Capítulo 1
Aquella mañana, la pequeña Alejandra, de nueve años de
edad, encontró en el corral una paloma muerta. Su primer
impulso fue echar a correr para dar el aviso. En cuatro saltos,
espantando a las aves que la rodeaban, dejó el corral, pasó
por los patios y entró en el escritorio de su padre, el profesor
Leonard, buen historiador, que en ese instante se hallaba atareadísimo,
abstraído, subyugado por el vaho sedante de los textos
antiguos.
—Papá, papá… una paloma se murió.
El profesor Leonard dijo sin ninguna intención:
—¡Bah!… todos tenemos que morirnos.
Hubo un silencio prolongado, una inmovilidad absoluta. Por
dos o tres veces se oyó el murmullo de la página que se vuelve.
Un momento después, el llanto de la pequeña.
El profesor Leonard creyó soñar. Dejó el libro, quitóse las gafas
y descubrió a su hija, acurrucada entre la puerta y la biblioteca.
Alarmado corrió hacia ella.
—¿Por qué lloras? ¿Te lastimaste? ¿Qué tienes, di?… — La tenía
ahora en sus brazos y le besaba los ojos, las lágrimas, haciéndole
mil preguntas. Pero la pequeña gemía, balbuceando el
sollozo en una palabra trunca, sofocada, convulsa, mirando a
su padre insistentemente. Entonces, él recordó lo de la paloma.
—¿Es por la paloma que lloras?… ¡Pero si tienes muchas otras,
tú! El palomar está lleno y son todas tuyas. No llores así!… Si
quieres te compraré una igual a esa. ¿Cómo era, a ver; dime
cómo era? Fue necesario esperar. Después la pequeña preguntó
a su vez:
—¿Tú también te morirás?… — El silencio se produjo de nuevo.
Inmóviles los párpados, padre e hija se observaron durante
unos segundos. Luego, sorprendido aún, le interrogó:
—¿Qué dijiste?… — Alejandro repitió la pregunta con la firmeza
de quién está resuelto a saber la verdad. El profesor
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concluyó por confundirse. No podía explicarse el sentido de aquella
pregunta, hecha por una criatura. Por momentos le parecía
ver en ella una manifestación rara, anormal, que la transfiguraba.
Después subió a su conciencia el recuerdo de lo que
dijera un poco antes a Alejandra: "todos tenemos que morirnos”.
Entonces sonrió. Y cerrando los párpados, como si quisiera
retener una imagen fugitiva, dio a su hija un beso tibio. Alejandra
insistía:
—¿Tú también te morirás?…
—No, nenita, yo no me muero, yo no me moriré nunca. Hablaba
de las palomas. Las palomas, sí, se mueren. Pero tu padre, no.
Yo viviré siempre para tí, para acompañarte. ¿Estás contenta?
Se había sentado en su sitio de costumbre y mantenía a su hija
sobre las piernas. Ella estaba tranquila ahora. Acurrucada contra
el pecho de Leonard se había ido apaciguando y sonreía,
dispuesta a la charla. Se inició entre ellos una conversación
animada, la conversación inicial de la vida, el hijo frente al padre,
la pregunta frente a la respuesta.
—¿Y tú, por qué siempre estás encerrado en este cuarto?
—Para estudiar, para saber.
—¿Para saber qué?
—Para saber lo que pasó. Las historias, los cuentos. ¿No te
gustan los cuentos?…
—Los cuentos, no. Las historias me gustan.
—¿Cómo? ¿No te gusta el cuento de La Caperucita?
—¡Ah!… ¿entonces La Caperucita no es una historia?
—Sí. Es una historia y es un cuento. Porque… este… — Y aquí
el profesor Leonard, investigador, crítico, lingüista famoso, poseyendo
un extraordinario conocimiento del génesis de la sociedad
humana, científico por temperamento y por convicción,
zozobró entre el cuento y la historia.
No era la primera vez que el padre se callaba ante la curiosidad
de la hija. Alejandra hacía preguntas terribles. Dotada de
una ardiente riqueza sensorial, los fenómenos del mundo pasaban
por sus sentidos produciendo las más inconcebibles paradojas,
los absurdos las inesperados, las aseveraciones más impresionantes.
Leonard, para quien su hija desde la muerte de
su mujer lo constituía todo, pasábase los ratos largos escuchándola,
dejándose llevar, corriendo tras la imaginación de su
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Alejandra, cuyo plano mental le sugería dulces ensueños y profundas
inquietudes.
***
A los trece años. Alejandra egresó de la escuela superior. Era
ya una muchachita que prometía ser alta. Tenía la esbeltez de
una rama. Grácil, liviana, armónica en el movimiento, su cuerpo
al andar se desprendía fácilmente de la tierra. Había heredado
de su padre el color e la piel, un blanco vivo, manchado
en el rostro por algunas pecas azafranadas. De pelo claro, ensortijado,
poseía una noble cabellera que no invadía la frente y
que se resistía al aparato trivial del sombrero. Ojos grandes,
más bien oscuros, lo que producía un contraste agradable con
el resto de la cara. Con todo, no era hermosa, por lo menos, carecía
de esa hermosura superficial que impresiona a primera
vista. El ángulo de la nariz era demasiado abierto y en su boca
se destacaba un rictus incisivo, desdeñoso, que daba a su rostro
una expresión de altanería y orgullo.
Por su natural disposición al estudio, por la constante compa-
ñía del padre, de quien respiraba su cultura, Alejandra fue en
la clase el discípulo animador, el conductor de la chispa que
enciende cada lección. Produjo generosos entusiasmos y envidias
lívidas, frases francas de admiración y giros inseguros de
desdén. Pero fuera del aula, durante los recreos, a la hora de la
salida, en ese corto trayecto que los alumnos hacen juntos, Alejandra
notaba en sus compañeras una frialdad general. Nunca
entraba bien en una conversación. Había advertido que, al
acercarse a un grupo, sus condiscípulas, por lo regular mayores
que ella, de quince a dieciséis años, cambiaban el tema de
la conversación o se callaban ostensiblemente. No podía comprender
el motivo de esa separación que le imponían. Era objeto
de una diferencia irritante, recibida siempre con la mueca
de la sonrisa cordial, disciplinada, que sirve generalmente para
cerrar nuestro espíritu a la mirada ajena.
Alejandra, que no podía comprender la verdadera causa que
producía esta diferencia natural entre ella y sus compañeras
de clase, sufrió sin una queja, pero no hizo nada por modificar
la actitud de sus condiscípulas. Y legítimamente reaccionó, alejándose
a su vez. En el tiempo destinado a los recreos, se la
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veía sola, mirando distraídamente o entregada a la lectura.
Después concluyó por entreverarse con los alumnos de las primeras
clases y jugó con ellos.
Sólo una vez, hablando con su padre, le dijo como quien cuenta
una novedad sin importancia:
—Yo no tengo una amiga en la clase.
—¿Y esas dos que vienen con frecuencia? —Alejandra soltó una
carcajada burlona, sarcástica, impropia de su edad.
—Esas, no, no son amigas. ¿Sabes por qué vienen? Mira: la mayor,
esa grandota, viene para que yo le haga el problema y le
dé el bosquejo de las composiciones; la otra aprovecha para
ver la sala. Dice que es una de las mejores que conoce y que es
una lástima que a nosotros no nos gusten las fiestas. El otro
día me pidió permiso y desenfundó los muebles.
El profesor Leonard quiso reír, pero no pudo. Alejandra acababa
de revelarle una vez más su temperamento, difícil de conducir,
expuesto por su propia riqueza a los crueles desgarramientos
de los tipos interiores. Y al quedar solo, en lugar de continuar
con su trabajo, el hábito de su vida, no logró sustraerse a
la preocupación, brumosa, gris, emotiva, donde el recuerdo hace
su camino y se aventura en el Porvenir.
Leonard lamentaba su soledad. Ahora más que nunca echaba
de menos a su compañera, la dulce amiga de su mocedad,
muerta cuando su hija acababa de cumplir los tres años; ahora
más que nunca le parecía necesario en su casa el espíritu nivelador
de la mujer. Empezaba a inquietarle su rol de educador,
a temer por la influencia decisiva de su personalidad en la vida
de Alejandra. Antes, las ocurrencias de la pequeña le ponían
contento. Ahora, cuando su hija le sorprendía con alguna reflexión
profunda, se sentía aprensivo, receloso y pensaba inevitablemente
en los tiempos que habrían de llegar. Su porvenir
empezaba a inquietarle. Por primera vez se preguntó si el intelectualismo
que rodeaba a la pequeña sería la ruta deseada para
su felicidad.
El profesor tenía en Corrientes una hermana, viuda, con una
hija algo mayor que Alejandra, llamada Elsa. En el hogar paterno
habían sido buenos compañeros y la separación a que los
obligaba la vida no apagó el dulce recuerdo de las horas de
hermandad. Se veían de tarde en tarde, pero se escribían a menudo.
En una de sus últimas cartas, cuando Alejandra tenía ya
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dieciséis años, entre otras cosas, le había escrito a su hermana:
"… Nunca hubiese sospechado, querida Clemencia, que, a mis
cuarenta y dos años, habrían de poseerme preocupaciones tan
triviales por lo que tienen de caseras. Alejandra me trae de sobresalto
en sobresalto. Tú ya sabes lo que es: un ser muy emotivo,
pero con un espíritu crítico que da miedo. Debido a sus
cosas he tenido que romper las relaciones con dos familias. Está
pasando por ese período fermental, común en las juventudes
fecundas. Todo lo encuentra mal, torcido, fuera de su sitio. Lee
con una frecuencia que la excluye de cualquier otra actividad y
estas lecturas dejan en su espíritu un sedimento vivo, creador,
que la va formando. Pero no las tengo todas conmigo. Esta manifestación
de su energía me parece excesiva y he tratado de ir
contra ella, —doloroso es confesarlo— con resultados insignificantes.
Estoy desorientado. Por momentos, más bien que mi hija.
Alejandra me parece un ser desconocido que ha entrado en
mi escritorio y se sienta junto a mí, para hablarme sobre asuntos
de otro mundo".
"Puedes suponerte que no escapa a mi inquietud su aspecto de
mujer. Mi desasosiego está aquí, precisamente. Si fueran varón
no me importarían tanto ni su inaptitud para la adaptación, ni
su temperamento absorbente, ni su constante visión del ridículo
que la hacen proferir charigotas contra lo que la mayoría
considera serio y respetable. Noches pasadas fuimos a presenciar
el casamiento de uno de mis colegas, el profesor Martínez,
catedrático de moral. De regreso, y ya en casa. Alejandra, que
durante el trayecto había permanecido muda, se desató de golpe.
Riendo estrepitosamente reconstruyó los principales episodios
del enlace. En todo halló torpeza, aparatosidad, vacío. Entre
otras ocurrencias dijo que la pareja parecía un par de fantoches
movidos por hilos invisibles; que la novia, al firmar, miró
al lapicero como si se encontrara ante un instrumento de eficacia
desconocida; que los regalos, que los invitados que cómo
tragaban contentos, refocilados ante las compoteras- Me resistí
a su critica, pero los fallos eran tan certeros que hube de reírme
a mi vez de la ceremonia. No puedo contenerla en ningún
sentido ni desviarla algo de mí. Es bien mi hija y yo soy bien su
padre. Y si toda la vida hubiéramos de vivirla juntos sospecho
que sería el hombre más feliz de la tierra. Pero sé que esto no
puede durar. Hoy, mañana, quién sabe, acaso cuando no pueda
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resignarme a su ausencia, se ha de ir. La espera el camino irremediable
y único de cada ser. Al pensar en esto me sobreviene
un pesimismo que no obstante carecer de significación formal
me llena de dudas y me pone triste. Tu venida, Clemencia, me
parece la única solución. Te sé inteligente, fuerte, tesonera y
tu influencia aún llegaría a tiempo. Piensa seriamente lo que te
propongo. Te dejaré la dirección de la casa, donde harás lo que
te plazca y donde puedes contar con mi obediente colaboración
y con el cariño de Alejandra. Los otros días, por compulsarla, le
dejé entrever la posibilidad de que tú vinieras a la capital para
vivir con nosotros. No te haces una idea de la alegría que le di.
Me abrumó a preguntas y en menos de un cuarto de hora hizo
una multitud de proyectos. Producto de esa conversación es la
carta interminable que te escribo, instándote a que vengas… "
***
Fue necesario esperar. Las cartas empezaron a sucederse
con más frecuencia, signo inequívoco de que las dos familias se
acercaban. La señora Clemencia Leonard de Araújo, antes de
decidirse a abandonar Corrientes, quería vender una propiedad
de su pertenencia. Pasaron unos meses. En ese entonces,
Alejandra cumplía los diez y siete años.
Una tarde, el profesor Leonard sorprendió a su hija abstraída,
frente al espejo de su tocador. Estaba sentada, con todo el cabello
suelto, y se observaba, de frente, de perfil, combinando el
marco del pelo con distintas expresiones del rostro. Parecía
una actriz que estudiase en sí misma los momentos culminantes
de una obra. Cuando advirtió a su padre se echó a reír.
—¿Qué hacías? —le preguntó el profesor. Ella continuó riendo
con un mal disimulado rubor. Tenía la cara encendida y trataba
de ocultarla con las manos. El profesor se alejó sonriente, sin
aguardar la respuesta, pero su hija le llamó.
—¡Papá, papá!…
—¿Qué?…
—Ven. Quiero hacerte una pregunta. —Leonard desanduvo
unos pasos.
—¿Qué quieres saber?
—¿Yo soy linda?
—¿Que?…
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—Si yo soy linda. Fíjate bien. Mira. — Y con toda la seriedad de
que era capaz enfrentó el busto hacia Leonard, adoptó una pose
fotográfica y lo miró como si su padre fuera otro espejo.
El se quedó sorprendido. Nunca le había hecho una pregunta
de esa índole. En vez de responderle, preguntó:
—¿Por dónde te ha dado hoy?
—No, no; no divagues. Dime: ¿linda o fea?
—Estás cansada de saber que eres una muchacha hermosa. Por
otra parte… yo… —y no sabía qué decir. Hubo un silencio prolongado.
Después Alejandra se le acercó y agitada por una
emoción, empalidecida, con la voz seca empezó a decir:
—Papá: quisiera decirte algo que me pasó ayer. Pensaba callármelo;
pero no puedo.
Leonard se alarmó. — ¿De qué se trata?
Un gesto tranquilizador de Alejandra se expresó primero que la
voz. Luego prosiguió:
—No; verás. Ayer fui a Palermo, con Matilde. ¿Recuerdas que
te pedí permiso?
—Sí, si…
—Bueno. Y dando vueltas, paseando por los senderos, nos encontramos
varias veces con dos muchachos elegantes. En una
de esas, la casualidad hizo que ellos caminaran durante un trecho
tras de nosotras. Cuando nos separaba la distancia de un
metro oí que uno empezaba a recitar aquellos versos de Amado
Nervo que dicen: "Llena eres de gracia… " Al terminar pasaron
adelante. Yo observé por pura curiosidad. Entonces, uno de
ellos, el que había recitado, sin duda, me miró saludándome
tan cordialmente que por poco le respondo.
—Y dime: ¿esa casualidad de que ellos anduvieran por el mismo
sendero, tras ustedes no la pudieron evitar?
—¡Oh!… papá… Habrá sido cosa de una cuadra. Después siguieron
su camino. Ponte en mi caso. ¿De qué modo hubiera podido
impedir que él me recitara los versos? —Hubo una pausa.
—¿Hice mal?…
Leonard contemplaba a su hija sorprendido aún; sintiendo renacer
en su memoria gratos episodios que el transcurso de la
vida iba abandonando en la penumbra. Y en vez de ponerse
frente a ella como consejero, se sintió hermanado, confundido
en la alegría que Alejandra no había podido reprimir en su relato,
hecho con torpeza, ruboroso, pausado por la emoción.
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—No hay mal en lo que has hecho —dijo al fin, confuso, debatiéndose
en un plano donde el padre y el compañero reclamaban
su sitio. —Sólo que, si estuviera Clemencia, ella sabría mejor
que yo lo que tienes que hacer. —Y se alejaron cohibidos,
casi avergonzados por un tema que parecía separarlos. No se
volvieron a ver hasta la hora de la cena. Empezaron a comer en
silencio. El profesor tenía ante sí, apoyado contra un botellón
un diario de la noche y se mostraba muy interesado con las últimas
noticias. Frente a él. Alejandra, ensimismada, mirando a
lo lejos. En un movimiento maquinal, sus manos habían dividido
un pan en menudos trozos que rodeaban el plato. Después,
nerviosa, preguntó:
—¿Qué estás leyendo, papá?
—Este asunto: una quiebra fraudulenta.
—¡Ah!… ¿sí?…
—Sí…
—Y, dime, papá… ¿a que edad te casaste tú?— Leonard, riendo,
dejó el diario.
—Pero, hija… ¿Qué tiene que ver la quiebra con mi casamiento?
— Ella se tentó.
—La verdad. ¡Qué boba!…
—Me casé siendo muy joven. Tenía veinticuatro años.
—¡Veinticuatro años!… —exclamó admirada. — No eras muy joven
que digamos.
—Para ti, que tienes diecisiete; pero para mí que tengo cuarenta
y tres…
—Alejandra le miró reflexiva como si midiera la extensión de la
respuesta. Permaneció callada durante unos segundos tratando
de penetrar en el pensamiento del profesor, cuyo verdadero alcance
escapaba a su juventud. Pero su preocupación anterior
volvió de nuevo y quieras que no, obligó a su padre a una larga
sobremesa, atosigándolo a preguntas sobre los novios, el amor,
el matrimonio, con la misma sana y ardiente curiosidad de
otras veces, como cuando le exigía que le explicase el origen
del mundo. El pobre Leonard se defendió del asalto de su hija,
diciendo lo que le parecía conveniente, callándose lo demás, en
una maniobra difícil que le hizo sudar.
Dejaron la mesa a las veintidós horas.
El profesor se fue a su escritorio y empezó a escribir una carta
a su hermana, una carta larga, de letra menuda, que le llevó
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ocho cuartillas. Al final, después de despedirse, añadía entre
signos de admiración: "¡… te aseguro que nunca como ahora
llegarás a tiempo!"
Un mes más tarde las dos familias se hallaron reunidas en un
hogar común. Leonard había alquilado una casa más amplia,
en la calle Paraguay, a la altura de Montevideo.
Elsa, la prima de Alejandra, era una muchacha de dieciocho
años, morena, de grandes ojos, juguetona, picaresca, coquetuela,
que le gustaba, mientras pensaba en otras cosas, cantar y
tocar el piano. En Corrientes había dejado dos novios, al uno
indiferente, al otro desconsolado.
Durante los primeros tiempos las dos primas se observaron con
algún recelo. Para Elsa, Alejandra fue algo así como la revelación
de un absurdo. Verla leer con tanta dedicación le produjo
asombro. Una tarde no pudo resistir y le preguntó:
—¿Tú estudias alguna carrera. Alejandra?
—No…
—¿Y por qué lees tanto?
—Porque me gusta.
—¿Es interesante esa obra? ¿Cómo se titula?
—Vidas Paralelas.
—¿Vidas Paralelas?… —repitió desconcertada —Vidas Paralelas…
¿Qué quiere decir?
—Historia de la vida de hombres ilustres, semejantes por sus
virtudes, por sus talentos. Es un libro que me entusiasma. ¿Por
qué no lo lees tú también?
—¿A ver?… Puede ser… —Tomó el ejemplar, leyó en la carátula,
lo hojeó buscando figuras y cuando se enteró de que la obra
estaba dividida en varios tomos, la devolvió con un gesto de
cansancio. —No, no… Es muy larga. Las obras largas me aburren.
A ti también deben aburrirte.
—¡Oh!… si fuera así, haría como tú: no las leería.
—Es cierto. No había pensado en eso. ¿Y tú sabes todo lo que
dicen esos libros? — En un, gesto abarcó la existencia de la biblioteca.
—No; conozco algunos.
—¡Ah!… Porque mira que hay cosas raras en el mundo. Total:
¿quién inventó la moda?… —En el rostro de Alejandra apareció
primero la sorpresa, luego la incredulidad. Miró a su prima
buscando una rectificación. Elsa, ante aquella mirada que la
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penetraba, sintió un repentino malestar y sin saber por qué,
sonriendo forzadamente, agregó como quien hace una salvedad:
—Lo dije en broma.
Alejandra tampoco comprendía a Elsa. No acertaba a explicarse
la constante movilidad que la poseía, semejante al aleteo incierto
y sin rumbo de la libélula. Su pensamiento era como su
cuerpo, de actitud inconsistente, cascabelino, ligero, conducido
siempre por la última impresión.
Buenos Aires la deslumbró. Las avenidas, los grandes almacenes,
el ruido, la aparente confusión de la muchedumbre, fueron
para su ser, sensaciones invasoras, absorbentes, que bien
pronto hundieron en el olvido su vida anterior.
Durante los paseos llevaba consigo a Alejandra, quien, a pesar
suyo, cediendo a las insistencias del profesor y de su hermana,
consentía en acompañarla.
Elsa no podía admitir que se saliera del centro de la ciudad.
Entrar en las tiendas, asistir al desfile de los maniquíes vivientes,
pedir precios, inspeccionar las vidrieras, verse rodeada de
empleados solícitos, tomar el té en los magazines de moda, hacer
el trayecto de Florida dejándose llevar por la ola humana,
todo esto producía en su simplicidad banal una urdimbre de
imágenes que le provocaban un aturdimiento agradable, confusiones
ligeras, sorpresas que la hacían reír. Comúnmente se re-
ía. La risa era el motivo dominante de su rostro, una risa parlanchina,
contagiosa, que aparentaba ser incontenida como si
una comicidad irresistible la tentara. Y el gesto de su risa era
simpático, cordial, afectuoso, ruborizado por una timidez infantil.
Ya en los primeros paseos. Alejandra había advertido que su
prima producía entre los hombres una atracción singular. Muy
pocos pasaban por su lado sin mirarla y algunos se detenían,
contemplativos, en una absorción profunda, tratando de aprisionar
aquella figura que cruzaba veloz entre el marco breve de
unos segundos. Y luego el piropo, el llamado, la promesa en todos
sus matices, desde el requiebro soez, grosero, brutal, hasta
la galantería poética que se inclina en un ademán caballeresco,
ungido por el amor.
Una tarde que regresaban algo más temprano que de costumbre,
al atravesar la plaza Lavalle, Elsa le dijo a Alejandra.
—Fíjate si nos sigue uno de gris—. Alejandra volvió la cabeza.
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Tras ellas, a unos treinta metros, venía un hombre vestido de
gris que al verse observado sonrió picaresco.
—¿Y tú le conoces, Elsa?
—Yo no. Con ésta lo he visto dos veces.
—¿Y desde dónde nos sigue?
—Desde la joyería. Cuando dejamos el coche, él pasaba y sin
duda aguardó nuestra salida en alguna esquina. ¿Es morocho,
verdad?
—Creo que sí ¡Ay! Elsa… No sabes como me he puesto nerviosa.
Y tan luego aquí, cerca de casa. ¡Si nos viesen!…
—Y qué; ¿hay algo de malo? Además uno no puede sustraerse a
estas persecuciones. — Y al hablar, pretextando arreglarse el
cuello, dirigió una mirada al desconocido.
—¡No lo mires así… — Alejandra tenía miedo.
Y aunque esta vez no era ella la solicitada por el amor, sintió el
mismo deseo de escapar que le asaltara aquella tarde en Palermo
cuando oyó tras sus pasos el rumor ascendente de los versos
recitados por una voz varonil.
Iban a salir de la plaza, pero un encuentro inesperado las detuvo.
Un joven que marchaba en dirección contraria, levantó de
pronto los brazos al cielo y exclamó jubiloso:
—¡Elsa!…
Después de las presentaciones se explicaron. Roberto González
había sido su segundo novio, el abandonado en Corrientes, el
pobre amador incomprendido a quien Elsa dejara abatido, té-
trico, pesimista. En sus ratos de mayor amargura había leído
"El Amor, Las Mujeres y la Muerte" de Schopenhauer, lo que
dio a su sufrimiento una bandera filosófica. Estaba convencido
de que el pensador alemán tenía razón: la mujer era un animal
de cabellos largos e inteligencia corta. Pero ahora, al ver a su
ex-novia, se olvidó de toda su filosofía, contento de volverla a
ver, enamorado como entonces, pareciéndole más hermosa que
nunca. Había llegado a Buenos Aires dirigiendo una partida de
trigo que debía embarcar para Europa y pensaba radicarse en
la capital al frente de un escritorio que abriría en breve.
En este momento, el vestido de gris pasó junto al grupo.
Las miradas de los hombres se cruzaron. Roberto preguntó:
—¿Quién es ese?
—No sé —contestó Elsa, aparentando mentir.
—¿No sabes? —repuso dudando. Hizo una pausa y agregó con
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franqueza, sin cohibirle la presencia de Alejandra:
—Mira: yo quiero que sepas esto: quizá, en el fondo, lo único
que me ha movido a dejar mi ciudad, a dedicarme a este género
de trabajo, seas tú. Ahora, al verte comprendo que el amor
que siento por ti está muy arraigado en mi vida y que, aunque
quisiera no podría desprenderme di él. Volvamos a nuestras relaciones,
Elsa. —Elsa se mostraba sorprendida, azorada.
—Pero tú sabes que mamá no quiere.
—No digas eso. Si te empeñas y tu prima nos ayuda… ¿Verdad,
señorita, que usted nos ayudará?
—¡Oh!… ¿Y en qué puedo ayudarles, señor?— Roberto miró a
Alejandra por primera vez. El tono de la voz, la expresión sensata,
aquel señor circunspecto que se interponía como un obstáculo,
llamaron su atención.
—Además —continuó Alejandra,— no creo que tía se oponga—,
Elsa saltó.
—¿Y cómo dices eso? ¿Y todas las discusiones que he tenido
por él?…
—¿Qué discusiones?
—Pero ¿no recuerdas aquella vez que yo estaba escribiéndole
una carta y mamá me la rompió? —Alejandra, que jamás había
oído hablar de tal novio sino en tren de confidencias, se quedó
admirada.
—Pero tú sueñas —le dijo resueltamente. Intervino Roberto y al
fin, Elsa dio, como quien concede una gracia, permiso para que
él les hiciese una visita el próximo jueves.
Se despidieron. Las dos primas continuaron andando y durante
el trayecto no cambiaron una palabra. Iban visiblemente mortificadas
por lo que acababa de ocurrir.
Llegaron a la casa y al trasponer la puerta de cancel, Elsa le dijo
en un tono agresivo:
—Te ruego que nunca me desmientas ante la gente.
Alejandra replicó severa:
—No insistas porque no soporto las pantomimas.
Gracias por leer!
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