¿Había perdido mi alma?
Las leyendas me lo advirtieron. Nada más que fuego circulaba por mis venas desiertas. Un árbol moribundo, erecto en una isla en medio de un océano interminable, se reflejaba en la claridad del agua mientras sus ramas sin hojas se agitaban con la suave brisa. Sin embargo, la isla no estaba hecha de tierra, sino de cenizas negras que se elevaban a través del viento.
¿Yo tenía la culpa?
¿Quemé su vida?
No importaba. Ya no podía hacer nada, excepto caminar por el agua que rodeaba la mitad de mis piernas y acercarme al árbol quemado. Llamas azules envolvieron mis manos cuando las puse sobre las cenizas, pero ni calor ni dolor surgieron de ellas. En cambio, las llamas quemaron las cenizas hacia el cielo, disolviéndolas de la existencia. Irónico.
El suelo emergió debajo de las hojas muertas. Infértil, pero sembrado con el deber de ser liberado de las cenizas. Tal como había hecho Jenny conmigo.
Jenny era una amiga mía. Una conocida, mejor dicho. Su cabello dorado y sus ojos esmeralda eran algo que nunca había visto antes. Más importante aún, ella despertó nuevos sentimientos en mí.
Después de concluir mi nonagésima séptima excursión, la guerra terminó. Ganamos. ¿Pero entonces, qué? Nadie me esperaba de vuelta en casa. No sabía nada más que la guerra. Ese era mi hogar y no la cama blanda en la que podía hundirme en cualquier momento.
—¿No vas a llevarte tu bolsa? —Jenny río entre dientes detrás del mostrador frente a mí.
Ella era la cajera en una tienda de comestibles no lejos de mi apartamento. Tampoco era el más cercano, pero lo descubrí cuando mi tienda habitual estuvo cerrada temporalmente. La única razón por la que seguía regresando era ella. Solo ella era capaz de disparar cosas, además de armas, en mi cabeza.
Sin palabras, tomé la bolsa en la cual ella acababa de poner mis compras y caminé hacia la puerta. Pero no podía soportarlo más. Necesitaba más que esas emociones para dejar la guerra atrás.
Me di la vuelta y le pregunté:
—Disculpe, señorita. Es una petición egoísta, pero ¿le gustaría tomar un café conmigo?
Habían pasado tres semanas enteras desde que me armé de valor. Ese subidón de adrenalina siempre hacia latir mi corazón.
Jenny me miró fijamente por varios segundos, luego río.
—¿Tan siquiera sabes mi nombre?
Sin respuesta llegando a mi cabeza, simplemente me quedé quieto con la boca abierta. Mi cerebro estaba tan estancado que una anciana tuvo que pedirme que me moviera de la puerta.
Jenny siguió riendo hasta que decidió acabar con mi sufrimiento.
—Me llamo Jenny. No tengo nada mejor que hacer, así que seguro. Nos vemos mañana a las nueve en el parque.
Sin darme cuenta, mi boca se curvó en una sonrisa. Gracias a ella, mi vida empezó a recuperar el color que había sido enterrado bajo cenizas.
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