charlies27 Charlies27 Gamaza

Mientras un viejo payaso intenta maquillarse, los recuerdos de una tragedia lo arrastran a aquel día.


Drama Todo público.

#Payaso
Cuento corto
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EL PAYASO

Nunca había olvidado aquel trágico día, pero ahora, después de tantos años, no estaba seguro de que todo hubiese ocurrido exactamente como creía recordar, sospechaba que su imaginación de niño, en un intento de auto consolarse o más bien auto exculparse tergiversó un poco los hechos.

Sentado frente al espejo, temblándole la mano ligeramente, intenta maquillarse. Se da cuenta de que cada vez lo hace con más dificultad, necesita más tiempo. Tiempo para llenar de blanco las profundas arrugas, que precisamente el tiempo le ha ido grabando en el rostro, tiempo para controlar la barra de maquillaje y no terminar pintándose un ojo, tiempo para calmarse e intentar contener las lágrimas. Desde hace poco nota como su cabeza le juega malas pasadas; sufre lapsus, se queda totalmente en blanco y cosas insignificantes como a donde va o de donde viene le dejan bloqueado durante minutos. Sin embargo desde que los sufre, recuerdos de su infancia y sobre todo el recuerdo de aquella fatídica noche han vuelto más fuertes y claros que nunca.

«Era el primer día de función en esa ciudad. A media mañana el circo se había convertido en un auténtico hervidero, trabajaban a contra reloj para que todo estuviera preparado a tiempo, pero a medida que se acercaba la hora, el ajetreo había ido desapareciendo hasta que una calma generalizada lo había envuelto todo. En ese momento, después de haber estado viendo a los acróbatas ensayar, él caminaba hacía las caravanas que estaban todas juntas formando un rectángulo. Se coló entre ellas y dentro, cerca de la suya, debajo de un toldo, vio a su padre preparándose. Miró fascinado como en un momento de nada, pasaba de ser un hombre normal y corriente a convertirse en “El payaso Braulio”. El maquillaje, la peluca, la camisola y los zapatones eran para él más que un disfraz. Como su padre siempre decía, “este atuendo tiene un maravilloso poder, el maravilloso poder de hacer reír”.
–Bueno, te toca cariño. Acércate –El padre se había dado la vuelta y lo había visto mirándolo.
De pronto le invadió el miedo. Ese día actuaba por primera vez, aunque llevaba tiempo ensayando se sintió inseguro; a sus ocho años, la grada del circo llena de público esperándole le asustaba un poco.
El padre se le acercó y revolviéndole el pelo lo llevó hasta el espejo que descansaba sobre un taburete.
–Papi, ¿Y si no se ríe nadie?
–Eso es imposible, si se ríen conmigo imagínate ahora que somos dos. Lo haremos estupendamente, ya verás –le dijo para tranquilizarlo–. Hoy vas a demostrar que eres un gran payaso. Harás reír hasta a Carmela, que ya es difícil–. Sabía que lo de Carmela era broma, ella era la persona más alegre y risueña de todo el circo.
El padre cogió el maquillaje y se sentó en el taburete.
–Ven –le dijo.
Él se acercó y se colocó entre sus rodilla. Se miraron unos segundos en silencio y se sonrieron.»

Ese momento es uno de los recuerdos que guarda con más cariño. Jamás volvió a sentir tanta complicidad con nadie. Recuerda perfectamente la sensación de la barra de maquillaje pasando suavemente por su cara, recuerda perfectamente la impaciencia por mirarse en el espejo y recuerda perfectamente cuando se vio reflejado como un payaso, junto a su padre, fue la primera vez y la última.
Las lágrimas amenazan con estropear el maquillaje, suspira para calmarse, pero debe continuar. Pronto vendrá a buscarlo.

«– ¿Como vais? –preguntó Carmela, que había aparecido de pronto.
–Estamos casi listos. Al pequeño Braulio solo le falta la peluca. Un segundo –contestó el padre, dando el último retoque–. Listo. ¡Anda, mira Carmela! el primer payaso guapo de la historia.
–¡Pero qué guapo! –exclamó Carmela, que se había acercado a los dos–. De tal palo tal astilla. Vais a sorprender al público.
Todo el circo era para él su gran familia, pero a Carmela la sentía más cerca que a nadie. Su madre falleció en el parto y ella la sustituyó en muchos aspectos. Siempre pendiente de él, cada vez que estaba enfermo, cada vez que se hacía alguna herida. La quería muchísimo, la necesitaba.
–Bueno, vamos para la carpa, que en nada empieza la función –le dijo el padre ofreciéndole la mano–. ¿Practicamos un poquito antes?
–Si, papi.
Los dos caminaron hacia la carpa. Justo antes de perderse entre las caravanas se volvió y vio a Carmela que permanecía junto al espejo, mirándolos. Ella se llevó la mano a la boca y lanzó dos besos, seguramente para él solo era uno.
Aquella tarde vivió por primera vez la magia del circo desde dentro. Temblaba cuando el Gran Jefe, como llamaban cariñosamente al maestro de ceremonia, presentó a los payasos Braulio y Braulito.
–Vamos campeón, como hemos ensayado –le susurró el padre con una sonrisa.
Entraron al escenario los dos juntos, cada uno con una silla de madera, la de él mucho más pequeña. Estaba asustado, pero enseguida oyó algunas risas y vio a muchos niños y mayores señalándole con el dedo con cara de diversión y eso le tranquilizó un poco. Se había imaginado al público serio y aburrido.
–¡Bueno, bueno, bueno Braulito cuanta gente ha venido…»

Deja la barra de maquillaje blanco sobre la mesa y busca… ¿Que busca?. Mira por la mesa, pero no sabe qué. Desorientado levanta la mirada. Delante, una cara pintada de blanco con muchas imperfecciones, en algunos puntos la pintura no ha cubierto la piel, sobre todo en las arrugas. Cierra los ojos y suspira frustrado.
“La pintura roja, pero que cabeza”. La coge de la mesa, vuelve a levantar la mirada y se queda mirando las arrugas, en ese momento le perecen grietas, marcas de erosión que han ido distorsionando el blanco liso y casi perfecto de Braulito. Vuelve a dejar la pintura roja y coge la blanca de nuevo, dispuesto a taparlas.

«El público reía a carcajadas, sobre todo cuando hablaba o actuaba él. Su padre en varios momentos le guiñó un ojo y sonrió satisfecho. La función fue todo un éxito. Niños y mayores, disfrutaron con la actuación de Braulio y Braulito.
Carmela lo esperaba detrás del escenario, con los brazos abiertos y una enorme sonrisa.
–¡Bravo, Bravo, Braulito! –exclamó mientras él se acercaba emocionado–. Has estado fantástico. Habrá que celebrarlo.
–Claro que lo celebraremos -contestó el padre que llegaba detrás de él–. ¿Qué os parece si hacemos una cena especial?
–Si papi, que venga Carmela.
–Por supuesto.
–Encantada.
El padre y Carmela se miraron durante unos segundos.
Con el tiempo entendió lo que aquella mirada significaba.»

Deja de nuevo la pintura blanca sobre la mesa -hay marcas imborrables-. Se seca las lágrimas que comienzan a hacer otras, aunque estas son distintas, estas salen del alma. Coge la barra roja y comienza a dibujarse la eterna sonrisa.

«Se acercaba la noche. Las sombras de las caravanas hacía tiempo que habían cruzado de un lado a otro la pequeña explanada que formaban en el centro. Por debajo y por los lados de ellas se colaban rectángulos de luz anaranjada que daban a cada piedrecita y ramita del suelo una sombra larga y fina. Estaba casi todo recogido y preparado para volver a comenzar a la mañana siguiente. Él, sentado en su pequeña silla, jugueteaba con un palo dando golpecitos en sus zapatones.
–Vamos adentro cariño, que empieza a refrescar –El padre que había salido de la caravana del Gran Jefe, llevaba en las manos una bandeja que olía a carne horneada–. ¿Tienes hambre?
–Si papi, mucha… ¿Y Carmela?
–Tardará poco.
Los dos entraron en la caravana; él se asomó a la ventana para verla llegar.»
Ojalá hubiera aparecido ella y no ellos.

«La luz anaranjada había desaparecido, en poco minutos todo se había vuelto gris. Las luces de las caravanas, que acababan de encenderse, luchaban tímidamente, intentando mantener a la oscuridad a cierta distancia. Miraba hacia el frente desde la ventana esperando ver aparecer a Carmela, pero quien apareció fue Antonini el malabarista, acompañado de tres hombres que no conocía de nada. Se dirigieron directamente a la caravana del Gran Jefe.
–¡Jefe, jefe! –llamó Antonini. Su voz le sonó extraña–, salga un momento por favor.
–¿Qué ocurre Antonini? –El Gran Jefe asomó por la puerta, iba en pantalones, camiseta de tirantes y zapatillas, seguramente acaba de asearse–. ¿Pero…?
–Salga –le ordenó uno de los que acompañaban a Antonini.
En ese momento vio algo que no había visto antes. Los otros dos llevaban escopetas, como las que usaban los mayores del circo para ir a cazar, y apuntaban a Antonini.
–¿Quienes sois? ¿Qué queréis?
–¿Qué queremos?, adivine –Hablaba el mismo que le ordenó que saliera.
El Gran Jefe había bajado los peldaños de su caravana y se encontraba frente a él.
–Venimos por la recaudación del día. Hemos visto que ha sido todo un éxito vuestra actuación. Habréis hecho una buena caja.
–Pero… por favor, ¿cómo vais a venir por nuestro dinero?, apenas cogemos para vivir.
–Ja. Abuelo, el dinero.
El padre, que estaba al otro lado de la caravana se acercó al oír las voces.
–¿Que ocurre cariño? –preguntó asomándose por la ventana–. ¿Pero qué diablos pasa?
–Ese hombre dice que quiere la recaudación.
El padre permaneció mirando por la ventana unos segundos. Nunca lo había visto tan serio.
–Cariño, quédate aquí. No se te ocurra salir por nada del mundo. ¿Me has oído?
–Sí, sí.
–No salgas.
–No saldré papi.
El padre que aún no se había quitado ni la ropa ni el maquillaje fue a colocarse la peluca y salió fuera andando hacia la caravana del Gran Jefe.
–¡Bueno, bueno, bueno, pero si tenemos visita! –Caminaba y hablaba igual que en las actuaciones. A mitad de camino realizó su famoso trompicón, trastabillaba con una habilidad asombrosa, pero cuando parecía que iba a caer conseguía enderezarse–. ¡Huy!, que torpe soy.
Todos se giraron al escucharlo; uno de los que iban armados le apuntó con la escopeta.
–¿Pero qué coño…?. Lo que faltaba, un puto payaso –habló el que no iba armado.
–Señores…
–Calla idiota.
–Perdone, pero…
–¡Calla o te arrepentirás! –el extrañó empezó a gritar furioso–. Y usted abuelo o me da el dinero o agujereo al payaso.
En su mente, la de un niño de ocho años, la diferencia entre la función de aquella tarde y lo que el padre estaba haciendo era muy poca. El payaso Braulio estaba actuando. “…si se ríen conmigo imagínate ahora que somos dos”, esas palabras y el éxito de los dos con el público le impulsaron a hacerlo, tenía que ayudar a su padre. Estaba convencido de que con él todo sería más fácil. Cogió la nariz roja que se había guardado en el bolsillo derecho del pantalón, se la puso y salió fuera.
Nunca fue desobediente, aquello lo hizo con la mejor intención; aún era pequeño para entender de peligros y de las consecuencias que pueden tener algunos actos.»

Carmela, el gran jefe, Antonini y todos los demás procuraron que él jamás se sintiera culpable de lo que ocurrió, pero las palabras del padre, pidiéndole que no saliera, siempre estuvieron ahí, arañándole desde lo más hondo de su memoria.

«Intentó hacer como su padre, llegar saludando, “Bueno, bueno, bueno…” pero los nervios y el miedo no le dejaron. Caminó hacia ellos intentando comenzar.
–¿Pero…? –El extraño que apuntaba a su padre fue el primero en verlo. Todos se giraron hacia él.
La cara de terror del gran jefe, de Antonini y sobre todo la de su padre lo asustaron mucho más que las grada del circo llena de gente . Al fondo entre dos caravanas estaban los demás. Delante de todos Carmela, que se había llevado las manos a la boca, lo miraba desesperada.
–¡Braulito, vuelve dentro cariño! –le gritó el padre.
–Esto es increíble –El que había estado hablando con el Gran Jefe se fue hacia a él.
Todo lo que ocurrió a continuación se vuelve confuso en su cabeza. Su padre intentando interponerse entre él y aquel hombre, el estruendo del disparo, el padre empujándolo hacia un lado, él tirado en el suelo, gritos, maldiciones e insultos de los intrusos que terminaron huyendo, Carmela corriendo hacia ellos…
–Ven Braulito, vamos a tu caravana –Entre los gritos y los llantos escuchó la voz de María, una de las acróbatas, mientras lo levantaba del suelo y se lo llevaba en brazos.
–¡Papi, papi…! –gritó entre sollozo. Buscaba a su padre con la mirada, pero las lágrimas no le dejaban ver con claridad. Estaban todos a su alrededor, solo vio o creyó ver su mano en el suelo encima de una gran mancha oscura.»

Aprieta el puño con fuerza hasta oír el chasquido de la barra de maquillaje, abre la mano temblorosa y mira como cae partida en dos sobre la mesa. “Como mi vida aquel día”, piensa. De nuevo levanta la mirada y de nuevo su reflejo. Las lágrimas llegan hasta la sonrisa a medio terminar, como en un intento de recordarles que está fuera de lugar, que no es el momento. Pero para esa sonrisa siempre es el momento.

«–Braulito, ven, vamos a ver a papá –Carmela entró en la caravana a buscarlo. Tenía los ojos muy rojos y estaba muy seria.
Se levantó de un salto de la silla donde estaba sentado y salió con ella. El padre seguía donde mismo con una manta cubriéndole casi todo el cuerpo. Antonini mantenía sus manos sobre la barriga del padre.
Corrió hacia él.
–Papi, ¿Qué te pasa? –preguntó asustado.
–Nada cariño, no te preocupes. Quería…, hablar contigo. Carmela, el Gran Jefe…, todos son nuestra familia…, lo sabes ¿Verdad? –Le costaba hablar, necesitaba coger aire de vez en cuando y aun así su voz apenas era un susurro.
–Si papi, lo sé.
–Y vas a ser…, un gran payaso, también…, lo sabes, ¿a que sí?
–Como tú.
–Mejor –intentó reír, pero el dolor desfiguró su rostro–. Haz reír siempre, cariño».
–Ha llegado la ambulancia –interrumpió Antoninni, al oír las sirenas.
–Braulito, van a llevar a papá para que se ponga bien. Vamos a la caravana –Carmela lloraba, ya no intentaba contenerse.
–Ve con Carmela cariño… Te quiero –miró a Carmela–. Os quiero.
“Y yo” creyó oír de los labios de Carmela mientras lo cogía a él en brazo y lo abrazaba con fuerza.
No volvió a ver a su padre.»

“¿Dónde estoy?”. Desorientado se levanta despacio y mira a su alrededor. Una habitación con una cama y poco más, todo en ella es de esos colores tan bellos como son el blanco y el celeste, pero ahí le resultan fríos y distantes. Se dirige hacia la ventana y mira al exterior. El sol está a punto de perderse detrás de los enormes edificios que hay al fondo. Debajo un gran jardín y una mujer vestida de blanco que lo cruza deprisa de un lado a otro. Se vuelve, mira hacia la puerta de la habitación que está entreabierta y suspira despacio.

«Habían pasado dos días de aquello, dos días grises como el corazón de una tormenta, sin un rayo de sol. El cielo parecía contagiado de la tristeza que se respiraba en el circo.
–¿Dónde está papá? –preguntó aquella mañana a Carmela, mientras desayunaba.
Ella se sentó junto a él y lo miró con ternura.
–Braulito –No encontraba las palabras. Se acercó y lo besó en la frente–. Resulta que Dios tiene un gran circo como este en cielo, un circo precioso y necesitaba un payaso …»

Sigue junto a la ventana, agacha la mirada y no ve los zapatones ni el traje; lleva zapatillas, pantalón gris y camisa azul. Mira hacia donde estaba sentado y descubre que no es más que una mesita con un pequeño espejo apoyado en la pared, unas barras de maquillaje y servilletas de papel; no hay peluca ni nariz. No hay carpa, no hay función.

Dos auxiliares caminan por el pasillo ayudando a los ancianos a acostarse.
–Bueno, ¿cómo te ha ido? –le pregunta una a otra.
–Para ser mi primer día, bastante bien.
–Me alegro –Le dice parándose delante de una de las habitaciones–. En esta habitación duerme Braulio, era un payaso muy famoso en el mundo circense, pero por el alzhéimer y la edad lo han traído aquí. Yo por lo visto debo recordarle a alguien, me confunde con otra persona. Desde el primer día que llegó hubo que buscarle maquillaje y un espejo. Es raro el día que no se sienta y se intenta maquillar creyendo que tiene que actuar. La verdad es que impresiona un poco, el pobre está muy torpe y el resultado es un poco grotesco, a mí me recuerda a las películas de terror. Procuro seguirle la corriente un poco hasta que consigo convencerlo de que hoy no hay actuación, le lavo la cara y lo acuesto.
La compañera asiente con la cabeza y entran en la habitación.
–Buenas tardes Braulio –saluda alegre la auxiliar veterana.
–Hola Carmela –contesta Braulio desde la ventana.
–Bueno, va siendo hora de acostarse, ¿No?
–Sí, va siendo hora. Voy al baño un momento a quitarme el maquillaje.
–Vamos, te ayudo –La auxiliar lo nota más lúcido que otros días, le extraña que no le pregunte por la función.
La otra permanece por detrás de la compañera. La imagen de Braulio le ha impresionado un poco; aquel hombre le produce una profunda lástima.
Le quitan el maquillaje, le ayudan a ponerse el pijama y lo acuestan. Él permanece callado todo el tiempo.
–Bueno Braulio, que duermas bien –le dice la auxiliar con voz alegre mientras baja la persiana y corre la cortina.
–Gracias Carmela e igualmente.
–Buenas noches –le dice la compañera también.
–Gracias.
Cuando las auxiliares se disponen a marcharse habla Braulio.
–Carmela -Ella se vuelve hacia él-. ¿Te acuerdas cuando yo era el payaso más guapo de la historia?
–Claro que me acuerdo, aunque juraría que aún sigues siéndolo.
–Hasta mañana Carmela.
–Hasta mañana.
Apagan la luz y encajan la puerta. Braulio se encoge un poco y cierra los ojos. Al poco rato cae en su sueño más largo y reconciliador.

«Se acerca la noche. Las sombras de las caravanas hace tiempo que han cruzado de un lado a otro la pequeña explanada que forman en el centro. Por debajo y por los lados de ellas se cuelan rectángulos de luz anaranjada que dan a cada piedrecita y ramita del suelo una sombra larga y fina.
El viejo Braulio, el pequeño Braulito camina despacio hacia la carpa. En la mano lleva una pequeña silla.
-Hola cariño -Delante está su padre, sonriéndole como siempre.
-Hola papi -le saluda él. Le embarga una enorme paz
-¿Cómo ha ido tu función?
-Muy bien. Lo hice papi, hice reír.
-Ya te lo dije –Se quedan mirándose y sonriéndose uno al otro. Braulito no necesita más–. ¿Vamos dentro?, nos están esperando.
Asiente con la cabeza y camina hacia la carpa de la mano de su padre. Dentro se oye la voz del Gran Jefe, presentando a los payasos Braulio y Braulito…»

FIN

13 de Marzo de 2017 a las 14:04 0 Reporte Insertar Seguir historia
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