tengo frente a mí de nuevo. Y sé que no es un sueño, porque puedo sentirlo con mi tacto, puedo olerlo con mi olfato, y puedo verlo claramente con mis ojos.

Sentí una gran felicidad al verlo.

Dio una voltereta, se echó al suelo, se puso panza arriba. Quería que lo acariciara, y no pude negarme. Rasqué su barriga y él movió su patita, le encantaba.

Había regresado del más allá, y espero haya sido para quedarse, en estos, mis momentos más desesperanzadores desde que llegué aquí.

El viento arreciaba, el campo de maíz revoloteaba, siseando, creando susurros con sus hojas a lo lejos. La temperatura comenzó a tornarse helada.

— Ven chico. —le dije a mi perro, que seguía panza arriba, mirándome con su lengua de fuera—. Entremos. Resguardémonos y busquemos algo de comer.

Se irguió, se puso sobre sus cuatro patas, caminó hacía la puerta abierta, pero no entró. Se detuvo en el umbral de la entrada. Me miró confundido, inclinando su cabecita, a un lado, y luego a otro.

— Vamos, entra. —dije, y con mis manos lo invité a que pasara. Pero no quiso.

Me respondió con un resoplido. Después un quejido. Y luego empezó a ladrar. No de manera hostil, si no como cuando quería llamar mi atención. Ladraba de esa manera cuando necesitaba algo: comida, agua, jugar, pasear.

Se dio media vuelta, bajó las escaleras del pórtico, caminó por la tierra, se volteó y me siguió llamando. Quería que lo siguiera. Quería mostrarme algo.

Los dientes me tiritaron. En verdad comenzaba a hacer frio. Pero sus ladridos se volvieron más insistentes. Así que no tuve más remedio que seguirlo.

Movía la cola mientras caminaba, y giraba su cabeza de vez en cuando para cerciorarse de que aun estuviera con él.

Y así llegamos al campo de maíz.

Se adentró en sus profundidades, se perdió entre su maleza. Yo no pude hacerlo. Me limite a quedarme de pie, afuera, mirando la inmensidad, la altura, la oscuridad. Tenía miedo: algo en ese campo no me inspiraba confianza.

Las piernas me temblaron. Crecía en mi interior un mal presentimiento. El perro regresó y se asomó entre las plantas. Con sus ojos me invitaba a entrar, y con sus ladridos me llamaba. Pero cada centímetro de mi piel, erizada, me alertaba que permaneciera lejos, que no entrara, que diera media vuelta y regresara deprisa a casa. Resguardado, a salvo de aquello que podría estar esperando, oculto, en el interior del campo.

El viento se detuvo, el maíz dejó de sisear, el perro calló sus ladridos, y el silencio se hizo presente.

La tierra comenzó a vibrar tenuemente, bajo mis pies, algo se revolvía.

No pude contener más el miedo.

Escuché claramente el ruido que hacían los gusanos al contonearse alterados bajo la superficie del suelo. Sentían mi presencia. Estaban hambrientos, deseosos, desesperados por un pedazo de mi carne.

Escapé de allí lo más rápido que pude.

Regresé a casa. Cerré la puerta, cerré las ventanas, subí las escaleras y me interné en mi habitación. Salté a la cama y me tapé hasta la barbilla con la sabana

Pasé la noche escuchando la danza de las lombrices bajo la granja.


4


He perdido la noción del tiempo, no sé cuándo amanece y cuando anochece. Y es que la lluvia llegó para quedarse; hay una tormenta eterna cayendo sobre mí. Paso los días recostado en mi cama, mirando hacía la ventana, apreciando como las gotas chocan y se deslizan por el cristal.

Últimamente me ha sido bastante difícil no pensar en ella. Por más que trato de suprimir su recuerdo, termina siempre por llegar de nuevo. Es algo que me hiere profundamente. Pues creo que el día que murió, algo murió en mí también. No es fácil dejar ir algo que amas tanto, y menos cuando es la muerte, con sus frías, cadavéricas, perversas manos quien te lo arranca de los brazos.

De un momento a otro enfermó. Y su rostro, poco a poco se fue apagando. Luchó y luchó hasta que simplemente su cuerpo se cansó. Sus pulmones dejaron de respirar, su corazón dejó de latir, la sangre dejó de fluir por sus venas, y su cerebro; lleno de sueños, pensamientos y sentimientos, se fueron para siempre.

Es difícil empezar a hacer solo, todo aquello que hacías acompañado. Los amaneceres, las comidas, los paseos, los atardeceres, la noche; el dormir se vuelve un suplicio cuando la cama deja de tener aquel peso a tu lado al que estabas habituado.

No podía soportarlo.

Tomé todo lo que albergaba en mi corazón y lo deposité en lo más profundo de mí ser. Cerré la entrada, me deshice de la llave, y traté de continuar con mi vida. Creí que había sido fuerte, creí que era el camino a seguir, pero lo único que conseguí con ello, fue convertirme en un mentiroso. Pasé los últimos años engañándome a mí mismo, negando cualquier sentimiento que pudiera aflorar nuevamente en mis entrañas. Sin advertirlo, estaba siendo el capitán de un barco destinado a hundirse tarde o temprano.

He soñado mucho últimamente. Sueños que me hacen gritar, saltar de la cama, transpirar. En ellos puedo escuchar la tierra crujir, cruje por mí, me reclama. Me veo rodeado de oscuridad, de gusanos que reptan por mi cuerpo y se introducen por mis cavidades. Siento como mi interior se va llenando por cientos de ellos, me vuelvo su alimento.

La puerta no ha dejado de sonar. Por momentos se detiene, pero después de un rato aquello que está afuera regresa y vuelve a llamar. No tengo la energía para bajar y abrir. No sé cuándo fue la última vez que ingerí alimento, ni la última vez mis labios tocaron un vaso de agua. Las tripas dejaron de rugirme desde hace mucho. El cuerpo me duele, la cabeza me duele, mis ojos apenas se mantienen abiertos. Hace ya tiempo que no abandono mi lecho.

Espero la lluvia mengüe pronto.

Hoy volví a soñar. Me vi a mí mismo, de pie, lleno de vigor. Entrando al cuarto de baño, parándome frente al espejo, cepillando el poco cabello que aún tengo, rociándome con colonia. Olía bien, lucía bien.

En mi sueño bajé las escaleras y me dirigí a la cocina. Allí estaban todos reunidos en la mesa. Los platos y los cubiertos estaban colocados en su lugar. La comida se veía apetitosa. Y la vi a ella…

Mi pecho vuelve a encenderse de solo recordarlo.

— Te estábamos esperando. —dijo. Con esa voz tan cálida que siempre tuvo.

— ¡Ven de una vez para que podamos comer! —exclamó mi padre. Sentado a un costado de la mesa, junto a mi madre, que sin decir nada, me dedicó una sonrisa.

Yo no tenía palabras. Todo me parecía tan real. Tan real que hubiera deseado no haber despertado.

— Date prisa, tu esposa se ha lucido con la cena. —dijo mi amigo.

— Solo tienes que venir, hijo. —dijo mi madre.

— Ven… —dijo mi esposa, extendiendo sus brazos—. Ven… cariño… ven.

Cuando abrí los ojos me encontré de nuevo solo, recostado en mi cama, sin nada, sin nadie. Con mi cuerpo deteriorándose a cada minuto, con mi mente nublándose con el paso de las horas, y con mi vida acabando con el paso de los días.

La puerta principal tenía que ceder algún día también, y es que todo a mí alrededor se está deshaciendo: las paredes están agrietándose, el techo sobre mí se desmorona; a veces puedo observar como caen fragmentos de yeso contra el suelo. La lluvia se filtra todo el tiempo. Por lo que no me extraña que aquel que llamaba a la puerta con tanto ahincó por fin haya logrado colarse a la casa.

Escucho pues, sus pasos que vagan por la planta baja. Escucho esos pasos llegar a las escaleras, ascendiendo. Escuchó los pasos recorriendo el pasillo, acercándose. Veo como gira la perilla de mi puerta, abriéndose.

Maldita sea, como la extrañé todos estos años, cuanta falta me hizo.

— Ha pasado tiempo… cariño. —me dijo entrando a la habitación.

Lucía tan hermosa.

Quise decírselo, pero de mi boca no salió ningún sonido. Quise llorar, pero mis ojos estaban secos. Y quise vibrar de amor, pero mi corazón daba quizá, sus últimos latidos.

— Tranquilo… ya he venido por ti. —dijo acercándose—. Has sufrido bastante. —se arrodilló junto a mi lecho—. Pero ya ha acabado. —tomó mi mano—. Ya todo ha terminado.

La paz me inundó cuando sentí su tacto. Su piel seguía tan suave como siempre. Su olor era el mismo. Su voz arrulló mis oídos.

— He venido por ti. —susurró.

Intenté reincorporarme…, no pude, no sin su ayuda. Puse el primer pie sobre el suelo. Tuve que apoyar el peso de mi cuerpo sobre su hombro para no caer. Coloqué el segundo pie, las piernas me temblaron. Así como yo sostuve el peso de su andar en aquellos; sus momentos más frágiles. Ella hacía, a su vez, lo mismo ahora. Juntos dimos los primeros pasos, y así continuamos hasta salir de esa habitación cubierta de polvo.

Salimos de la casa. Por fuera pude ver los vestigios de lo que alguna vez me dio refugio. Pero no era más que eso: vestigios.

La lluvia cae sobre mi rostro. Es una sensación agradable después de no haber sentido nada en tanto tiempo. Abro la boca, algunas gotas caen sobre mi lengua, es refrescante, pero es demasiado tarde.

Mis pies se hunden en el lodo. Cuando esta lluvia termine, habrá buena cosecha; lástima que no seré yo el que este aquí para trabajarla. Fui necio, negué lo que era ya un hecho indiscutible, tenía el dedo de la muerte apuntando sobre mí desde que llegué aquí. Tenía miedo, pero ahora todo el miedo ha desaparecido, ya no puedo escapar más. Por fin me han alcanzado, mis pies ya no dieron para más. Llegué a creerme muy listo, pero aun así he perdido.

— Es hora de regresar a casa, querido.

Puedo ver la tierra abrirse frente a mis ojos. Se divide. Escucho el ruido que hace al separarse. La tierra tiembla, creando a su vez una bóveda oscura, profunda. Veo claramente cómo se van formando uno a uno los peldaños que me dirigirán a lo desconocido.

— No hay porque tener miedo. —me dijo ella avanzando conmigo.

Comenzamos el descenso.

Escucho el ruido de la lluvia, el agua cayendo, pero no encontrando fondo. Y detrás de ese ruido, escucho de nuevo el revoloteo que hacen los gusanos tras las paredes de tierra. Vibran, agitan sus cuerpos. Son miles, quizá millones de ellos. Todos amontonados, unos encima de otros, esperando por el momento de saciar su incontenible apetito.

— Tu madre tiene muchos deseos de verte. —comenzó a decir mi esposa—Tu padre, por más frio que parezca siempre, ha dicho que se alegra de tenerte de vuelta.

Continuamos bajando.

He dejado de ver el cielo. La luz ha sido tragada por la profundidad. La tierra va cerrándose encima de nosotros. Poco a poco va engulléndonos. El aire aquí abajo está acabándose, cada vez me cuesta más respirar.

— Podremos vivir de nuevo juntos. Podremos empezar de cero, restarnos años, ser jóvenes de nuevo. Podemos intentar tener los hijos que no pudimos tener, tenemos todo el tiempo del mundo para lograrlo. No hay límites razonables de este lado de la realidad. He conocido a tu perro, es bastante juguetón. Podría vivir en nuestra casa, le tejería una almohada donde pueda recostarse, y en invierno, un suéter para que no pase frio.

Bajamos y bajamos. Y las paredes se van haciéndose más estrechas.

Escucho a los gusanos más cerca conforme las paredes van cerrándose a nuestros costados. Ya puedo verlos salir de entre la tierra. Estoy rodeado de ellos. Veo sus cabecillas asomándose al exterior. Algunos caen, se arrastran por el suelo. Uno alcanza mi pie.

— Solo relájate y deja que pase rápido. —dijo.

Reptan por mi cuerpo. Los siento entrando por mis oídos, por mi nariz, algunos se intentan colar por mi boca. No hay nada que pueda hacer, son demasiados.

— Gracias por el alimento. —pronunció ella antes de desaparecer, dejándome solo ante la sofocante oscuridad.

Están encima de mí. Están dentro de mí. Se mueven en mis entrañas. Carcomen mi carne, mis órganos. La tierra se cierne sobre mí, me aplasta. Y yo solo ruego porque sea verdad lo que ella me dijo… Si es que era ella en verdad.

10 de Junio de 2021 a las 16:31 0 Reporte Insertar Seguir historia
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Fin

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