andypfrench Andy P French seulrn Nelba Jiménez khbaker K.H Baker mazzaro José Mazzaro

La palabra antología proviene del latín anthología, que significa "selección de flores" y se suele utilizar para hablar de un compilado de obras con cierto motivo estético, casi con especificidad dentro de lo literario. Bueno, en esta obra, si bien es en rigor una antología literaria, encontrarás muchas cosas. Menos flores...


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Antología. Invitación para Érika

El complejo habitacional era uno de los más grandes de la provincia. Ubicado en las inmediaciones de la ciudad, albergaba un sinfín de departamentos construidos para todas las clases y sectores de la comunidad, habitados hasta el límite de sus posibilidades edilicias. Era un vecindario silencioso que gozaba de un vista amplia, pareja y relajante; un cuadro vivo pintado con colores de piedra, metal y vegetación sobre un lienzo estrellado lejos del smog y los ruidos mecánicos de la gran urbe correntina.
Al ingresar, uno podía encontrar grandes edificios que como hercúleos tapiales insultantes al sol, llenos de puertas y ventanas disparejas, protegían la avenida principal. Al fondo de la arteria de cemento, siempre transitada en horario matutino, se encontraban las viviendas un tanto más costosas, que sin apilarse se distribuían parejas tanto hacia la izquierda como hacia la derecha, forzando a los visitantes ocasionales a dirigirse hacia uno u otro lado del camino. Al ocaso del pasaje izquierdo, se alzaba una fastuosa reja metálica adornada con calas, margaritas y crisantemos de plata y oro, siempre cerrada con tres grandes candados de bronce de antaña data empero muy bien preservados.
Al traspasar estas puertas, se extendía una pequeña peatonal mucho más reducida en su ancho y su largo que el ingreso primero al barrio, pero cuyo suelo informaba a los caminantes que no se encontraban en ningún otro de los caminos que irrigaban el distrito; era el sector especial, el cual se delataba no sólo en el piso de mármol blanco perlino que acariciaba gentilmente a los pies vestidos de costosos calzados, sino también en las casas, pequeñas mansiones, que descansaban sobre ambas veredas compitiendo sin tocarse por cual de todas ellas era la más vistosa e inspiradora de orgullo y honor. En una de esas lujosas residencias, más precisamente en la segunda a la izquierda desde el pórtico de ingreso, se había mudado Érika pocas lunas atrás.
Érika era parte de la cuarta generación de una familia de linaje goyano, que había generado, aumentado y mantenido su dilatada fortuna a través de los años gracias a la producción y comercialización de yerba mate. Su bisabuelo, Don Santos Julián, fue un visionario en el negocio del consumo de la infusión, llegando en los últimos años de su vida a construir una de las empresas autóctonas que mayor cantidad de puestos de trabajo había generado en toda una década, y aunque sus decisiones la llevaron lejos del negocio familiar, Érika, una mujer de carnes ligeras, cabellos rubios blanquecinos y una piel tan tersa como la seda, llevaba en la sangre el gusto amargo de la yerba correntina casi hirviendo que su padre había logrado comercialmente conquistar. Su espíritu candente, con la capacidad de encender a cualquier hombre que se atreviese a amarla en reciprocidad, su personalidad despierta que se delataba por medio de respuestas rápidas e incisivas y un carácter áspero y agrio en ocasiones, personificaban con total justeza la infusión de la arbórea neotropical.
Las mujeres del nordeste, se creía, eran fieras encarnadas de espíritus ancestrales que combatían hombro a hombro con cualquier hombre. En otros tiempos, los más antiguos -y luego los más futuros- serían consideradas como agentes de avance y decisión. La crianza de Érika no había sido muy distinta a las de otras mujeres, y hombres incluso. Ella creció entre la fantasía de los mitos y leyendas que surcaban el aire, y la tierra dura y a su vez fértil que acunaba cuando desease nacer y luchar. Corrientes era una tierra de valientes y osados, un lugar para grandes destinos que no podía hacer otra cosa que engendrar tanto héroes como monstruos. Los edificios podían conquistar sus calles, las avenidas llenarse de carteles eléctricos y los cielos ser acariciados por quién sabe cuántos aviones, pero el aire... el aire siempre era el mismo. Un aire profundo que llamaba al mito.


Santos Julián Gutiérrez, hombre de baja estatura, aspecto férreo y conducta inflexible, además de haber legado a sus herederos sus conocimientos tanto del producto como de la gestión del negocio, había logrado estampar en su apellido una imagen de firmeza y transparencia. Era el último de su progenie: su madre había muerto al dar a luz y su padre había fallecido en un incendio en la chacra de la cual fue capataz largos y tediosos años. Santos nació un cuatro de septiembre de un viernes de tormenta, trayendo consigo no sólo la muerte de su progenitora en el lecho familiar, sino la fuerza e insistencia que acarrea el deseo de vivir entre la adversidad, como una pequeña flor en la cinta asfáltica o una pompa de jabón que se mantiene airosa ante y entre los vientos.
Una vez fallecido su padre, al cual lloró en el más privado secreto durante cinco días y cuatro noches, se desposó con Eliana, una joven campesina que había conocido en los yerbateros cuando empleado principiante. “Búscate una buena mujer para casarte”, fueron las últimas palabras que escuchó decir a su antecesor antes de partir a la fiesta de fuego en la cual bailaría eternamente. Muchos años después, Santos compendió que quizás algunas personas podrían saber con antelación que irían a morir, como así también el caso de aquellos no natos que percibiendo la revolución en el ambiente, pueden colegir de manera primitiva mas certera su pronta llegada al mundo. No obstante, creyó oportuno también considerar de que si esto era posible, entonces era igual de viable el caso de aquellas personas que aún no saben que han muerto; como la oportunidad en la que se lo vio al despensero de la esquina del barrio deambulando por las calles dos semanas luego de su trágica muerte.
Gracias a los años de trabajo directo con la vegetación, Santos había accedido al extraño don de ver ciertas disposiciones propias del reino de la naturaleza impregnadas en algunas personas. Por ello, cuando fue a despedir a Érika a la terminal de autobuses en un viaje que la llevaría casi trescientos kilómetros lejos del calor de sus alas y la protección de sus garras y dientes, la dejó partir tranquila sin el más mínimo gesto de deseo de retenerla, aunque ello le quemaba el pecho como pocas veces en sus atigrados años, pues había visto en sus ojos de al despedirse, la flecha del yaguareté que dispara con su mirada sobre sus presas antes de abrazarlas en la muerte; había comprobado sobre los rizos dorados de su primogénita mientras cargaba sus maletas en el baúl del ómnibus, el aura flotante con la cual avanza segura la yarará por el verde pastizal. Su hija querida, era una guerrera que cargaba consigo el poder del payé.
A diferencia de los demás integrantes de su familia, Érika fue desde temprana edad indiferente a las operaciones económicas del resto de la estirpe, razón por la cual se distanció de las prácticas corporativas de su familia y, decidida a labrarse un nombre por sí misma, se dirigió a la capital de la provincia a estudiar Derecho.
Luego de una trayectoria educativa intermitente aunque exitosa, interrumpida por amores borrascosos y ligeros desvíos vocacionales, logró alquilar a cuadras de la Peatonal Junín una oficina de contados metros cuadrados pero harto suficiente para dar lugar a sus primeras prácticas legales ya como abogada, orientándose casi con exclusividad al trabajo de mujeres en situaciones de riesgo psicosocial.
Debido a los honorarios profesionales bajos que muchas veces permitía abonar a sus clientes en cuotas inacabables o en especias incluso, el negocio marchaba perezoso y sin perspectivas de crecimiento, pero el regocijo que lograba al asistir a los usuarios de bajos recursos que por el boca a boca iban conociendo lentamente su trabajo, le generaba la motivación necesaria que le permitía levantarse con energía en cada madrugada y acostarse a altas horas de la noche; y luego de un par de años de práctica, Érika contaba con un respetable caudal económico, producto de una atención continua a numerosos clientes de bajos recursos, el cual destinaba casi por entero a la crianza de su pequeña hija y a los arreglos siempre necesarios que requería la antigua casa donde vivía con su marido en uno de los barrios aledaños de la capital correntina.
Pedro, su esposo, era un sujeto de delicado llevar que contrarrestaba la inclinación expresiva menos sutil de su mujer, de forma tal que en las charlas entre parejas amigas los lunes por la noche la comunicación tambaleaba de lo duro a lo suave, de lo caliente a lo frío, y de lo despejado a lo neblinoso en una misma conversación. Ellos eran, como podría decirse sencillamente: “el uno para el otro”. Unos tres años más joven que ella, era licenciado en educación física y trabajaba como profesor de gimnasia en un colegio secundario de la ciudad, contaba con cuerpo trabajado y libre de vicios, una anatomía alta y fibrosa que no coincidía con su rostro de cabellos finos, negros, y unas mejillas delicadas y, que al igual que su pecho, se encontraban lampiñas y suaves.
Érika y Pedro se habían conocido en uno de los cafés de la ciudad, y entre leyes, decretos y explicaciones del funcionamiento del sistema musculo–esquelético humano, se fueron acoplando el uno con el otro, como una hoja que cae por algo más que el azar, no arriba, sino en el justo costado de otra ya en el suelo en respuesta a los vientos de la vida.
Marina, la primera y única hija de ambos, trajo consigo la rapidez mental de su madre, las manos firmes y siempre tensas del abuelo paterno y una inconfundible y natural disposición al tacto sensible, quizás por la sangre de Pedro también corriendo por los canales minúsculos que formaban sus venas, quizás por el tiempo que pasaba más en compañía de su padre. De todas formas, era una criatura que equilibraba en su mismo ser lo que podía encontrarse en la sumatoria de sus padres, una especie de llama ardiendo en una vela de cuerpo firme y suave, siempre encendida y duradera a las inclemencias del tiempo.
Érika había recibido la invitación sin esperarla, como acontece con los encuentros más misteriosos en la vida, al igual que los terribles. El momento en el cual se percató de que su presencia era solicitada en el acto del entierro, todo su cuerpo de estremeció de súbito incluso antes de haber leído el último renglón, quizás en respuesta a lo fría y repentina de la misiva, llegando a releer varias veces cada letra a cara y dorso de la tarjeta de cartulina opalina blanca el mensaje que decía con letras en cursiva color negras sobre un fondo gris claro, y encuadrado con ribetes lacados en dorado en los extremos:
Estimada Érika Gutiérrez:
Por la solemne presente, le requerimos tenga a bien asistir al funeral que dará existencia en el Barrio de Los Olmos Peregrinos en su natal ciudad, el día miércoles próximo a la hora del café.
Esperando contar con su presencia, le despedimos por el momento,
Dios se apiade de nuestras almas”.
La hora del café” se dijo, mirando por encima de los libros en su escritorio y recordando la tradición familiar de reunirse exactamente a las siete de la tarde cada domingo.
La última vez que se había unido con su familia en esta costumbre, se encontraban solos su padre y ella debajo del parral, en el patio trasero de la casa charlando sobre vegetación y añoranza, y habían pasado de eso unos cuatro años. “Increíble cómo pasa el tiempo”, se refirió nuevamente sin sacar la vista del lugar fantasmal donde la fijó: un pequeño espacio suspendido entre su escritorio y la pared.
A los dos días de recibida la misteriosa invitación, Érika partió solitaria al evento, esperando ver a su padre y sus hermanos una vez más. Durante la mayor parte del viaje la nostalgia la invadió desde el tuétano mismo, chorreando de adentro hacia afuera en cada parte de su cuerpo, armando ella en su mente un collage de experiencias, mezclando en la pintura viva de la fantasía los tiempos y los rostros, los lugares y sus visitantes.
El día del funeral, un miércoles a la hora del café, para cuando arrojaban tierra sobre el cajón, Érika miró con cierto reparo el detalle de lo oscuro del material y pensó: "tierra tan negra nunca había visto", anulando en forma momentánea la obvia angustia flotante de la situación.
Todos sus hermanos habían participado del evento, al parecer, no sólo la familia Gutiérrez estaba invitada, sino también muchas otras personas que ella recordaba de la infancia, y hasta creyó ver a su marido y la pequeña Marina entre la muchedumbre que lentamente se reunía a un costado del cajón, como pequeños peces al apuro de un trozo de pan arrojado a la orilla, con la excepción de que en este caso el contacto no hacía presencia pues parecía el féretro tener algún campo de fuerza invisible que lograba que nadie se animara a tocarlo.
Desde la lejanía reconoció a su padre, el único que se encontraba como ella distante a la ceremonia, observándolo todo desde el resguardo de la contemplación silenciosa.
Don Santos vestía esa tarde un saco con cuello mao confeccionado en tela de cachemira de más de cuatrocientos hilos, color gris oscuro con detalles grises claros en los puños, hombros y a los costados de la fila única de siete botones también grises y relucientes. Por debajo de la chaqueta, llevaba una camisa de color negro profundo que cargaba a pocos lugares y siempre escondía bajo la prenda que la cubría sin importar la temperatura. Desentonaba en su atuendo sus zapatos de cuero color negro, de puntas cuadradas y disimulados tacos golpeados por el tiempo y la mugre de todo tipo de caminos, atados en forma prolija y puestos con calzador, pues parecían haber sido a medida de sus pies. Su rostro, aparentemente imperturbable, se escondía tras unas gafas de estilo aviador con cristales marrones oscuros.
Santos se encontraba con la frente en alto, y las manos escondidas en los bolsillos del pantalón, enraizado a lugar que había elegido para anclar su presencia observante, lejos de la doliente turba.
Dicen algunos conocidos en la materia que frente a situaciones límites, como una muerte inesperada, el ritual del velorio y posterior entierro o cremación ayuda a la pronta aparición de conductas de elaboración, y en este caso Érika no fue ninguna excepción, pues cuando todos los presentes se fueron y quedó ella mirando ya el agujero tapado al ras de la superficie, comprendió que no sólo se entierra lo que ya no pertenece al suelo por donde transitan más que los vivos, sino que también se entierra para en parte olvidar.
A lo lejos, el Astro Rey comenzó a perderse en el firmamento dejando devorarse sin prisa por el río Paraná, ofreciendo un espectáculo de colores vivos a quien no se hubiese habituado ya al panorama, pues no hay en la naturaleza del hombre nada que pueda ganarle al corto o largo tiempo a la costumbre.
Cuando el cielo se cubrió de estrellas, Érika se percató también de que habían habituaciones más rápidas que otras, más lentas que otras, como el hecho de tener que acostumbrarse a no pasar nunca más hambre o sed, sueño o deseo.


Fin.


Gabriel Mazzaro.

5 de Diciembre de 2020 a las 21:01 0 Reporte Insertar 6
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