CAPÍTULO PRIMERO
En el hogar paterno
Considero una predestinación feliz haber nacido en la pequeña ciudad de Braunau sobre el
Inn; Braunau, situada precisamente en la frontera de esos dos Estados alemanes, cuya fusión se nos
presenta – por lo menos a nosotros los jóvenes – como un cometido vital que bién merece realizarse
a todo trance.
La Austria germana debe volver al acervo común de la patria alemana, y no por razón
alguna de índole económica. No, de ningún modo, pues, aun en el caso de que esa unión
considerada económicamente fuese indiferente o resultase incluso perjudicial, debería llevarse a
cabo, a pesar de todo. Pueblos de la misma sangre corresponden a una patria común. Mientras
el pueblo alemán no pueda reunir a sus hijos bajo un mismo Estado, carecerá de un derecho,
moralmente justificado, para aspirar a una acción de política colonial. Sólo cuando el Reich
abarcando la vida del último alemán no tenga ya la posibilidad de asegurar a éste la subsistencia,
surgirá de la necesidad del propio pueblo, la justificación moral de adquirir posesión sobre tierras en
el extranjero. El arado se convertirá entonces en espada y de las lágrimas de la guerra brotará para
la posteridad el pan cotidiano.
La pequeña población fronteriza de Braunau me parece constituir el símbolo de una gran
obra. Aun en otro sentido se yergue también hoy ese lugar como una advertencia al porvenir.
Cuando esta insignificante población fue –hace más de cien años- escenario de un trágico suceso
que conmovió a toda la nación alemana, su nombre quedó inmortalizado por los menos en los
anales de la historia de Alemania. En la época de la más terrible humillación impuesta a nuestra
patria rindió allá su vida por su adorada Alemania el librero de Nüremberg, Johannes Philipp Palm,
obstinado “nacionalista” y enemigo de los franceses1
. Se había negado rotundamente a delatar a sus
cómplices, jejor dicho a los verdaderos culpables. Murió, igual que Leo Schlagetter, y como éste,
Johannes Philip Palm fue también denunciado a Francia por un funcionario. Un director de la
policía de Augsburgo cobró la triste fama de la denuncia y creó con ello el tipo que las nuevas
autoridades alemanas adoptaron bajo la égida del señor Severing2
.
En esa pequeña ciudad sobre el Inn, bávara de origen, austríaca políticamente y ennoblecida
por el martirologio alemán vivieron mis padres allá por el año 1890. Mi padre era un leal y honrado
funcionario, mi madre, ocupada en los quehaceres del hogar, tuvo siempre para sus hijos invariable
y cariñosa solicitud. Poco retiene mi memoria de aquel tiempo, pues, pronto mi padre tuvo que
abandonar ese pueblo que había ganado su afecto, para ir a ocupar un nuevo puesto en Passau, es
decir, en Alemania.
En aquellos tiempos la suerte del aduanero austríaco era “peregrinar” a menudo; de ahí que
mi padre tuviera que pasar a Linz, donde acabó por jubilarse. Ciertamente que esto no debió
significar un descanso para el anciano. Mi padre, hijo de un simple y pobre campesino, no había
podido resignarse en su juventud a quedar en la casa paterna. No tenía todavía trece años, cuando
lió su morral y se marchó del terruño. Iba a Viena, desoyendo el consejo de aldeanos de
experiencia, para aprender allí un oficio. Ocurría esto el año 50 del pasado siglo. ¡Grave resolución
la de lanzarse en busca de lo desconocido sólo provisto de tres florines! Pero cuando el adolescente
cumplía los diez y siete años y había realizado ya su examen de oficial de taller para llegar a ser
“algo mejor”. Si cuando niño, en la aldea, le parecía el señor cura la expresión de lo más alto que
1
Johannes Philipp Palm fue fusilado por orden de Napoleón el 26 de agosto de 1806, acusado de la publicación de un
folleto titulado “Alemania en su más profunda humillación”.
2
Ministro del Interior durante el régimen social-demócrata.
humanamente podía alcanzarse, ahora –dentro de su esfera enormemente ampliada por la gran urbelo
era el funcionario público. Con la tenacidad propia de un hombre, ya casi envejecido en la
adolescencia por las penalidades de la vida, se aferró el muchacho a su resolución de llegar a ser
funcionario y lo fue. Creo que poco después de cumplir los 23 años, consiguió su propósito.
Cuando finalmente a la edad de 56 años se jubiló, no habría podido conformarse a vivir
como un desocupado. Y he ahí que en los alrededores de la población austríaca de Lambach,
adquirió una pequeña propiedad agrícola; la administró personalmente y así volvió después de una
larga y trabajosa vida a la actividad originaria de sus mayores.
Fue sin duda en aquella época cuando forjé mis primeros ideales. Mis ajetreos infantiles al
aire libre, el largo camino a la escuela y la camaradería que mantenía con muchachos robustos, que
era frecuentemente motivo de hondos cuidados para mi madre, pudieron haber hecho de mí
cualquier cosa menos un poltrón.
Si bien por entonces no me preocupaba seriamente la idea de mi profesión futura, sabía en
cambio que mis simpatías no se inclinaban en modo alguno a la carrera de mi padre. Creo que ya
entonces mis dotes oratorias se ejercitaban en altercados más o menos violentes con mis
condiscípulos. Me había hecho un pequeño caudillo que aprendía bien y con facilidad en la escuela,
pero que se dejaba tratar difícilmente.
En el estante de libros de mi padre encontré diversas obras militares, entre ellas una edición
popular de la guerra franco-prusiana de 1870-71. Se trataba de dos tomos de una revista ilustrada de
aquella época e hice de ellos mi lectura predilecta. Desde entonces me entusiasmó cada vez más
todo aquello que tenía alguna relación con la guerra o con la vida militar.
Pero también en otro sentido debió esto tener significación para mí. Por primera vez -aunque
en forma poco precisa- surgió en mi mente el interrogante de si realmente existía y, caso de existir,
cuál podría ser, la diferencia entre los alemanes que combatieron en la guerra del 70 y los otros
alemanes –los austríacos-. Me preguntaba ¿por qué Austria no tomó también parte en esa guerra al
lado de Alemania? ¿Acaso no somos todos lo mismo?, me decía yo. Este problema comenzó a
preocupar mi mente juvenil. A mis cautelosas preguntas debí oír con íntima emulación la respuesta
de que no todo alemán tenía la suerte de pertenecer al Reich de Bismark.
Esto era para mi inexplicable
*
**
Se había decidido que estudiase.
Por primera vez en mi vida, cuando apenas contaba once años, debí oponerme a mi padre. Si
él en su propósito de realizar los planes que había previsto, era inflexible, no menos implacable y
porfiado era su hijo para rechazar una idea que nada o poco le agradaba.
¡ Yo no quería llegar a ser funcionario!.
Aun hoy mismo no me explico como un buen día me di cuenta de que tenía vocación para la
pintura. Mi talento para el dibujo se hallaba tan fuera de duda, que fue uno de los motivos que
indujeron a mi padre a inscribirme en un colegio de enseñanza secundaria; pero jamás con el
propósito de permitirme una preparación profesional en ese sentido.
Mis certificados escolares de aquella época registraban calificaciones extremas, según la
materia de mi afición. Mis mejores notas correspondían al ramo de geografía y aún más todavía al
de historia universal; en estos ramos predilectos era yo el sobresaliente en mi clase.
Cuando ahora, después de transcurridos tantos años, hago un balance retrospectivo de
aquella época, dos hechos resaltan como los más importantes:
1º ME HICE NACIONALISTA.
2º APRENDÍ A COMPRENDER Y A APRECIAR LA HISTORIA EN SU
VERDADERO SENTIDO.
La antigua Austria era un Estado de nacionalidades diversas.
En realidad –por lo menos en aquel tiempo- un súbdito alemán del Reich no penetraba la
significación que este hecho tenía para la vida cotidiana del individuo bajo la égida de un Estado
semejante. Al tratarse del elemento austroalemán, solíase confundir con suma facilidad la dinastía
degenerada de los Habsburgo con el núcleo sano del pueblo mismo.
La generalidad no se daba cuenta de que si en Austria no hubiese existido un núcleo alemán
de sangre pura, jamás habría tenido el germanismo la energía suficiente para imprimirle su sello a
un Estado de 52 millones de habitantes de diverso origen, y esto en un grado de influencia tan
grande, que en Alemania mismo llegó a formarse el errado concepto de que Austria era un Estado
Alemán. Un absurdo de graves consecuencias, pero al mismo tiempo un brillante testimonio para
los 10 millones de alemanes que habitaban en la Marca del Este. En Alemania, sólo muy pocos
sabían de la eterna lucha por el idioma, por la escuela alemana y por el carácter alemán. Como en
toda lucha (en todas partes y en todos los tiempos), también en la pugna por la lengua que existía en
la antigua Austria, habían tres sectores; los beligerantes, los indiferentes y los traidores. Claro
está que yo entonces no me contaba entre los indiferentes y pronto debí convertirme en un fanático
nacionalista alemán.
Esta evolución en mi modo de sentir hizo muy rápidos progresos, de tal manera que ya a la
edad de quince años puede comprender la diferencia entre el “patriotismo” dinástico y el
“nacionalismo” popular y desde aquel momento sólo el segundo existió para mí.
¿Acaso no sabíamos ya desde la adolescencia que el Estado austríaco no tenía ni podía tener
afección hacía nosotros, los alemanes? La experiencia diaria confirmaba la realidad histórica de la
acción de los Habsburgo. En el Norte y en el Sur, el veneno de las razas extrañas carcomía el
organismo de nuestra nacionalidad y hasta la misma Viena fue visiblemente convirtiéndose, cada
vez más, en un centro anti-alemán. La casa de los Habsburgo tendía por todos los medios a una
chequización y fue la mano de la diosa de la Justicia eterna y de la ley de compensación inexorable
la que hizo que el enemigo más encarnizado del germanismo en Austria, el Archiduque Francisco
Fernando, cayera precisamente bajo el plomo que él mismo ayudó a fundir. Francisco Fernando era
nada menos que el símbolo de la tendencia ejercitada desde el mando para lograr la eslavización de
Austria.
En la desgraciada alianza del joven Imperio alemán con el ilusorio Estado austríaco, radicó
el germen de la guerra mundial y también de la ruina.
A lo largo de este libro, habré de ocuparme con detenimiento del problema, Por ahora,
bastará establecer que ya en mi primera juventud había llegado a una convicción que después jamás
deseché y que más bien se ahondó con el tiempo: era la convicción de que la seguridad inherente a
la vida del germanismo suponía la destrucción de Austria y que, además, el sentir nacional no
coincidía en nada con el patriotismo dinástico, finalmente, que la Casa de los Habsburgo estaba
predestinada a hacer la desgracia de la nación alemana.
Ya entonces deduje las consecuencias de aquella experiencia: amor ardiente para mi patria
austro-alemana y odio profundo contra el Estado austríaco.
*
**
La cuestión de mi futura profesión debió resolverse más pronto de lo que yo esperaba.
A la edad de 13 años perdí repentinamente a mi padre. Un ataque de apoplejía tronchó la
existencia del hombre, todavía vigoroso, dejándonos sumidos en el más hondo dolor.
Al principio nada cambió exteriormente.
Mi madre, siguiendo el deseo de mi difunto padre, se sentía obligada a fomentar mi
instrucción, es decir, mi preparación para la carrera de funcionario. Yo personalmente me hallaba
decidido, entonces más que nunca, a no seguir de ningún modo esa carrera.
Y he aquí que una enfermedad vino en mi ayuda. Mi madre, bajo la impresión de la dolencia
que me aquejaba, acabó por resolver mi salida del colegio para hacer que ingresara en una
academia.
Felices días aquéllos, que me parecieron un bello sueño. En efecto, no debieron ser más que
un sueño, pues dos años después, la muerte de mi madre vino a poner un brusco fin a mis
acariciados planes.
Este amargo desenlace cerró un largo y doloroso período de enfermedad que desde el
comienzo había ofrecido pocas esperanzas de curación; con todo, el golpe me afectó
profundamente. A mi padre le veneré, pero por mi madre había sentido adoración.
La miseria y la dura realidad me obligaron a adoptar una pronta resolución. Los escasos
recursos que dejara mi padre fueron agotados en su mayor parte durante la grave enfermedad de mi
madre y la pensión de huérfano que me correspondía no alcanzaba ni para subvenir a mi sustento;
me hallaba, por tanto, sometido a la necesidad de ganarme de cualquier modo el pan cotidiano.
Con una maleta con ropa en la mano y con una voluntad inquebrantable en el corazón, salí
rumbo a Viena. Tenía la esperanza de obtener del Destino lo que hacía 50 años le había sido posible
a mi padre; también yo quería llegar a ser “algo”, pero en ningún caso funcionario.
CAPÍTULO SEGUNDO
Las experiencias de mi vida en Viena
Al morir mi madre fui a Viena por tercera vez y permanecí allí algunos años.
Quería ser arquitecto, y como las dificultades no se dan para capitular ante ellas, sino
para ser vencidas, mi propósito fue vencerlas, teniendo presente el ejemplo de mi padre que, de
humilde muchacho aldeano, lograra hacerse un día funcionario del Estado. Las circunstancias me
eran desde luego más propicias y lo que entonces me pareciera una rudeza del destino, lo considero
hoy una sabiduría de la Providencia. En brazos de la “diosa miseria” y amenazado más de una vez
de verme obligado a claudicar, creció mi voluntad para resistir hasta que triunfó esa voluntad. Debo
a aquellos tiempos mi dura resistencia y también toda mi fortaleza. Pero más que a todos eso, doy
todavía más valor al hecho de que aquellos años me sacaran de la vacuidad de una vida cómoda
para arrojarme al mundo de la miseria y de la pobreza, donde debí conocer a aquéllos por los cuales
lucharía después.
*
**
En aquella época abrí los ojos ante dos peligros que antes apenas si conocía de nombre, y
que nunca pude pensar que llegasen a tener tan espeluznante trascendencia para la vida del pueblo
alemán: el marxismo y el judaísmo.
Viena, la ciudad que para muchos simboliza la alegría y el medio-ambiente de gentes satisfechas,
tienen sensiblemente para mí solo, el sello del recuerdo vivo de la época más amarga de mi vida.
Hoy mismo Viena me evoca tristes pensamientos. Cinco años de miseria y de calamidad encierra
esa ciudad para mí, cinco largos años en cuyo transcurso trabajé primero como peón y luego como
pequeño pintor para ganarme el miserable sustento diario, tan verdaderamente miserable que nunca
alcanzaba a mitigar el hambre; el hambre, mi más fiel camarada que casi nunca me abandonaba,
compartiendo conmigo inexorable, todas las circunstancias de la vida. Si compraba un libro, exigía
ella su tributo; adquirir un billete para la Opera, significaba también días de privación. ¡Que
constante era la lucha con tan despiadada compañera! Y sin embargo en esa época aprendí más que
en todos los tiempos pasados. Mis libros me deleitaban. Leía mucho y concienzudamente en todas
mis horas de descanso. Así pude en pocos años cimentar los fundamentos de una preparación
intelectual de la cual hoy mismo me sirvo.
Pero hay algo más que todo esto: En aquellos tiempos me formé un concepto del mundo,
concepto que constituyó la base granítica de mi proceder de aquella época. A mis experiencias y
conocimientos adquiridos entonces, poco tuve que añadir después; nada fue necesario modificar.
Por el contrario, hoy estoy firmemente convencido de que en general todas las ideas constructivas
se manifiestan, en principio, ya en la juventud, si es que existen realmente.
Yo establezco diferencia entre la sabiduría de la vejez y la genialidad de la juventud; la
primera solo puede apreciarse por su carácter más minuciosa y previsor, como resultado de las
experiencias de una larga vida, en tanto que la segunda se caracteriza por una inagotable fecundidad
en pensamientos e ideas, las cuales por su cúmulo tumultuoso, no son susceptibles de elaboración
inmediata. Esas ideas y esos pensamientos permiten la concepción de futuros proyectos y dan los
materiales de construcción, de entre los cuales la sesuda vejez toma los elementos y los forja para
llevar a cabo la obra, siempre que la llamada sabiduría de la vejez no haya ahogado la genialidad de
la juventud.
*
**
Mi vida en el hogar paterno se diferenció poco o nada de la de los demás. Sin
preocupaciones podía esperar todo nuevo amanecer y no existían para mí los problemas sociales. El
ambiente que rodeó mi juventud era el de los círculos de la pequeña burguesía, es decir, un mundo
que muy poca conexión tenía con la clase netamente obrera, pues, aunque a primera vista resulte
paradójico, el abismo que separaba a estas dos categorías sociales, que de ningún modo gozan de
una situación económica desahogada, es a menudo más profundo de lo que uno pueda imaginarse.
El origen de esta –llamémosle belicosidad- radica en que el grupo social que no hace mucho saliera
del seno de la clase obrera, siente el temor de descender a su antiguo nivel de gente poco apreciada,
o que se le considere como perteneciente todavía a él. A esto hay que añadir que para muchos es
agrio el recuerdo de la miseria cultural de la clase proletaria y del trato grosero de esas gentes entre
sí, lo cual, por insignificante que sea su nueva posición social, llega a hacerles insoportable todo
contacto con gente de un nivel cultural ya superado por ellos.
Así ocurre que, apenas considera posible el “parvenu” aquello que es frecuente entre
personas de elevada situación que, descendiendo de su rango, se acercan hasta el último prójimo.
No se olvide que “parvenu” es todo aquel que por propio esfuerzo sale de la clase social en que vive
para situarse en un nivel superior. Ese batallar, con frecuencia muy rudo, acaba por destruir el
sentimiento de conmiseración. La propia dolorosa lucha por la existencia anula toda comprensión
para la miseria de los relegados.
En este orden quiso el destino ser magnánimo conmigo, constriñéndome a volver a ese
mundo de pobreza y de incertidumbre que mi padre abandonara en el curso de su vida. El destino
apartó de mis ojos el fantasma de una educación limitada propia de la pequeña burguesía.
Empezaba a conocer a los hombres y aprendía a distinguir los valores aparentes o los caracteres
exteriores brutales, de lo que constituía su verdadera mentalidad.
Al finalizar el siglo XIX, Viena se contaba ya entre las ciudades de condiciones sociales más
desfavorables. Riqueza fastuosa y repugnante miseria caracterizaban el cuadro de la vida en Viena.
En los barrios centrales se sentía manifiestamente el pulsar de un pueblo de 52 millones de
habitantes con toda la dudosa fascinación de un Estado de nacionalidades diversas. La vida de la
Corte, con su boato deslumbrante, obraba como un imán sobre la riqueza y la clase del resto del
Imperio. A tal estado de cosas se sumaba la fuerte centralización de la monarquía de los Habsburgo
y en ello radicaba la única posibilidad de mantener compacta esa promiscuidad de pueblos,
resultando, por consiguiente, una concentración extraordinaria de autoridades y oficinas públicas en
la capital y sede del Gobierno. Sin embargo, Viena no era sólo el centro político e intelectual de la
vieja monarquía del Danubio, sino que constituía también su centro económico. Frente al enorme
conjunto de oficiales de alta graduación, funcionarios, artistas y científicos, había un ejército mucho
más numeroso de proletarios y frente a la riqueza de la aristocracia y del comercio reinaba una
sangrante miseria. Delante de los palacios de la Ringstrasse, pululaban miles de desocupados y en
los trasfondos de esa vía triunphalis de la antigua Austria, vegetaban vagabundos en la penumbra y
entre el barro de los canales. En ninguna ciudad alemana podía estudiarse mejor que en Viena el
problema social. Pero no hay que confundir. Ese “estudio” no se deja hacer “desde arriba”, porque
aquel que no haya estado al alcance de la terrible serpiente de la miseria jamás llegará a conocer sus
fauces ponzoñosas. Cualquier otro camino lleva tan sólo a una charlatanería banal o a una mentida
sentimentalidad. Ambas igualmente perjudiciales, una porque nunca logra penetrar el problema en
su esencia y la otra porque no llega ni a rozarlo. No sé qué sea más funesto: si la actitud de no
querer ver la miseria, como lo hace la mayoría de los favorecidos por la suerte o encumbrados por
propio esfuerzo, o la de aquéllos no menos arrogantes y a menudo faltos de tacto, pero dispuestos
siempre a dignarse a aparentar que comprenden la miseria del pueblo. Esas gentes hacen siempre
más daño del que puede concebir su comprensión desarraigada de instinto humano; de ahí que ellas
mismas se sorprendan ante el resultado nulo de su acción de “sentido social” y hasta sufran la
decepción de un airado rechazo, que acaban por considerar como una prueba de la ingratitud del
pueblo.
NO CABE EN EL CRITERIO DE TALES GENTES COMPRENDER QUE UNA ACCIÓN
SOCIAL NO PUEDE EXIGIR EL TRIBUTO DE LA GRATITUD PORQUE ELLA NO
PRODIGA MERCEDES, SINO QUE ESTÁ DESTINADA A RESTITUIR DERECHOS.
Impelido por la s circunstancias al escenario real de la vida, no debí conocer el problema
social en aquella forma. Lejos de prestarse éste a que yo lo “conociese” pareció querer más bien
experimentar su prueba en mí mismo, y si de ella salí airoso, no fue por cierto, mérito de la prueba.
*
**
El propósito de reproducir aquí el cúmulo de mis impresiones de entonces nunca podrá dar, ni
aproximadamente, un cuadro completo; junto a las experiencias adquiridas en aquella época, he de
concretarme a exponer en este libro solamente mis impresiones más culminantes, es decir, aquéllas
que más de una vez conmovieron mi espíritu.
En Viena me di cuenta de que siempre existía la posibilidad de encontrar alguna ocupación,
pero que esta se perdía con la misma facilidad con que era conseguida. La inseguridad de ganarse el
pan cotidiano me pareció una de las más graves dificultades de mi nueva vida. Bien es cierto que el
obrero perito no es despedido de su trabajo tan llanamente como uno que no lo es, más, tampoco
está libre de correr igual suerte.
También yo debí en la gran urbe experimentar en carne propia los defectos de ese destino y
saborearlos moralmente. Algo más me fue dado observar todavía: la brusca alternativa entre la
ocupación y la falta de trabajo y la consiguiente eterna fluctuación entre las entradas y los gastos,
que en muchos destruye, a la larga, el sentimiento de economía, así como la noción para un sistema
razonable de vida. Parece como si el organismo humano se acostumbrara paulatinamente a vivir en
la abundancia en los buenos tiempos y a sufrir hambre en los malos. Así se explica que aquél que
apenas ha logrado conseguir trabajo, olvide toda previsión y viva tan desordenadamente que hasta
el pequeño presupuesto semanal de gastos domésticos resulta alterado; al principio el salario
alcanza en lugar de para siete, sólo para cinco días, después únicamente para tres y por último
escasamente para un día, despilfarrándolo todo en la primera noche.
A menudo la mujer y los hijos se contaminan de esa vida, especialmente si el padre de
familia es en el fondo bueno con ellos y los quiere a su manera. Resulta entonces que en dos o tres
días se consume en casa, en común, el salario de toda la semana. Se come y se bebe mientras el
dinero alcanza, para después soportar hambre también conjuntamente durante los últimos días. La
mujer recurre entonces a la vecindad y contrae pequeñas deudas para pasar los malos días del resto
de la semana. A la hora de la cena se reúnen todos en torno a una paupérrima mesa, esperan
impacientes el pago del nuevo salario y sueñan ya con la felicidad futura, mientras el hambre
arrecia.... Así se habitúan los hijos desde su niñez a este cuadro de miseria.
Pero el caso acaba siniestramente cuando el padre de familia desde un comienzo sigue su
camino solo, dando lugar a que la madre, precisamente por amor a sus hijos, se ponga en contra.
Surgen disputas y escándalos en una medida tal, que cuando más se aparta el marido del hogar, más
se acerca al vicio del alcohol. Se embriaga casi todos los sábados y entonces la mujer, por espíritu
de propia conservación y por la de sus hijos, tiene que arrebatarle unos pocos céntimos, y esto
muchas veces en el trayecto de la fábrica a la taberna; y sí por fin el domingo o el lunes llega el
marido a casa, ebrio y brutal, después de haber gastado el último céntimo, se suscitan con
frecuencia escenas..... ¡de las que Dios nos libre!
En cientos de casos observé de cerca esa vida, viéndola al principio con repugnancia y
protesta, para después comprender en toda su magnitud la tragedia de semejante miseria y sus
causas fundamentales. ¡Víctimas infelices de las malas condiciones de vida!
Cuánto agradezco hoy a la Providencia haberme hecho vivir esa escuela; en ella ya no me
fue posible prescindir de aquello que no era de mi complacencia. Esa escuela me educó pronto y
con rigor.
Para no desesperar de la clase de gentes que por entonces me rodeaban fue necesario que
aprendiese a diferenciar entre su manera de ser y su vida y las causas del proceso de su desarrollo.
Sólo así se podía soportar ese estado de cosas y comprender que el resultado de tanta miseria,
inmundicia y degeneración no eran ya seres humanos, sino el triste producto de unas leyes más
tristes todavía. En medio de ese ambiente mi propia y dura suerte me libró de capitular en
quejumbroso sentimentalismo ante los resultados de un proceso social semejante.
Ya en aquellos tiempos llegué a la conclusión de que sólo un doble procedimiento podía
conducir a modificar la situación existente:
ESTABLECER MEJORES CONDICIONES PARA NUESTRO DESARROLLO A
BASE DE UN PROFUNDO SENTIMIENTO DE RESPONSABILIDAD SOCIAL
APAREJADO CON LA FERREA DECISIÓN DE ANULAR A LOS DEPRAVADOS
INCORREGIBLES.
Del mismo modo que la Naturaleza no concentra su mayor energía en el mantenimiento de
lo existente, sino más bien en la selección de la descendencia como conservadora de la especie, así
también en la vida humana no puede tratarse de mejorar artificialmente lo malo subsistente –cosa de
suyo imposible en un 99% de casos, dada la índole del hombre- sino por el contrario debe
procurarse asegurar bases más sanas para un ciclo de desarrollo venidero.
Durante mi lucha por la existencia, en Viena, me di cuenta de que la obra de acción social
jamás puede consistir en un ridículo e inútil lirismo de beneficencia, sino en la eliminación de
aquellas deficiencias que son fundamentales en la estructura económico-cultural de nuestra vida y
que constituyen el origen de la degeneración del individuo o por lo menos de su mala inclinación.
El Estado austríaco desconocía prácticamente una legislación social humna y de ahí su
ineptitud patente para reprimir ni las más crasas transgresiones.
*
**
No sabría decir lo que más me horrorizó en aquel tiempo: si la miseria económica de mis
compañeros de entonces, su rudeza moral o su ínfimo nivel cultural.
¡Con qué frecuencia se exalta la indignación de nuestra burguesía cuando se oye decir a un
vagabundo cualquiera que le es lo mismo ser alemán a no serlo y que el hombre se siente
igualmente bien en todas partes con tal de tener para su sustento! Esta falta de “orgullo nacional” es
lamentada entonces hondamente y se vitupera con acritud semejante modo de pensar.
¿Reflexionan acaso nuestros estratos burgueses en que mínima escala se le dan al “pueblo”
los elementos inherentes al sentimientos de orgullo nacional? Ven tranquilamente cómo en el teatro
y en el film y mediante literatura obscena y prensa inmunda se vacía en el pueblo día por día
veneno a borbotones. Y sin embargo se sorprenden esos ambientes burgueses de la “falta de moral”
y de la “indiferencia nacional” de la gran masa del pueblo, como si de esa prensa inmunda, de esos
films disparatados y de otros factores semejantes, surgiese para el ciudadano el concepto de la
grandeza patria. Todo esto sin considerar la educación ya recibida por el individuo en su primera
juventud.
EL PROBLEMA DE LA “NACIONALIZACIÓN” DE UN PUEBLO CONSISTE, EN
PRIMER TÉRMINO, EN CREAR SANAS CONDICIONES SOCIALES COMO BASE DE
LA EDUCACIÓN INDIVIDUAL. PORQUE SOLO AQUEL QUE HAYA APRENDIDO EN
EL HOGAR Y EN LA ESCUELA A APRECIAR LA GRANDEZA CULTURAL Y
ECONÓMICA Y ANTE TODO LA GRANDEZA POLÍTICA DE SU PROPIA PATRIA,
PODRA SENTIR Y SENTIRA EL INTIMO ORGULLO DE SER SUBDITO DE ESA
NACIÓN, SOLO SE PUEDE LUCHAR POR AQUELLO QUE SE QUIERE – SE QUIERE
LO QUE SE RESPETA Y SE PUEDE RESPETAR ÚNICAMENTE LO QUE POR LO
MENOS, SE CONOCE.
Apenas se despertó mi interés por la cuestión social me dediqué a estudiar a fondo el
problema. ¡Se me descubrió un mundo nuevo!
En los años de 1909 y 1910 se había producido también un pequeño cambio en mi vida: ya
no necesitaba ganarme el pan diario actuando como peón. Por entonces trabajaba ya
independientemente como modesto dibujante y acuarelista. Pintaba para ganarme la vida y al
mismo tiempo aprendía con satisfacción. De este modo me fue también posible lograr el
complemento teórico necesario para mi apreciación íntima del problema social. Estudiaba con
ahínco casi todo lo que podía encontrar en libros sobre esta compleja materia, para después
engolfarme en mis propias meditaciones.
Era poco y muy erróneo lo que yo sabía en mi juventud acerca de la socialdemocracia. Me
entusiasmaba que proclamase el derecho de sufragio universal secreto; además, mi ingenua
concepción de entonces, me hacía creer también que era mérito suyo empeñarse en mejorar las
condiciones de vida del obrero. Pero lo que me repugnaba era su actitud hostil en la lucha por la
conservación del germanismo.
Hasta la edad de los 17 años la palabra “marxismo” no me era familiar, y los términos
“socialdemocracia” y “socialismo” parecíanme ser idénticos. Fue necesario que el destino obrase
también sobre este concepto aquí abriéndome los ojos ante un engaño tan inaudito para la
humanidad.
Si antes había yo conocido el partido socialdemócrata sólo como espectador en algunos de
sus mítines, sin penetrar no obstante en la mentalidad de sus adeptos o en la esencia de sus
doctrinas, bruscamente debía entonces ponerme en contacto con los productos de aquella
“ideología”. Y lo que quizás después de decenios hubiese ocurrido, se realizó en el curso de pocos
meses, permitiéndome comprender que bajo la apariencia de virtud social y amor al prójimo se
escondía una pobredumbre de la cual ojalá la humanidad libre a la tierra cuanto antes, porque de lo
contrario posiblemente sería la propia humanidad la que de la tierra desapareciese.
Fue durante mi trabajo cotidiano en el solar donde tuve el primer roce con elementos
socialdemócratas. Ya desde un comienzo me fue poco agradable aquello. Mi vestido era aún
decente, mi lenguaje no vulgar y mi actitud reservada. Mucho tenía que hacer con mi propia suerte
para que hubiese concentrado mi atención en lo que me rodeaba. Buscaba únicamente trabajo a fin
de no perecer de hambre y poder así, a la vez, procurarme los medios necesarios a la lenta
prosecución de mi instrucción personal. Probablemente no me habría preocupado de mi nuevo
ambiente a no ser porque al tercero o cuarto día de iniciarme en el trabajo, se produjo un incidente
que me indujo a asumir una determinada actitud. Se me había propuesto que ingresase en la
organización sindicalista. Por entonces nada conocía aún acerca de las organizaciones obreras y me
habría sido imposible comprobar la utilidad o inconveniencia de su razón de ser. Cuando se me dijo
que debía hacerme socio, rechacé de plano la proposición, expresando que no tenía idea de lo que se
trataba y que por principio no me dejaba imponer nada.
En el curso de las dos semanas siguientes alcancé a empaparme mejor del ambiente, de tal
suerte que poder alguno en el mundo me hubiese compelido a ingresar en una agrupación
sindicalista, sobre cuyos dirigentes había llegado a formarme entre tanto el más desfavorable
concepto.
A mediodía, una parte de los trabajadores acudía a las fondas de la vecindad y el resto
quedaba en el solar mismo consumiendo su exigua merienda. Yo, ubicado en un aislado rincón,
bebía de mi frasco de leche y comía mi ración de pan, pero sin dejar de observar cuidadosamente el
ambiente o reflexionando sobre la miseria de mi suerte. Mientras tanto, mis oídos escuchaban más
de o necesario y a veces me parecía que intencionadamente aquellas gentes se aproximaban hacia
mí como para inducirme a adoptar una actitud precisa. De todos modos, aquello que alcanzaba a oír
bastaba para irritarme en sumo grado. Allá se negaba todo: la nación no era otra cosa que una
invención de los “capitalistas”; la patria, un instrumento de la burguesía destinado a explotar a la
clase obrera; la autoridad de la ley, un medio de subyugar el proletariado; la escuela, una institución
para educar esclavos y también amos; la religión, un recurso para idiotizar a la masa predestinada a
la explotación; la moral, signo de estúpida resignación, etc. Nada había pues, que no fuese arrojado
en el lodo más inmundo.
Al principio traté de callar, pero a la postre me fue imposible. Comencé a manifestar mi
opinión, comencé por objetar; más, tuve que reconocer que todo sería inútil mientras yo no
poseyese por lo menos un relativo conocimiento acerca de los puntos en cuestión. Y fue así como
empecé a investigar en las mismas fuentes de las cuales procedía la pretendida sabiduría de los
adversarios. Leía con atención libro por libro, folleto por folleto, y día tras día pude replicar a mis
contradictores, informado como estaba mejor que ellos de su propia doctrina, hasta que un momento
dado debió ponerse en práctica aquel recurso que ciertamente se impone con más facilidad a la
razón: el terror, la violencia. Algunos de mis impugnadores me conminaron a abandonar
inmediatamente el trabajo amenazándome con tirarme desde el andamio. Como me hallaba solo,
consideré inútil toda resistencia y opté por retirarme.
¡Que penosa impresión dominó mi espíritu al contemplar cierto día las inacabables
columnas de una manifestación proletaria en Viena! Me detuve casi dos horas observando pasmado
aquel enorme dragón humano que se arrastraba pesadamente. Lleno de desaliento regresé a casa. En
el trayecto vi en una cigarrería el diario “Arbeiterzeitung” órgano central de la antigua democracia
austríaca. En un café popular, barato, que solía frecuentar con el fin de leer periódicos, encontraba
también esa miserable hoja, pero sin que jamás hubiera podido resolverme a dedicarle más de dos
minutos, pues, su contenido obraba en mi ánimo como si fuese vitriolo. Aquel día, bajo la depresión
que me había causado la manifestación que acababa de ver, un impulso interior me indujo a
comprar el periódico, para leerlo esta vez minuciosamente. Por la noche me apliqué a ello,
sobreponiéndome a los ímpetus de cólera que me provocaba aquella solución concentrada de
mentiras.
A través de la prensa socialdemócrata diaria, pude, pues, estudiar mejor que en la literatura
teórica el verdadero carácter de esas ideas. ¡Que contraste!¡Por una parte las rimbombantes frases
de libertad, belleza y dignidad, expuestas en esa literatura locuaz, de moral humana hipócrita,
reflejando trabajosamente una honda sabiduría –todo esto escrito con profética seguridad- y por el
otro lado, la prensa diaria, brutal, capaz de toda villanía y de una virtuosidad única en el arte de
mentir en pro de la doctrina salvadora de la nueva humanidad! Lo primero destinado a los necios de
las “esferas intelectuales” medias y superiores y lo segundo –la prensa- para la masa.
Penetrar el sentido de esa literatura y de esa prensa tuvo para mí la trascendencia de
inclinarme más fervorosamente a mi pueblo. Conociendo el efecto de semejante obra de
envilecimiento, sólo un loco sería capaz de condenar a la víctima. Por fin comprendí la importancia
de la brutal imposición de subscribirse únicamente a la prensa roja, concurrir con exclusividad a
mítines de filiación roja y también de leer libros rojos solamente. La Psiquis de las multitudes no es
sensible a lo débil ni a lo mediocre; guarda semejanza con la mujer, cuya emotividad obedece
menos a razones de orden abstracto que al ansia instintiva e indefinible hacia una fuerza que la
integre, y de ahí que prefiera someterse al fuerte a dominar al débil. Del mismo modo, la masa se
inclina más fácilmente hacia el que domina que hacia el que implora, y se siente más íntimamente
satisfecha de una doctrina intransigente que no admita paralelo, que del roce de una libertad que
generalmente de poco le sirve.
SI FRENTE A LA SOCIALDEMOCRACIA SURGIESE UNA DOCTRINA
SUPERIOR EN VERACIDAD, PERO BRUTAL COMO AQUELLA EN SUS MÉTODOS,
SE IMPONDRÍA LA SEGUNDA, SI BIEN CIERTAMENTE, DESPUÉS DE UNA LUCHA
TENAZ.
Como la socialdemocracia conoce por propia experiencia la importancia de la fuerza, cae
con furor sobre aquellos en los cuales supone la existencia de ese casi raro elemento, e
inversamente, halaga a los espíritus débiles del bando opuesto, cautelosa o abiertamente, según la
calidad moral que tengan o que se les atribuya. La socialdemocracia teme menos a un hombre de
genio, impotente y falto de carácter, que a uno dotado de fuerza natural, aunque huérfano de vuelo
intelectual. Esta es una táctica que responde al preciso cálculo de todas las debilidades humanas y
que tiene que conducir casi matemáticamente al éxito, si es que el partido opuesto no sabe que el
gas asfixiante se contrarresta sólo con el gas asfixiante. A los espíritus pusilánimes hay que
recalcarles que en esto se trata del ser o del no ser.
EL METODO DEL TERROR EN LOS TALLERES, EN LAS FABRICAS, EN LOS
LOCALES DE ASAMBLEAS Y EN LAS MANIFESTACIONES EN MASA, SERÁ
SIEMPRE CORONADO POR EL ÉXITO MIENTRAS NO SE LE ENFRENTE OTRO
TERROR DE EFECTOS ANÁLOGOS.
*
**
COMO CONSECUENCIA DEL HECHO DE QUE LA BURGUESIA EN INFINIDAD
DE CASOS, PROCEDIENDO DEL MODO MAS DESATINADO E INMORAL, OPONIA
RESISTENCIA HASTA A LAS EXIGENCIAS MAS HUMANAMENTE JUSTIFICADAS,
AUN SIN ALCANZAR O SIN ESPERAR SIQUIERA PROVECHO ALGUNO DE SU
ACTITUD, EL MAS HONESTO OBRERO RESULTABA IMPELIDO DE LA
ORGANIZACIÓN SINDICALISTA A LA LUCHA POLÍTICA.
El rechazo rotundo de toda tentativa hacia el mejoramiento de las condiciones de trabajo
para el obrero, tales como la instalación de dispositivos de seguridad en las máquinas, la
prohibición del trabajo para menores, así como también la protección para la mujer –por lo menos
en aquellos meses en los cuales lleva en sus entrañas al futuro ciudadano- contribuyó a que la
socialdemocracia, que recibía complacida todos esos casos de despiadado proceder, cogiese a las
masas en su red. Nunca podrá reparar nuestra “burguesía política” esos errores, pues negándose a
dar paso a todo propósito tendente a eliminar anomalías sociales, sembraba odios y justificaba
aparentemente las aseveraciones de los enemigos mortales de toda la nacionalidad en el sentido de
ser el partido socialdemócrata el único defensor de los intereses del pueblo trabajador.
En mis años de experiencia en Viena me ví obligado, queriendo o sin quererlo, a definir mi
posición en lo relativo a los sindicatos obreros.
El hecho de que la socialdemocracia supiera apreciar la enorme importancia del movimiento
sindicalista le aseguró el instrumento de su acción y con ello el éxito. No haber comprendido
aquello le costó a la burguesía su posición política. Había creído que con una “negativa”
impertinente podría anular un desarrollo lógico inevitable.
Es absurdo y falso afirmar que el movimiento sindicalista sea en sí contrario al interés
patrio. Si la acción sindicalista tiende y logra el mejoramiento de las condiciones de vida de aquella
clase social que constituye una de las columnas fundamentales de la nación, obra no sólo como noenemiga
de la patria o del Estado, sino “nacionalistamente” en el más puro sentido de la palabra .
Mientras existan entre los patrones individuos de escasa comprensión social o que incluso
carezcan de sentimiento de justicia y equidad, no solamente es un derecho, sino un deber el que sus
dependientes, representando una parte de la nacionalidad, velen por los intereses del conjunto frente
a la codicia o el capricho de uno solo
MIENTRAS EL TRATO ASOCIAL O INDIGNO DADO AL HOMBRE PROVOQUE
RESISTENCIAS, Y MIENTRAS NO SE HAYAN INSTITUIDO AUTORIDADES
JUDICIALES ENCARGADAS DE REPARAR DAÑOS, SIEMPRE EL MAS FUERTE
VENCERA EN LA LUCHA, POR ELLO ES NATURAL QUE LA PERSONA QUE
CONCENTRA EN SÍ TODA LA FUERZA DE LA EMPRESA, TENGA AL FRENTE A UN
SOLO INDIVIDUO EN REPRESENTACIÓN DEL CONJUNTO DE TRABAJADORES.
De ese modo la organización sindicalista podrá lograr un afianzamiento de la idea social en
su aplicación práctica de la vida diaria, eliminando con ello motivos que son causa permanente de
descontento y quejas.
La socialdemocracia jazz pensó mantener el programa inicial del movimiento corporativo
que había abarcado. Y en efecto fue así. Bajo su experta mano, en pocos decenios supo hacer de un
medio auxiliar creado para defensa de derechos sociales, un instrumento destructor de la economía
nacional. Los intereses del obrero no debían obstaculizar los propósitos de la socialdemocracia en lo
más mínimo.
Ya a principios del presente siglo, el movimiento sindicalista había dejado de servir a su
idea inicial; año tras año fue cayendo cada vez más en el radio de acción de la política
socialdemócrata para ser a la postre sólo un ariete de la lucha de clases. Debía a fuerza de
constantes arremetidas demoler los fundamentos de la economía nacional laboriosamente cimentada
y con ello prepararle la misma suerte al edificio del Estado. La defensa de los verdaderos intereses
del se hacía cada vez más secundaria, hasta que por último la habilidad política acabó por establecer
la inconveniencia de mejorar las condiciones sociales y el nivel cultural de las masas, so pena de
correr el peligro de que una vez satisfechos sus deseos, esas muchedumbres no pudieran ser ya
utilizadas indefinidamente como una fuerza autómata de lucha.
*
**
A medida que fui formando criterio sobre el carácter exterior de la socialdemocracia,
aumentó en mí el ansia de penetrar la esencia de su doctrina. De poco podía servirme en este orden
la literatura propia del partido porque cuando trata de cuestiones económicas es errónea en asertos y
demostraciones, y es falaz en lo que a sus fines políticos se refiere.
SOLO EL CONOCIMIENTO DEL JUDAÍSMO DA LA CLAVE PARA LA
COMPRENSIÓN DE LOS VERDADEROS PROPÓSITOS DE LA
SOCIALDEMOCRACIA.
Me sería difícil, sino imposible, precisar en qué época de mi vida la palabra judío fue para
mí por primera vez motivo de reflexiones. En el hogar paterno, cuando aún vivía mi padre, no
recuerdo siguiera haberla oído. Creo que el anciano habría visto un signo de retroceso cultural en la
sola acentuada pronunciación de aquel vocablo. Durante el curso de su vida, mi padre había llegado
a concepciones más o menos universalistas, conservándolas aún en medio de un convencido
nacionalismo, de modo que hasta en mí debieron tener su influencia.
Tampoco en la escuela se presentó motivo alguno que hubiese podido determinar un cambio
del criterio que formé en el seno de mi familia.
Fue a la edad de catorce o quince años cuando debí oír a menudo la palabra “judío”,
especialmente en conversaciones de tema político, y sentía cierta repulsión cuando me tocaba
presenciar pendencias de índole confesional. La cuestión por entonces no tenía pues para mí otras
características.
En la ciudad de Linz vivían muy pocos judíos que en el curso de los siglos se habían
europeizado exteriormente y yo hasta los tomaba por alemanes. Lo absurdo de esta suposición me
era poco claro, ya que por entonces veía en el aspecto religioso la única diferencia peculiar. El que
por eso se persiguiese a los judíos, como creía yo, hacía que muchas veces mi desagrado frente a
exclamaciones deprimentes para ellos subiese de punto. De la existencia de un odio sistemático
contra el judío no tenía todavía idea en absoluto.
Después estuve en Viena.
Sobrecogido por el cúmulo de mis impresiones de las obras arquitectónicas de aquella
capital y por las penalidades de mi propia suerte no pude en el primer tiempo de mi permanencia
allí darme cuenta de la conformación interior del pueblo en la gran urbe; y fue así que no obstante
existir en Viena alrededor de 200.000 judíos, entre sus dos millones de habitantes, yo no me había
dado cuenta de ellos.
Mal podría afirmar que me hubiera parecido particularmente grata la forma en que debí
llegar a conocerlos. Yo seguía viendo en el judío sólo la cuestión confesional y por eso,
fundándome en razones de tolerancia humana mantuve aún entonces mi antipatía por la lucha
religiosa. De ahí que considerase indigno de la tradición cultural de un gran pueblo el tono de la
prensa antisemita de Viena. Me impresionaba el recuerdo de ciertos hechos de la Edad Media, que
no me habría agradado ver repetirse.
Como esos periódicos carecían de prestigio –el motivo no sabía yo explicármelo entoncesveía
la campaña que hacían más como un producto de exacerbada envidia que como resultado de un
criterio de principio, aunque éste fuese errado. Corroboraba tal modo de pensar el hecho de que los
grandes órganos de prensa respondían a esos ataques en forma infinitamente más digna o bien
optaban por no mencionarlos siquiera, lo cual me parecía aún más laudable.
Leía asiduamente la llamada prensa mundial (“Neue freie Presse”, “Wiener Tageblatt”, etc.)
y me asombraba siempre su enorme material de información, así como su objetividad en el modo de
tratar las cuestiones; pero lo que frecuentemente me chocaba era la forma servil en que adulaban a
la Corte. Casi no había suceso de la vida cortesana que no fuese presentado la público con frases de
desbordante entusiasmo o de plañidera aflicción, según el caso. Otra cosa que me llegaba a los
nervios era el repugnante culto que esa prensa rendía a Francia.
De vez en cuando leía también el “Volksblatt”, por cierto periódico mucho más pequeño,
pero que en estas cosas me parecía más sincero. No estaba de acuerdo con su recalcitrante
antisemitismo, bien que algunas veces encontraba razonamientos que me movían a reflexionar. En
todo caso a través de esas incidencias fue como llegué a conocer paulatinamente al hombre y al
movimiento político que por entonces influían en los destinos de Viena: El Dr. Karl Lueger y el
partido cristiano-social.
Cuando llegué a Viena era contrario a ambos porque los consideraba “reaccionarios”.
Empero, una elemental noción de equidad hizo variar mi opinión a medida que tuve oportunidad de
conocer al hombre y su obra. Poco a poco se impuso en mí la apreciación justa para luego
convertirse en un sentimiento de franca admiración. Hoy, más que entonces, veo en el Dr. Lueger al
más grande de los burgomaestres alemanes de todos los tiempos.
¡Cuántas ideas preconcebidas tuvieron también que modificarse en mí al cambiar mi modo
de pensar respecto al movimiento cristianosocial! Y si con ello cambió igualmente mi criterio
acerca del antisemitismo, ésta fue sin duda la más trascendental de las transformaciones que
experimenté entonces; ella me costó una intensa lucha interior entre la razón y el sentimiento, y sólo
después de largos meses, la victoria empezó a ponerse del lado de la razón. Dos años más tarde, el
sentimiento había acabado por someterse a ésta, para, en adelante, ser su más leal guardián y
consejero.
Debió, pues, llegar el día en que ya no peregrinaría por la gran urbe hecho un ciego, como
en los primeros tiempos, sino con los ojos abiertos, contemplando las obras arquitectónicas y las
gentes. Cierta vez, al caminar por los barrios del centro, me vi de súbito frente a un hombre de largo
caftán y de rizos negros. ¿Será un judío?, fue mi primer pensamiento. Los judios en Linz no tenían
ciertamente esa apariencia. Observé al hombre sigilosamente y a medida que me fijaba en su
extraña fisonomía, estudiándola rasgo por rasgo, fue transformándose en mi menta la primera
pregunta en otra inmediata. ¿Será también un alemán?.
Como siempre en casos análogos, traté de desvanecer mis dudas, consultando libros. Con
pocos céntimos adquirí por primera vez en mi vida algunos folletos antisemitas. Todos,
lamentablemente, partían de la hipótesis de que el lector tenía ya un cierto conocimiento de causa o
que por lo menos comprendía la cuestión; además, su tono era tal, debido a razonamientos
superficiales y extraordinariamente faltos de base científica, que me hizo volver a caer en nuevas
dudas. La cuestión me parecía tan trascendental y las acusaciones de tal magnitud que yo –torturado
por el temor de ser injusto- me sentía vacilante e inseguro.
Naturalmente que ya no era dable dudar de que o se trataba de elementos alemanes de una
creencia religiosa especial, sino de un pueblo diferente en sí; pues desde que me empezó a
preocupar la cuestión judía, cambió mi primera impresión sobre Viena. Por doquier veía judíos y
cuanto más los observaba, más se diferenciaban a mis ojos de las demás gentes. Y si aún hubiese
dudado, mi vacilación hubiera tenido que tocar definitivamente a su fin, debido a la actitud de una
parte de los judíos mismos.
Se trataba de un gran movimiento que tendía a establecer claramente el carácter racial del
judaísmo; el sionismo.
Aparentemente apoyaba esa actitud sólo un grupo de los judíos, en tanto que la mayoría la
condenaba; sin embargo, al analizar las cosas de cerca, esa apariencia se desvanecía,
descubriéndose un mundo de subterfugios de pura conveniencia, por no decir mentiras. Porque los
llamados judíos liberales rechazaban a los sionistas, no porque ellos no fuesen judíos, sino
únicamente porque éstos hacían una pública confesión de su judaísmo que aquellos consideraban
improcedente y hasta peligrosa. En el fondo se mantenía inalterable la solidaridad de todos.
Aquella lucha ficticia entre sionistas y judíos liberales, debió pronto causarme repugnancia
porque era falsa en absoluto y porque no respondía al decantado nivel cultural del pueblo judío.
¡Y qué capítulo especial era aquel de la pureza material y moral de ese pueblo! Nada me
había hecho reflexionar tanto en tan poco tiempo como el criterio que paulatinamente fue
incrementándose en mí acerca de la forma cómo actuaban los judíos en determinado género de
actividades. ¿Había por virtud un solo caso de escándalo o de infamia, especialmente en lo
relacionado con la vida cultura, donde no estuviese complicado por lo menos un judío?
Un grave cargo más pesó sobre el judaísmo ante mis ojos cuando me di cuenta de sus
manejos en la prensa, en el arte, la literatura y el teatro. Comencé por estudiar detenidamente los
nombres de todos los autores de inmundas producciones en el campo de la actividad artística en
general. El resultado de ello fue una creciente animadversión de mi parte hacia los judíos. Era
innegable el hecho de que las nueve décimas partes de la literatura sórdida, de la trivialidad en el
arte y el disparate en el teatro gravitaban en el debe de una raza que apenas si constituía una
centésima parte de la población total del país.
Con el mismo criterio comencé también a apreciar lo que en realidad era aquella mi
preferida “prensa mundial”, y cuanto más sondeaba en este terreno, más disminuía el motivo de mi
admiración de antes. El estilo se me hizo insoportable, el contenido cada vez más vulgar y por
último la objetividad de sus exposiciones me parecía más mentira que verdad. ¡Eran, pues, judíos
los autores!
Ahora vía bajo otro aspecto la tendencia liberal de esa prensa. El tono moderado de sus
réplicas o su silencio de tumba ante los ataques que se le dirigía, debieron reflejárseme como un
juego a la par hábil y villano. Sus críticas glorificantes de teatro estaban siempre destinadas al autor
judío y jamás una apreciación negativa recaía sobre otro que no fuese un alemán. Precisamente por
la perseverancia con que se zahería a Guillermo II y por otra parte se recomendaba la cultura y la
civilización francesas, podía deducirse lo sistemático de su acción. El sentido de todo era tan
visiblemente lesivo al germanismo, que su propósito no podía ser sino deliberado.
¿Quién tenía interés en ello? ¿Era acaso todo obra de la casualidad?
En Viena, como seguramente en ninguna otra ciudad de la Europa occidental, con excepción
quizá de algún puerto del sur de Francia, podía estudiarse mejor las relaciones del judaísmo con la
prostitución y más aún, con la trata de blancas. Caminando de noche por el barrio de Leopoldo, a
cada paso era uno – queriendo o sin quererlo – testigo de hechos que quedaron ocultos para la gran
mayoría del pueblo alemán hasta que la guerra de 1914 dio a los combatientes alemanes en el frente
oriental oportunidad de poder ver, mejor dicho, de tener que ver, semejante estado de cosas.
Sentí escalofríos cuando por primera vez descubría así en el judío al negociante, desalmado
calculador, venal y desvergonzado de ese tráfico irritante de vicios de la escoria de la gran urbe.
Desde entonces no pude más y nunca volví a tratar de eludir la cuestión judía; por el
contrario, me impuse ocuparme en delante de ella. De este modo, siguiendo las huellas del elemento
judío a través de todas las manifestaciones de la vida cultural y artística, tropecé con él
inesperadamente donde menos lo hubiera podido suponer:
¡Judíos eran los dirigentes del partido socialdemócrata!
Con esta revelación debió terminar en mi un proceso de larga lucha interior.
*
**
Gradualmente me fui dando cuenta que en la prensa socialdemócrata preponderaba el
elemento judío; sin embargo, no di mayor importancia a este hecho puesto que la situación de los
demás periódicos era la misma. Otra circunstancia sin embargo debió llamarme más la atención: no
existía diario, donde interviniesen judíos, que hubiera podido calificarse, según mi educación y
criterio, como un órgano verdaderamente nacional.
En cuanto folleto socialdemócrata llegaba a mis manos examinaba el nombre de su autor:
siempre era un judío. Examiné casi todos los nombres de los dirigentes del partido socialdemócrata;
en su gran mayoría pertenecían igualmente al “pueblo elegido”, lo mismo si se trataba de
representantes en el Reichsrat que de los secretarios de las asociaciones sindicalistas, de los
presidentes de las organizaciones del partido que de los agitadores populares. Era siempre el mismo
siniestro cuadro y jamás olvidaré los nombres: Austerlitz, David, Adler, Ellenbogen, etc.
Claramente veía ahora que el directorio de aquel partido, a cuyos pequeños representantes
combatía yo tenazmente desde meses atrás, se hallaba casi exclusivamente en manos de un
elemento extranjero y al fin supe definitivamente que el judío no era alemán. Ahora sí que conocía
íntimamente a los pervertidores de nuestro pueblo.
Un año de permanencia en Viena me había bastado para llevarme al convencimiento de que
ningún obrero, por empecinado que fuera, no dejaría de acabar por rendirse ante conocimientos
mejores y ante una explicación más clara. En el transcurso del tiempo me había convertido en un
conocedor de su propia doctrina y yo mismo podía utilizarla ahora como un arma a favor de mis
convicciones.
Casi siempre el éxito se inclinaba hacia el lado mío.
Se podía salvar a la gran masa aunque solamente a costa de enormes sacrificios de tiempo y
de perseverancia.
Pero a un judío, en cambio, jamás se le podría liberar de su criterio. Cuando alguna vez se
lograba reducir a uno de ellos, porque observado por los presentes no le había ya quedado otro
recurso que asentir, y hasta se creía haber adelantado con ello por lo menos algo, grande debía ser la
sorpresa que al día siguiente se experimentaba al constatar que el judío no recordaba ni lo más
mínimo de lo acontecido la víspera y seguía repitiendo los dislates de siempre. Muchas veces quedé
atónito sin saber qué es lo que debía sorprenderme más: la locuacidad del judío o su arte de
mistificar.
Me hallaba en la época de las más honda transformación ideológica operada en mi vida: De
débil cosmopolita debí convertirme en antisemita fanático.
Una vez más – esta fue la última- vinieron a embargarme reflexiones abrumadoras.
Estudiando la influencia del pueblo judío a través de largos períodos de la historia humana, surgió
en mi mente la inquietante duda de que quizás el destino por causas insondables, le reservaba a este
pequeño pueblo el triunfo final. ¿Se le adjudicará acaso la tierra como premio, a ese pueblo, que
vive eternamente sólo para esta tierra? ¿Es que nosotros poseemos realmente el derecho de luchar
por nuestra propia conservación o es que también esto tiene en nosotros sólo un fundamento
subjetivo?
El destino mismo se encargó de darme la respuesta al engolfarme en la penetración de la
doctrina marxista para de este modo estudiar minuciosamente la actuación del pueblo judío.
La doctrina judía del marxismo rechaza el principio aristocrático de la Naturaleza y coloca
en lugar del privilegio eterno de la fuerza y del vigor, la masa numérica y su peso muerto. Niega así
en el hombre el mérito individual e impugna la importancia del nacionalismo y de la raza
abrogándose con esto a la humanidad la base de su existencia y de su cultura. Esa doctrina, como
fundamento del universo, conduciría fatalmente al fin de todo orden natural concebible por la mente
humana. Y del mismo modo que la aplicación de una ley semejante en la mecánica del organismo
más grande que conocemos, provocaría el caos, sobre la tierra no significaría otra cosa que la
desaparición de sus habitantes.
Si el judío con la ayuda de su credo marxista llegase a conquistar las naciones del mundo, su
diadema sería entonces la corona fúnebre de la humanidad y nuestro planeta volvería a rotar
desierto en el eter como hace millones de siglos.
La Naturaleza eterna venga inexorablemente la transgresión de sus preceptos.
ASI CREO AHORA ACTUAR CONFORME A LA VOLUNTAD DEL SUPREMO
CREADOR: AL DEFENDERME DEL JUDÍO LUCHO POR LA OBRA DEL SEÑOR.
CAPÍTULO TERCERO
Reflexiones políticas de la época de mi permanencia en
Viena
Tengo la evidencia de que en general el hombre, excepción hecha de casos singulares de
talento, no debe actuar en política antes de los 30 años, porque hasta esa edad se está formando en
su mentalidad una plataforma desde la cual podrá él analizar los diversos problemas políticos y
definir su posición frente a ellos. Sólo entonces, después de haber adquirido una concepción
ideológica fundamental y con ella logrado afianzar su propio modo de pensar acerca de los
diferentes problemas de la vida diaria, debe o puede el hombre, conformado por lo menos así
espiritualmente, participar en la dirección política de la colectividad en que vive.
De otro modo corre el peligro de tener que cambiar un día de opinión en cuestiones
fundamentales o de quedar – en contra de su propia convicción- estratificado en un criterio ya
relegado por la razón y el entendimiento. El primer caso resulta muy penoso para él personalmente,
pues, si él mismo vacila no puede ya esperar le pertenezca en igual medida que antes la fe de sus
adeptos, para quienes la claudicación del Führer3
, significa desconcierto y no pocas veces les
provoca el sentimiento de una cierta vergüenza frente a sus adversarios políticos. En el segundo
caso ocurre aquello que hoy se observa con mucha frecuencia: En la misma escala en que el Führer
perdió la convicción sobre lo que sostenía, su dialéctica se hace hueca y superficial, en tanto que se
deprava en la elección de sus métodos. Mientras él personalmente no piensa ya arriesgarse en serio
en defensa de sus revelaciones políticas (no se inmola la vida por una causa que uno mismo no
profesa) las exigencias que les impone a sus correligionarios se hacen sin embargo cada vez
mayores y más desvergonzadas, hasta el punto de acabar por sacrificar el último resto del carácter
que inviste al Führer y descender así a la condición del “político”, es decir, a aquella categoría de
hombres cuya única convicción es su falta de convicción, aparejada a una arrogante insolencia y un
arte refinadísimo para el mentir. Si para desgracia de la humanidad honrada tal sujeto llega a
ingresar en el Parlamento, entonces hay que tener por descontado el hecho de que la política para él
se reduce ya sólo a una “heroica lucha” por la posesión perpétua de este “biberón” de su propia vida
y de la de su familia. Y cuanto más pendientes estén de ese biberón la mujer y los hijos, más
tenazmente luchará el marido por sostener su mandato parlamentario. Toda persona de instinto
político es para él, por ese solo hecho, un enemigo personal; en cada nuevo movimiento cree ver el
comienzo posible de su ruina; en todo hombre de prestigio otro amenazante peligro.
He de ocuparme detenidamente de esta clase de sabandijas parlamentarias.
También el hombre que haya llegado a los 30 años tendrá aún mucho que aprender en el
curso de su vida, pero esto únicamente a manera de una complementación dentro del marco ya
determinado por la concepción ideológica adoptada en principio. Los nuevos conocimientos que
adquiera no significarán una innovación de lo ya aprendido, sino más bien un proceso de
acrecentamiento de su saber, de tal modo que sus adeptos jamás tendrán la decepcionante impresión
de haber sido mal orientados; por el contrario, el visible desarrollo de la personalidad del Führer
provocará en ellos complacencia, en la convicción de que el perfeccionamiento de éste refluye a
favor de la propia doctrina. Ante sus ojos esto constituye una prueba de la certeza del criterio hasta
aquel momento sostenido.
Un Führer que se vea obligado a abandonar la plataforma de su ideología general por
haberse dado cuenta de que esta era falsa, obrará honradamente sólo, cuando reconociendo lo
erróneo de su criterio, se halle dispuesto a asumir todas las consecuencias. En tal caso deberá por lo
3
Jefe, caudillo, conductor, leader.
menos renunciar a toda actuación política ulterior, pues, habiendo errado ya una vez en puntos de
vista fundamentales, está expuesto por una segunda vez al mismo peligro. De todos modos ha
perdido ya el derecho de requerir y menos aún el de exigir la confianza de sus conciudadanos.
El grado de corrupción de la plebe, que por ahora se siente habilitada para “actuar” en
política, evidencia cuán rara vez se sabe responder en los tiempos actuales a una prueba tal de
decoro personal.
Apenas si entre tantos puede uno tan sólo ser el predestinado.
Seguramente en aquellos tiempos, me había ocupado de política más que muchos otros, sin
embargo, tuve el buen cuidado de no actuar en ella; me concretaba a hablar en círculos pequeños
abordando temas que me subyugaban y que eran motivo de mi constante preocupación. Este modo
de actuar en ambiente reducido tenía en sí mucho de provechoso, porque si bien es cierto que así
aprendía menos a “discursear” en cambio, llegaba a conocer a las gentes en su moralidad y en sus
concepciones, a menudo infinitamente primitivas. En aquella época continué ampliando mis
observaciones sin perder tiempo ni oportunidad y es probable que, en este orden, en ninguna parte
de Alemania se ofrecía entonces un ambiente de estudio más propicio que el de Viena.
*
* *
Las preocupaciones de la vida política en la antigua monarquía del Danúbio abarcaban, en
general, contornos más vastos de mayor espectativa que en la Alemania de esa misma época,
excepción hecha de algunos distritos de Prusia, Hamburgo y la costa del Mar del Norte. Bajo la
denominación “Austria” me refiero en este caso a aquel territorio del gran Imperio de los
Habsburgo que, debido a sus habitantes de origen alemán, significó en todo orden no solamente la
base histórica para la formación de tal Estado, sino que en el conjunto de su población representaba
también aquella fuerza que a través de los siglos generó la vida cultural en ese organismo político
de estructura tan artificial como era el Imperio Austro-Húngaro. Y a medida que el tiempo
avanzaba, más dependía precisamente de la conservación de ese núcleo, la estabilidad de todo el
Estado.
No quiero engolfarme aquí en detalles porque no es este el propósito de mi libro; quiero
solamente consignar en el marco de una minuciosa apreciación aquellos sucesos que, siendo la
eterna causa de la decadencia de pueblos y Estados, tienen también en nuestro tiempo su
trascendencia, aparte de que contribuyeron a cimentar los fundamentos de mi ideología política.
*
* *
Entre las instituciones que más claramente revelaban – aún ante los ojos no siempre abiertos
del provinciano – la corrosión de la monarquía austríaca, encontrábase en primer término aquélla
que más llamada estaba a mantener su estabilidad: el Parlamento o sea el Reichsrat, como en
Austria se le denominaba.
Manifiestamente, al norma institucional de esta corporación radicaba en Inglaterra, el país de
la “clásica democracia”. De allá se copió toda esa dichosa institución y se la trasladó a Viena,
procurando en lo posible no alterarla.
En la Cámara de diputados y en la Cámara alta celebraba su renacimiento el sistema inglés
de la doble cámara; sólo los “edificios” diferían entre sí. Barry, al hacer surgir de las aguas del
Támesis el palacio del Parlamento inglés, había recurrido a la historia del Imperio Británico con el
fin de inspirarse para la ornamentación de los 1200 nichos, consolas y columnas de su monumental
creación arquitectónica. Por sus esculturas y arte pictórico, el Parlamento inglés resultó así erigido
en el templo de gloria de la nación.
Aquí se presentó la primera dificultad en el caso del Parlamento de Viena. Cuando el danés
Hansen había concluido el último pináculo del palacio de mármol destinado a los representantes del
pueblo, no le quedó otro recurso que el de apelar al arte clásico para adaptar motivos ornamentales.
Figuras de estadistas y de filósofos griegos y romanos hermosean esta teatral residencia de la
“democracia occidental” y a manera de simbólica ironía están representados sobre la cúspide del
edificio cuadrigas que se separan partiendo hacia los cuatro puntos cardinales, como cabal
expresión de lo que en el interior del Parlamento ocurría entonces.
Las “nacionalidades” habrían tomado como un insulto y como una provocación el que en
esa obra se glorificase la historia austríaca. En Alemania mismo, reciente todavía el fragor de las
batallas de la guerra mundial, se resolvió consagrar con la inscripción : “Al Pueblo Alemán”, el
edificio del Reichstag en Berlín, construido por Paul Ballot.
Sentimientos de profunda repulsión me dominaron aquel día en que, por primera vez,
cuando aún no había cumplido los veinte años, visitaba el Parlamento austríaco para escuchar una
sesión de la Cámara de diputados. Siempre había detestado el Parlamento, pero de ningún modo la
institución en sí. Por el contrario, como hombre amante de las libertades, no podía imaginarme otra
forma posible de gobierno. Y justamente por eso era ya un enemigo del Parlamento austríaco. Su
forma de actuar la consideraba indigna del gran prototipo inglés. Además, a esto había que añadir el
hecho de que el porvenir de la raza germana en el Estado austriaco dependía de su representación en
el Reichsrat. Hasta el día en que se adopto el sufragio universal de voto secreto, existía en el
Parlamento austríaco una mayoría alemana, aunque poco notable. Ya entonces la situación se había
hecho difícil, porque el partido social-demócrata, con su dudosa conducta nacional al tratarse de
cuestiones vitales del germanismo, asumía siempre una actitud contraria a los intereses alemanes a
fin de no despertar recelos entre sus adeptos de las otras “nacionalidades” representadas en el
Parlamento. Tampoco ya en aquella época se podía considerar a la socialdemocracia como un
partido alemán. Con la adopción del sufragio universal tocó a su fin la preponderancia alemana,
inclusive desde el punto de vista puramente numérico. En adelante, no quedaba pues obstáculo
alguno que detuviese la creciente desgermanización del Estado austriaco.
El instinto de conservación nacional me había hecho repugnar, ya entonces, por esa razón,
aquel sistema de representación popular en la cual el germanismo, lejos de hallarse representado era
más bien traicionado. Sin embargo, esta deficiencia, como muchas otras, no era atribuible al sistema
mismo, sino al Estado austriaco.
Un año de paciente observación bastó para que yo cambiase radicalmente mi modo de
pensar en cuanto al carácter del parlamentarismo. Una vez más el estudio experimental de la
realidad me preservó de anegarme en una teoría que a primera vista, les parece seductora a muchos
y que a pesar de ello no deja de contarse entre las manifestaciones de decadencia de la humanidad.
La democracia del mundo occidental de hoy es la precursora del marxismo, el cual sería
inconcebible sin ella. Es la democracia la que en primer término proporciona a esta peste mundial el
campo de nutrición de donde la epidemia se propaga después.
Cuánta gratitud le debo al destino por haber permitido que me adentrase también en esta
cuestión cuando todavía me hallaba en Viena, pues, es probable que si yo hubiera estado en aquella
época en Alemania, me la habría explicado de una manera demasiado sencilla. Si desde Berlín
hubiese podido percatarme de lo grotesco de esa institución llamada “Parlamento”, quizás habría
caído en la concepción opuesta, colocándome – no sin una buena razón aparente- al lado de
aquellos que veían el bienestar del pueblo y del Imperio, en el fomento exclusivista de la idea de la
autoridad imperial, permaneciendo ciegos y ajenos a la vez a la época en que vivían y al sentir de
sus contemporáneos.
Esto era imposible en Austria. Allá no se podía caer tan fácilmente de un error en otro,
porque si el Parlamento era inútil, aun menos capacitados eran los Habsburgo.
Lo que más me preocupó en la cuestión del parlamentarismo fue la notoria falta de un
elemento responsable. Por funestas que pudieran ser las consecuencias de una ley sancionada por el
Parlamento, nadie lleva la responsabilidad, ni a nadie es posible exigirle cuentas. ¿O es que puede
llamarse asumir responsabilidades al hecho de que después de un fiasco sin precedentes, dimita el
gobierno culpable o cambie la coalición existente o, por último, se disuelva el Parlamento? ¿Puede
acaso hacerse responsable a una vacilante mayoría? ¿No es cierto que la idea de responsabilidad
presupone la idea de la personalidad?
¿Puede prácticamente hacerse responsable al dirigente de un gobierno por hechos cuya
gestión y ejecución obedecen exclusivamente a la voluntad y al arbitrio de una pluralidad de
individuos?
¿O es que la misión del gobernante – en lugar de radicar en la concepción de ideas
constructivas y planes – consiste más bien en la habilidad con que éste se empeñe en hacer
comprensible a un hato de borregos lo genial de sus proyectos, para después tener que mendigar de
ellos una bondadosa aprobación?
¿Cabe en el criterio del hombre de Estado poseer en el mismo grado el arte de la persuasión,
por un lado, y por otro la perspicacia política necesaria para adoptar directivas o tomar grandes
decisiones?
¿Prueba acaso la incapacidad de un Führer el solo hecho de no haber podido ganar a favor
de una determinada idea el voto de mayoría de un conglomerado resultante de manejos más o
menos honestos?
¿fue acaso alguna vez capaz ese conglomerado de comprender una idea, antes de que el
éxito obtenido por la misma, revelara la grandiosidad que ella encarnaba?
¿No es en este mundo toda acción genial una palpable protesta del genio contra la indolencia
de la masa?
¿Qué debe hacer el gobernante que no logra granjearse la gracia de aquél conglomerado,
para la consecución de sus planes?
¿Deberá sobornar?¿O bien, tomando en cuenta la estulticia de sus conciudadanos, tendrá que
renunciar a la realización de propósitos reconocidos como vitales, dimitir el gobierno o quedarse en
él, a pesar de todo?
¿No es cierto que en un caso tal, el hombre de verdadero carácter se coloca frente a un
conflicto insoluble entre su persuación de la necesidad y su rectitud de criterio, o mejor dicho su
honradez?
¿Dónde acaba aquí el límite entre la noción del deber para con la colectividad y la noción
del deber para con la propia dignidad personal?
¿No debe todo Führer de verdad rehusar a que de ese modo se le degrade a la categoría de
traficante político?
¿O es que, inversamente, todo traficante deberá sentirse predestinado a “especular” en
política, puesto que la suprema responsabilidad jamás pesará sobre él, sino sobre un anónimo e
inaprensible conglomerado de gentes?
Sobre todo, ¿no conducirá el principio de la mayoría parlamentaria a la demolición de la
idea-Führer?
Pero ¿es que aún cabe admitir que el progreso del mundo se debe a la mentalidad de las
mayorías y no al cerebro de unos cuantos?
¿O es que se cree que tal vez en lo futuro se podría prescindir de esta condición previa
inherente a la cultura humana?
¿No parece, por en contrario, que ella es hoy más necesaria que nunca?
Difícilmente podrá imaginarse el lector de la prensa judía, salvo que hubiese aprendido a
discernir y examinar las cosas independientemente, qué estragos ocasiona la moderna institución
del gobierno democrático-parlamentario; ella es ante todo la causa de la increíble proporción en que
ha sido inundado el conjunto de la vida política por lo más descalificado de nuestros días. Así como
un Führer de verdad renunciará a una actividad política, que en gran parte no consiste en obra
constructiva, sino más bien en el regateo por la merced de una mayoría parlamentaria, el político de
espíritu pequeño, en cambio, se sentirá atraído precisamente por esa actividad.
Pero pronto se dejarán sentir las consecuencias si tales mediocres componen el gobierno de
una nación. Faltará entereza para obrar y se preferirá aceptar la más vergonzosa de las
humillaciones antes que erguirse para adoptar una actitud resuelta, pues, nadie habrá allí que por sí
solo esté personalmente dispuesto a arriesgarlo todo en pro de la ejecución de una medida radical.
Existe una verdad que no debe ni puede olvidarse: es la de que tampoco en este caso una mayoría
estará capacitada para sustituir a la personalidad en el gobierno. La mayoría no sólo representa
siempre la ignorancia, sino también la cobardía. Y del mismo modo que de 100 cabezas huecas no
se hace un sabio, de 100 cobardes no surge nunca una heroica decisión.
Cuanto menos grave sea la responsabilidad que pese sobre el Führer, mayor será el número
de aquéllos que, dotados de ínfima capacidad, se creen igualmente llamados a poner al servicio de
la nación sus imponderables fuerzas. De ahí que sea para ellos motivo de regocijo el cambio
frecuente de funcionarios en los cargos que ellos apetecen y que celebren todo escándalo que
reduzca la hilera de los que por delante esperan.... La consecuencia de todo esto es la espeluznante
rapidez con que se producen modificaciones en las más importantes jefaturas y repartos públicos de
un organismo estatal semejante, con un resultado que siempre tiene influencia negativa y que
muchas veces llega a ser hasta catastrófico.
La antigua Austria poseía el régimen parlamentario en grado superlativo. Bien es cierto que
los respectivos “premiers” eran nombrados por el monarca, sin embargo, eso no significaba otra
cosa que la ejecución de la voluntad parlamentaria. El regateo por las diferentes carteras
ministeriales podía ya calificarse como propio de la más alta democracia occidental. Los resultados
correspondían a los principios aplicados; especialmente la substitución de personajes
representativos se operaba con intervalos cada vez más cortos, para al final convertirse en una
verdadera cacería. En la misma proporción descendía el nivel de los “hombres de Estado” actuantes
hasta no quedar de ellos, más que aquel bajo tipo del traficante parlamentario, cuyo mérito político
se aquilataba tan sólo por su habilidad en urdir coaliciones, es decir, prestándose a realizar aquellos
infames manejos políticos que son la única prueba de lo que en el trabajo práctico pueden realizar
esos llamados representantes del pueblo.
Viena ofrecía un magnífico campo de observación en este orden.
Aquello que de ordinario denominamos “opinión pública” se basa sólo mínimamente en la
experiencia personal del individuo y en sus conocimientos; depende más bien casi en su totalidad de
la idea que el individuo se hace de las cosas a través de la llamada “información pública”,
persistente y tenaz. La prensa es el factor responsable de mayor volumen en el proceso de la
“instrucción política”, a la cual, en este caso se le asigna con propiedad el nombre de propaganda; la
prensa se encarga ante todo de esta labor de “información pública” y representa así una especie de
escuela para adultos, sólo que esa “instrucción” no está en manos del Estado, sino bajo las garras de
elementos que en parte son de muy baja ley. Precisamente en Viena tuve en mi juventud la mejor
oportunidad de conocer a fondo a los propietarios y fabricantes espirituales de esa máquina de
instrucción colectiva. En un principio debí sorprenderme al darme cuenta del tiempo relativamente
corto en que este pernicioso poder era capaz de crear cierto ambiente de opinión, y esto incluso
tratándose de casos de una mixtificación completa de las aspiraciones y tendencias que, a no dudar,
existían en el sentir de la comunidad. En el transcurso de pocos días, esa prensa sabía hacer de un
motivo insignificante una cuestión de Estado notable e inversamente, en igual tiempo, relegar al
olvido general problemas vitales o, más simplemente, sustraerlos a la memoria de la masa.
De este modo era posible en el curso de pocas semanas henchir nombres de la nada y
relacionar con ellos increíbles expectativas públicas, adjudicándoles una popularidad que muchas
veces un hombre verdaderamente meritorio no alcanza en toda su vida; y mientras se encumbran
estos nombres que un mes antes apenas si se habían oído pronunciar, calificados estadistas o
personalidades de otras actividades de la vida pública dejaban llanamente de existir para sus
contemporáneos o se les ultrajaba de tal modo con denuestos, que sus apellidos corrían el peligro de
convertirse en un símbolo de villanía o de infamia.
Esta es la chusma que en más de las dos terceras partes fabrica la llamada “opinión pública”,
de donde surge el parlamentarismo cual una Afrodita de la espuma.
Para pintar con detalle en toda su falacia el mecanismo parlamentario sería menester escribir
volúmenes. Podrá comprenderse más pronto y más fácilmente semejante extravío humano, tan
absurdo como peligroso, comparando el parlamentarismo democrático con una democracia
germánica realmente tal.
La característica más remarcable del parlamentarismo democrático consiste en que se elige
un cierto número, supongamos 500 hombres o también mujeres en los últimos tiempos, y se les
concede a éstos la atribución de adoptar en cada caso una decisión definitiva. Prácticamente, ellos
representan por sí solos el gobierno, pues, si bien designan a los miembros de un gabinete
encargado de los negocios del Estado, ese pretendido gobierno no cubre sino una apariencia; en
efecto, es incapaz de dar ningún paso sin antes haber obtenido la aquiescencia de la asamblea
parlamentaria. Por esto es por lo que tampoco puede ser responsable, ya que la decisión final jamás
depende de él mismo, sino del Parlamento. En todo caso un gabinete semejante no es otra cosa que
el ejecutor de la voluntad de la mayoría parlamentaria del momento. Su capacidad política se podría
apreciar en realidad únicamente a través de la habilidad que pone en juego para adaptarse a la
voluntad de la mayoría o para ganarla en su favor.
Una consecuencia lógica de este estado de cosas fluye de la siguiente elemental
consideración: la estructura de ese conjunto formado por los 500 representantes parlamentarios,
agrupados según sus profesiones o hasta teniendo en cuenta sus aptitudes, ofrece un cuadro a la par
incongruente y lastimoso. ¿O es que cabe admitir la hipótesis de que estos elegidos de la nación
pueden ser al mismo tiempo brotes privilegiados de genialidad o siquiera de sentido común? Ojalá
no se suponga que de las papeletas de sufragio, emitidas por electores que todo pueden ser menos
inteligentes, surjan simultáneamente centenares de hombres de Estado. Nunca será suficientemente
rebatida la absurda creencia de que del sufragio universal pueden salir genios; primeramente hay
que considerar que no en todos los tiempos nace para una nación un verdadero estadista y menos
aun de golpe, un centenar; por otra parte, es instintiva la antipatía que siente la masa por el genio
eminente. Más probable es que un camello se deslice por el ojo de una aguja que no que un gran
hombre resulte “descubierto” por virtud de una elección popular. Todo lo que de veras sobresale de
lo común en la historia de los pueblos suele generalmente revelarse por sí mismo.
Dejando a un lado la cuestión de la genialidad de los representantes del pueblo, considérese
simplemente el carácter complejo de los problemas pendientes de solución, aparte de los ramos
diferentes de actividad en que deben adoptarse decisiones, y se comprenderá entonces la
incapacidad de un sistema de gobierno que pone la facultad de la decisión final en manos de una
asamblea, de entre cuyos componentes sólo muy pocos poseen los conocimientos y la experiencia
requeridas en los asuntos que han de tratarse. Y es así cómo las más importantes medidas en materia
económica resultan sometidas a un forum cuyos miembros en sus nueve décimas partes carecen de
la preparación necesaria. Lo mismo ocurre con otros problemas, dejando siempre la decisión en
manos de una mayoría compuesta de ignorantes e incapaces. De ahí proviene también la ligereza
con que frecuentemente estos señores deliberan y resuelven cuestiones que serían motivo de honda
reflexión aun para los más esclarecidos talentos. Allí se adoptan medidas de enorme trascendencia
para el futuro de un Estado como si no se tratase de los destinos de toda una nacionalidad sino
solamente de una partida de naipes, que es lo que resultaría más propio entre tales políticos. Sería
naturalmente injusto creer que todo diputado de un parlamento semejante se halla dotado de tan
escasa noción de responsabilidad. No. De ningún modo. Pero es el caso que aquel sistema, forzando
al individuo a ocuparse de cuestiones que no conoce, lo corrompe paulatinamente. Nadie tiene allí
el coraje de decir: “Señores, creo que no entendemos nada de este asunto; yo a lo menos no tengo
idea en absoluto”. Esta actitud tampoco modificaría nada porque, aparte de que una prueba tal de
sinceridad quedaría totalmente incomprendida, no por un tonto honrado se resignarían los demás a
sacrificar su juego.
El parlamentarismo democrático de hoy no tiende a constituir una asamblea de sabios, sino a
reclutar más bien una multitud de nulidades intelectuales, tanto más fáciles de manejar cuanto
mayor sea la limitación mental de cada uno de ellos. Sólo así puede hacerse política partidista en el
sentido malo de la expresión y sólo así también consiguen los verdaderos agitadores permanecer
cautelosamente en la retaguardia, sin que jamás pueda exigirse de ellos una responsabilidad
personal. Ninguna medida, por perniciosa que fuese para el país, pesará entonces sobre la conducta
de un bribón conocido por todos, sino sobre la de toda una fracción parlamentaria. He aquí porque
esta forma de la Democracia llegó a convertirse también en el instrumento de aquella raza, cuyos
íntimos propósitos, ahora y por siempre, temerán mostrarse a la luz del día. Sólo el judio puede
ensalzar una institución que es sucia y falaz como él mismo.
En oposición a ese parlamentarismo democrático está la genuina democracia germánica de
la libre elección del Führer, que se obliga a asumir toda la responsabilidad de sus actos. Una
democracia tal no supone el voto de la mayoría para resolver cada cuestión en particular, sino
llanamente la voluntad de uno solo, dispuesto a responder de sus decisiones con su propia vida y
hacienda.
Si se hiciese la objeción de que bajo tales condiciones difícilmente podrá hallarse al hombre
resuelto a sacrificarlo personalmente todo en pro de una tan arriesgada empresa, habría que
responder: “Dios sea loado, que el verdadero sentido de una democracia germánica radica
justamente en el hecho de que no pueda llegar al gobierno de sus conciudadanos, por medios
vedados, cualquier indigno arrivista o emboscado moral, sino que la magnitud misma de la
responsabilidad a asumir, amedrenta a ineptos y pusilánimes”.
Y si no obstante todo esto, un individuo de tales características intentase deslizarse, podrá
fácilmente ser identificado y apostrofado sin consideración: “Apártate, cobarde, que tus pies no
profanen las gradas del frontispicio del Panteón de la Historia, destinado a héroes y no a mojigatos”.
*
* *
Había llegado a estas conclusiones después de dos años de concurrir al Parlament austríaco.
En adelante no volví a frecuentarlo.
El régimen parlamentario fue una de las principales causas de la progresiva decadencia del
antiguo Estado de los Habsburgo. A medida que por obra de ese régimen se destruía la hegemonía
del germanismo en Austria, intensificábase el sistema de explotar el antagonismo de las
nacionalidades entre sí.
Después de la guerra franco-prusiana de 1870 la casa de los Habsburgo se lanzó con ímpetu
máximo a exterminar lenta pero implacablemente el “peligroso2 germanismo de la doble monarquía
austro-húngara. Este debía ser, pues, el resultado final de la política de eslavización. Empero,
estalló la resistencia de la nacionalidad que estaba destinada al exterminio y esto en una forma sin
precedentes en la historia alemana contemporánea. Hombres de sentir nacionalista y patriótico se
hicieron rebeldes, pero no rebeldes contra el Estado mismo, sino rebeldes contra un sistema de
gobierno del cual tenían el convencimiento de que conduciría a la ruina a su propia raza.
Por primera vez en la historia contemporánea alemana se hacía una diferenciación entre el
patriotismo dinástico general y el amor por la patria y el pueblo.
Fue mérito del movimiento pangermanista operado en la parte alemana de Austria, allá por
el año 1890, haber establecido en forma clara y terminante que la autoridad del Estado tiene el
derecho de exigir respeto y cooperación sólo cuando responde a las necesidades de una
nacionalidad o cuando por lo menos no es perniciosa para ésta.
La autoridad del Estado no puede ser un fin en sí misma, porque ello significaría consagrar
la inviolabilidad de toda tiranía en el mundo.
Si por los medios que están al alcance de un gobierno se precipita una nacionalidad en la
ruina, entonces la rebelión no sólo es un derecho, sino un deber para cada uno de los hijos de ese
pueblo.
La pregunta: ¿Cuándo se presenta un tal caso? No se resuelve mediante disertaciones
teóricas, sino por la acción y por el éxito.
Como todo gobierno, por malo que fuese y aun cuando hubiese traicionado una y mil veces
los intereses de una nacionalidad, reclama para sí el deber que tiene de mantener la autoridad del
Estado, el instinto de conservación nacional en lucha contra un gobierno semejante tendrá que
servirse, para lograr su libertad o su independencia, de las mismas armas que aquel emplea para
mantenerse en el mando. Según esto, la lucha será sostenida por medios “legales” mientras el poder
que se combate no utilice otros; pero no habrá que vacilar ante el recurso de los medios ilegales si
es que el opresor mismo se sirve de ellos.
En general, no debe olvidarse que la finalidad suprema de la razón de ser de los hombres no
reside en el mantenimiento de un Estado o de un gobierno; su misión es conservar la raza. Y si esta
misma se hallase en peligro de ser oprimida o hasta eliminada, la cuestión de la legalidad pasa a
plano secundario. Entonces poco importará ya que el poder imperante aplique en su acción los mil
veces llamados medios “legales”; el instinto siempre en grado superlativo, el empleo de todo
recurso.
Solo así se explican en la Historia ejemplos edificantes de luchas libertarias contra la
esclavitud – interna o externa – de los pueblos.
El derecho humano priva sobre el derecho político.
Si un pueblo sucumbe en la lucha por los derechos del hombre, es porque al haber sido
pesado en la balanza del destino resultó demasiado liviano para tener la suerte de seguir
subsistiendo en el mundo terrenal. Porque quién no está dispuesto a luchar por su existencia o no se
siente capaz de ello es que ya está predestinado a desaparecer, y esto por la justicia eterna de la
providencia.
El mundo no se ha hecho para los pueblos cobardes.
*
* *
Debieron serme un objeto clásico de estudio y de honda trascendencia el proceso de la
formación y el ocaso del movimiento pangermanista, por una parte, y por la otra el asombroso
desarrollo del partido cristiano-social en Austria.
Comenzaré por establecer un paralelo entre los dos hombres considerados como fundadores
y leaders de esos dos partidos: Georg von Schoenerer y el Dr. Karl Lueger.
Como personalidades, ambos sobresalían notoriamente entre las llamadas figuras
parlamentarias. Su vida había sido limpia e intachable en medio de la corrupción política general.
En un principio, mis simpatías estaban del lado del pangermanista Schoenerer y poco después
fueron paulatinamente inclinándose también hacia el leader cristiano-social. Comparando la
capacidad de ambos, Schoenerer me parecía ser, en problemas fundamentales, un pensador más
certero y profundo. Con mayor claridad y exactitud que ningún otro, previó el lógico fin del Estado
Austriaco. Si se hubiese prestado oído a sus advertencias respecto de la monarquía de los
Habsburgo, especialmente en Alemania, jamás hubiera sobrevenido la fatalidad de la guerra
mundial. Pero, si bien Schoenerer penetraba la esencia de los problemas, erraba en cambio cuando
se trataba de aquilatar el valor de los hombres.
Aquí radicaba lo ponderable del Dr. Lueger. Lueger era un extraordinario conocedor de los
caracteres humanos, teniendo muy especial cuidado en no verlos mejor de lo que en realidad eran.
Por eso él podía contar con las posibilidades efectivas de la vida mejor que Schoenerer, que para
esto tenía poca comprensión.
En teoría era evidente cuanto sobre el pangermanismo sostenía, pero le faltaba la energía y
la práctica indispensables para trasmitir sus conclusiones teóricas a la masa del pueblo, esto es,
simplificándolas de acuerdo con la concepción limitada de esta masa. Sus conclusiones era, pues,
meras profecías sin visos de realidad.
La ausencia de la capacidad de distinguir caracteres humanos debía lógicamente conducir
también a errores en la apreciación de la fuerza que encierran los movimientos de opinión así como
las instituciones seculares. Schoenerer había reconocido indudablemente que en aquel caso se
trataba de concepciones fundamentales, pero no supo comprender que, en primer término, sólo la
gran masa del pueblo podía prestarse a luchar en pro de tales convicciones de índole casi religiosa.
Infortundadamente, Schoenerer se dio cuenta sólo en muy escasa medida, de que el espíritu
combativo de las llamadas clases “burguesas” era extraordinariamente limitado por depender de
intereses económicos que infundían al individuo el temor de sufrir graves perjuicios, determinando
así su inacción.
La falta de comprensión en lo tocante a la importancia de las capas inferiores del pueblo fue
también la causa de una concepción totalmente deficiente del problema social.
En todo esto el Dr. Lueger era la antítesis de Schoenerer. Sabía hasta la saciedad que la
fuerza política combativa de la alta burguesía era en nuestra época tan insignificante que no bastaba
para asegurar el triunfo de un nuevo gran movimiento; por eso consagraba el máximo de su
actividad política a la labor de ganar la adhesión de aquellas esferas sociales cuya existencia se
hallaba amenazada, siendo esto más bien un acicate que un menoscabo para su espíritu combativo.
El Dr. Lueger optó también por servirse de medios de influencia, ya existentes, para granjearse el
apoyo de instituciones prestigiosas con el propósito de obtener de esas viejas fuentes de energía el
mayor provecho posible a favor de su causa.
Fue de este modo que, en primer término, cimentó su partido sobre la clase media,
amenazada de desaparecer, y con ello logró asegurarse un firme grupo de adictos animados de gran
espíritu de lucha y también de sacrificio. Su actitud extraordinariamente sagaz con respecto de la
iglesia católica, le había captado en corto tiempo las simpatías de la clerecía joven en una medida
tal que el viejo partido clerical se vio forzado a ceder el campo, o bien, obrando más cuerdamente, a
adherirse al nuevo movimiento para, de este modo, recuperar poco a poco sus antiguas posiciones.
Sin embargo, sería injusto en extremo considerar únicamente esto como lo esencial del
carácter de Lueger; puesto que al lado de sus condiciones de táctico hábil estaban las de reformador
grande y genial; por cierto, dentro del marco de un exacto conocimiento de su propia capacidad.
Era una finalidad de enorme sentido práctico la que perseguía aquel hombre verdaderamente
meritorio. Quiso conquistar Viena. Viena era el corazón de la monarquía y de esta ciudad recibía los
últimos impulsos de vida el cuerpo enfermo y envejecido de ya desfalleciente organismo del
Estado. Cuanto más restablecía sus energías ese corazón, tanto más debía revivir el resto del cuerpo.
En principio, la idea era naturalmente justa pero no podía surtir efectos sino durante un tiempo
determinado.
Es aquí donde radicaba el punto débil de este hombre.
La obra que realizó como burgomaestre de Viena es inmortal en el mejor sentido de la
palabra; pero con ella no pudo ya salvar la monarquía – era demasiado tarde.
Su adversario Schoenerer había visto esto con más claridad.
Todo lo que Lueger emprendió en el terreno práctico, lo logró admirablemente; en cambio
no logró alcanzar lo que ansiaba como resultado.
Schoenerer no consiguió lo que deseaba, pero aquello que él temía se realizó en forma
terrible.
Así ninguno de los dos llegó a coronar su suprema finalidad perseguida. Lueger no pudo
salvar la monarquía austríaca, ni Schoenerer librar al germanismo en Austria de la ruina que le
esperaba.
Hoy nos es infinitamente instructivo estudiar las causas que determinaron el fracaso de
aquellos dos partidos. Esto es esencial ante todo para mis amigos, teniendo en cuenta que las
circunstancias actuales se asemejan a las de entonces, para poder evitar el incurrir en errores que ya
una vez condujeron, a uno de los movimientos, a la ruina y a la infructuosidad el otro.
*
* *
La situación de los alemanes en Austria era ya desesperante al iniciarse el movimiento
pangermanista. De año en año había ido convirtiéndose el Parlamento en un factor de lenta
destrucción del germanismo. Todo intento salvador de última hora y aunque sólo de efecto pasajero,
podía vislumbrarse únicamente en la eliminación del Parlamento.
¿Y cómo destruir el parlamento?¿Entrando en él, para “minarlo por dentro”, como
corrientemente se decía, o combatirlo por fuera, atacando la institución misma del
parlamentarismo?
Para empeñar la lucha desde afuera contra un poder semejante, era preciso revestirse de
coraje indomable y hallarse dispuesto a cualquier sacrificio. Para esto, empero, era menester el
concurso de los hijos del pueblo.
El movimiento pangermanista carecía precisamente del apoyo de las masas populares y no le
quedaba por lo tanto otra solución que la de ir al parlamento mismo. Parecía también más factible
dirigir el ataque a la raíz misma del mal, que no arremeter desde fuera. Por otra parte, creíase que la
inmunidad parlamentaria reforzaría la seguridad de cada una de las personalidades pangermanistas,
acrecentando la eficacia de su acción combativa.
En la realidad los hechos se produjeron de manera muy diferente.
El forum ante el cual hablaban los diputados pangermanistas no había aumentado, por el
contrario, más bien había disminuido; pues el que habla lo hace sólo ante un público que quiere
comprender al orador, oyéndole directamente o a través de la prensa que refleja lo que él haya
expuesto.
El forum más amplio, de auditorio directo, no está en el hemiciclo de un parlamento. Hay
que buscarlo en la asamblea pública, porque allí hay miles de gentes que se arremolinan con el
exclusivo fin de escuchar lo que el orador ha de decirles, en tanto que en el plenario de una Cámara
de diputados se reúnen sólo unos pocos centenares de personas, congregadas allí, en su mayoría,
para cobrar dietas y de ningún modo para dejarse iluminar por la sabiduría de uno u otro de los
señores “representantes del pueblo”.
Los diputados pangermanistas podían quedarse roncos de tanto hablar; su esfuerzo resultaba
siempre estéril. Y en cuanto a la prensa, guardaba un silencio de tumba o mutilaba los discursos
hasta el punto de hacerlos incongruentes y llegando incluso a tergiversarlos en su sentido,
proporcionando así a la opinión pública una pésima sinopsis de la esencia del nuevo movimiento.
Más grave que todo esto era el hecho de que el movimiento pangermanista había olvidado
que para contar con el éxito, debía recapacitar desde el primer momento que en su caso no podía
tratarse de un nuevo partido, sino más bien de una nueva concepción ideológica. Únicamente algo
análogo habría sido capaz de imprimir la energía interior necesaria para llevar a cabo esa lucha
gigantesca. Solamente los más calificados y los de mayor entereza eran los llamados a ser los
leaders de esa ideología.
La desfavorable impresión que reflejaba la prensa no era contrarrestada en modo alguno
mediante la acción personal de los diputados en mítines y la palabra “pangermanismo” acabó por
adquirir pésima reputación ante los oídos del pueblo.
Desde tiempos inmemoriales la fuerza que impulsó las grandes avalanchas históricas de
índole política y religiosa, no fue jamás otra que la magia de la palabra hablada.
La gran masa cede ante todo al poder de la oratoria. Todos los grandes movimientos son
reacciones populares, son erupciones volcánicas de pasiones humanas y emociones afectivas
aleccionadas, ora por la diosa cruel de la miseria, ora por la antorcha de la palabra lanzada en el
seno de las masas – pero jamás por el almíbar de literatos estetas y héroes de salón.
Únicamente un huracán de pasiones ardientes puede cambiar el destino de los pueblos; más
despertar pasión es sólo atributo de quien en sí mismo siente el fuego pasional.
Que cada escritor quede junto a su tintero ocupado de “teorías” si su saber y su talento le
bastan para eso: que para Führer ni nació, ni fue elegido.
*
* *
La grave controversia que el movimiento pangermanista tuvo que sostener con la iglesia
católica, no respondía a otra causa que a falta de comprensión del carácter anímico del pueblo.
El establecimiento de parroquias checas, fue sólo uno de los muchos recursos puestos en
práctica hacia el objetivo de la eslavización general de Austria. En distritos netamente alemanes se
impusieron curas checos que comenzaron por subordinar los intereses de la iglesia a los de la
nacionalidad checa, convirtiéndose así en células generadoras del proceso de la desgermanización
austriaca.
Desgraciadamente la reacción de la clerecía alemana ante semejante proceder resultó casi
nula, de suerte que el germanismo fue desalojado lenta pero persistentemente gracias al abuso de la
influencia religiosa, por una parte, y debido a la insuficiente resistencia, por otra.
La impresión general no podía ser otra que la de tratarse de una brutal violación de los
derechos alemanes por parte de la clerecía católica como tal. Parecía, pues, que la Iglesia no
solamente era indiferente al sentir de la nacionalidad germana en Austria, sino que, injustamente,
llegaba a colocarse al lado de sus adversarios. Como decía Schoenerer, el mal tenía su raíz en el
hecho de que la cabeza de la iglesia católica se hallaba fuera de Alemania, lo cual, desde luego,
motivaba una marcada hostilidad contra los intereses de la nacionalidad nuestra.
Georg Schoenerer no era hombre que hiciera las cosas a medias. Había asumido la lucha
contra la Iglesia con el íntimo convencimiento de que sólo así se podía salvar la suerte del puebo
alemán en Austria. El movimiento separatista contra Roma (Los-von-Rom Bewegung) tenía la
apariencia de ser el más poderoso, pero a su vez el más difícil procedimiento de ataque destinado a
vencer la resistencia del adversario.
Si la campaña resultaba victoriosa, entonces habría tocado también a su fin la infeliz
división religiosa existente en Alemania y así habría ganado enormemente en fuerza interior la
nacionalidad alemana.
Pero ni la premisa ni la conclusión de esa lucha estaban en lo cierto.
Mientras el sacerdote checo adoptaba una posición subjetiva con respecto a su pueblo y
objetiva frente a la Iglesia, el sacerdote alemán se subordinaba subjetivamente a la Iglesia y
permanecía objetivo desde el punto de vista de su nacionalidad; un fenómeno que podemos
observar por desgracia en miles de otros casos. No se trata aquí de una herencia exclusivamente
propia del catolicismo, sino de un mal que entre nosotros es capaz de corroer en poco tiempo casi
toda institución estatal o del concepción idealista.
Comparemos, por ejemplo, la conducta observada por nuestros funcionarios del Estado
frente al propósito de un resurgimiento nacional, con la actitud que asumirían en un caso semejante
iguales elementos de otro país. ¿Y qué norma nos ofrece el criterio que hoy sustentan católicos y
protestantes frente al semitismo, criterio que no responde ni a los intereses nacionales ni a las
necesidades verdaderas de la religión? No hay pues paralelo posible entre el modo de obrar de un
rabino en todos los aspectos que tienen una cierta importancia para el semitismo bajo el aspecto
racial y la actitud observada por la mayoría de nuestros religiosos, sea cual fuere su confesión,
frente a los intereses de su raza. Este fenómeno se repite siempre que se trate de defender una idea
abstracta.
“Autoridad del Estado”, “democracia”, “pacifismo”, “solidaridad internacional”, etc., etc.,
son todas ideas que entre nosotros se convierten por lo general en conceptos tan netamente
doctrinarios y tan inflexibles, que cualquier juicio respecto de las necesidades vitales de la nación
resulta subordinado a ellas.
El protestantismo obrará siempre en pro del fomento de los intereses germanos toda vez que
se trate de puridad moral o del acrecentamiento del sentir nacional, en defensa del carácter, del
idioma y de la independencia alemanes, puesto que todas estas nociones se hallan hondamente
arraigadas en el protestantismo mismo; pero al instante reaccionará hostilmente contra toda
tentativa que tienda a salvar la nación de las garras de su más mortal enemigo, y esto porque el
punto de vista del protestantismo con respecto al semitismo está más o menos dogmáticamente
precisado.
Mientras el pueblo contó durante la guerra de 1914 con dirigentes resueltos, cumplió su
deber en forma insuperable. El pastor protestante como el sacerdote católico, ambos contribuyeron
decididamente a mantener el espíritu de nuestra resistencia no sólo en el frente de batalla, sino ante
todo, en los hogares. En aquellos años, especialmente al iniciarse la guerra, no dominaba en efecto,
en ambos sectores religiosos otro ideal que el de un único y sagrado imperio alemán, por cuya
existencia y porvenir elevaba cada uno sus votos de fervorosa devoción.
El movimiento pangermanista debió haberse planteado en sus comienzos una cuestión
previa: ¿Era factible o no conservar el acervo germánico en Austria bajo la égida de la religión
católica? Si se contestaba afirmativamente, este partido político jamás debió mezclarse en
cuestiones religiosas o hasta de orden confesional, y sí, por el contrario, era negativa la respuesta,
entonces debió haber surgido una reforma religiosa, pero nunca un partido político.
Los partidos políticos nada tienen que ver con las cuestiones religiosas mientras éstas no
socaven la moral de la raza; del mismo modo, es impropio inmiscuir la religión en manejos de
política partidista.
Cuando dignatarios de la Iglesia se sirven de instituciones y doctrinas para dañar los
intereses de su propia nacionalidad, jamás debe seguirse el mismo camino ni combatírseles con
iguales armas.
Las doctrinas e instituciones religiosas de un pueblo debe respetarlas el Führer político
como inviolables; de lo contrario, debe renunciar a ser político y convertirse en reformador, si
es que para ello tiene capacidad.
Un modo de pensar diferente, en este orden conduciría a una catástrofe, particularmente en
Alemania.
Estudiando el movimiento pangermanista y su lucha contra Roma, llegué en aquellos
tiempos, y aún más todavía en el transcurso de años posteriores, a la persuasión de que la poca
comprensión revelada por el movimiento para el problema social, le hizo perder el concurso de la
masa del pueblo de espíritu verazmente combativo. Ingresar en el parlamento significóle sacrificar
su poderoso impulso y gravarlo con todas las taras propias de aquella institución; su acción contra la
iglesia católica lo había desacreditado en numerosos sectores de la clase media y también de la clase
baja, restándole así infinidad de los mejores elementos de la nación.
*
* *
Allí donde el movimiento pangermanista cometía errores, la actitud del partido cristianosocial
era precisa y sistemática. Este conocía la importancia de las masas y logró asegurarse por lo
menos el apoyo de una parte de ellas, subrayando públicamente desde un comienzo el carácter
social de su tendencia. Evitaba toda controversia con las instituciones religiosas y así le fue posible
asegurarse el apoyo de una organización tan poderosa como la Iglesia. También reconoció la
importancia de una propaganda amplia e hízose especialista en el arte de influir en el ánimo de la
gran masa de sus adeptos.
El hecho de que a pesar de su fuerza, este partido no fue capaz de alcanzar el anhelado
propósito de salvar a Austria, se explica por los errores de método en su acción, y también por la
falta de claridad en los fines que perseguía.
El anti-semitismo del partido cristiano-social se fundaba en concepciones religiosas y no en
principios racistas. La misma causa determinante de este primer error constituía el origen del
segundo. Si el partido cristiano-social quiere salvar a Austria –decían sus fundadores- no puede
invocar el principio racista, porque eso significaría provocar en corto tiempo la disolución general
del Estado. Según la opinión de los “leaders” del partido, la situación exigía, ante todo en Viena,
evitar en lo posible incidencias disociadoras y más bien fomentar todos los motivos que tendían a la
unificación.
Ya en aquella época, Viena estaba tan saturada de elementos extranjeros, especialmente de
checos, que tratándose de problemas relacionados con la cuestión racial, sólo una marcada
tolerancia podía mantenerlos adictos a un partido que no era antigermanista por principio. El
propósito de salvar a Austria imponía no renunciar al concurso de esos elementos; así es cómo
mediante una lucha de oposición contra el sistema liberalista de Manchester, se intentó ganar ante
todo a los pequeños artesanos checos, representados en gran número en Viena; pensábase que de
esta manera, por encima de todas las diferencias raciales de la vieja Austria, habríase encontrado un
lema para la lucha contra el judaísmo desde el punto de vista religioso.
Es claro que una acción contra los judíos sobre una base semejante podía causarles a éstos
sólo una relativa inquietud, pues, en el peor de los casos, un chorro de agua bautismal era siempre
capaz de salvar al judío y su comercio.
Abordada la cuestión tan superficialmente, jamás podía llegarse a un serio y científico
análisis del problema fundamental y sólo se conseguía apartar a muchos de los que no concebían un
antisemitismo de esas características.
Este modo de hacer las cosas a medias anulaba el mérito de la orientación antisemita del
partido cristiano-social. Era un pseudo anti-semitismo de efectos más contraproducentes que
provechosos; se adormecía despreocupadamente creyendo tener al adversario cogido por las orejas
mientras en realidad era éste quien tenía al contrario sujeto por la nariz.
Si el Dr. Carl Lueger hubiese vivido en Alemania, se le habría colocado entre las primeras
cabezas de nuestro pueblo, pero el hecho de haber actuado en un Estado imposible como era Austria
constituyó la ruina de su obra y la suya propia. Cuando murió, ya empezaron a arreciar llamaradas
en los balcanes, de modo que el destino clemente le ahorró ver aquello que él había creído poder
evitar.
Empeñado en buscar las causas de la incapacidad de uno de los movimientos y las del
fracaso del otro, llegué a la íntima persuasión de que a parte de la imposibilidad de poder aun lograr
una consolidación del Estado austríaco, ambos partidos habían incurrido en los siguientes errores:
En principio, el movimiento pangermanista tenía, indudablemente razón en su propósito de
regeneración alemana, pero fue infeliz en la elección de sus métidos. Había sido nacionalista, mas,
por desgracia, no lo suficientemente social para ganar en su favor el concurso de las masas. Su
antisemitismo descansaba sobre una justa apreciación de la trascendencia del problema racista y no
sobre concepciones de índole religiosa. En cambio su lucha contra una determinada confesión –
contra Roma- era errada en principio y falsa tácticamente.
El movimiento cristiano-social poseía una concepción vaga acerca de la finalidad de un
resurgimiento alemán, pero como partido demostró habilidad y tuvo suerte en la selección de sus
métodos; conocía la importancia de la cuestión social, pero erró en su lucha contra el judaísmo y no
tenía la menor noción del poder que encarnaba la idea nacionalista.
*
* *
Mi antipatía contra el Estado de los Habsburgo creció cada vez más en aquella época. Estaba
convencido de que este Estado tenía que oprimir y poner obstáculo a todo representante
verdaderamente eminente del germanismo y sabía también que, inversamente, favorecía toda
manifestación anti-alemana.
Repugnante me era el conglomerado de razas reunidas en la capital de la monarquía
austríaca; repugnante esa promiscuidad de checos, polacos, húngaros, rutenos, servios, croatas, etc.
y, en medio de todos ellos, a manera de eterno bacilo disociador de la humanidad, el judío y
siempre el judío.
Todas estas razones provocaron en mí el deseo cada vez más ferviente de llegar finalmente
allí, adonde desde mi juventud me atraían anhelos secretos e íntimas afecciones.
Confiaba en hacerme más tarde un nombre como arquitecto y así ofrecerle a la nación leales
servicios dentro del marco –pequeño o grande- que el destino me reservase. Finalmente, aspiraba a
estar entre aquéllos que tenían la suerte de vivir y actuar allí donde debía cumplirse un día el más
fervoroso de los anhelos de mi corazón: la anexión de mi querido terruño a la patria común: el
Reich Alemán.
Pero Viena debió ser y quedar para mí simbolizando la escuela más dura y a la vez la más
provechosa de mi vida. Había llegado a esta ciudad cuando era todavía adolescente y me marchaba
convertido en un hombre taciturno y serio. Allí asimilé, en general, los fundamentos para una
concepción ideológica y, en particular, un método de análisis político; posteriormente, jamás me
abandonaron esos conocimientos, no haciendo después otra cosa más que completarlos. Por esto me
he ocupado aquí más detalladamente de aquella época que me proporcionó el primer material de
estudio, precisamente en aquellos problemas que son básicos dentro de nuestro partido, el cual
surgiendo de los más modestos principios, tiene ya hoy(I) apenas transcurridos cinco años, las
características de un gran movimiento popular. No sé cuál sería ahora mi modo de pensar respecto
al judaísmo, la social-democracia –mejor dicho, todo el marxismo- el problema social, etc., si ya en
mi juventud, debido a los golpes del destino y gracias a mi propio esfuerzo, no hubiese alcanzado a
cimentar una sólida base ideológica personal.
(I) Hitler escribió su obra en 1924.
CAPÍTULO CUARTO
Munich
En la primavera de 1912 me trasladé definitivamente a Munich.
¡Una ciudad alemana! ¡Qué diferencia de Viena! Me descomponía la sola idea de pensar lo
que era aquella Babilonia de razas. En Munich el modo de hablar era muy parecido al mío y me
recordaba la época de mi juventud, especialmente al conversar con gentes de la Baja Baviera.
Había, pues, mil cosas que me eran o que se me hicieron queridas y apreciadas. Pero lo que más me
subyugó fue el maravilloso enlace de fuerza nativa con el fino ambiente artístico de la ciudad, es
decir, eso que se puede observar en la perspectiva única que se ofrece desde la Hofbräuhaus al
Odeón y desde la pradera de la Oktoberfest a la Pinacoteca, etc. Y si hoy tengo predilección por
Munich como en ningún otro lugar en el mundo, es sin duda porque esa ciudad está
indisolublemente ligada a la evolución de mi propia vida.
Aparte de la práctica de mi trabajo cotidiano, en Munich volvió a interesarme, sobre
todo, el estudio de los sucesos políticos de actualidad y, particularmente, aquéllos relacionados con
la política externa. Estos últimos considerados a través de la política aliancista alemana con Austria
e Italia, que ya desde mi permanencia en Viena era conceptuada por mi como un total error.
En Austria, los únicos partidarios de la idea de la alianza eran los Habsburgo y los austroalemanes.
Los Habsburgo, por frío cálculo y necesidad, y los alemanes de allá por buena fe y por
ingenuidad política; por buena fe, porque creían que con la Triple Alianza se le prestaría al Reich
Alemán en sí un gran servicio, contribuyendo a garantizar su seguridad y su potencia; por
ingenuidad política, porque no solamente su esperanza era irrealizable, sino porque, por el
contrario, cooperaba más bien con ello a encadenar al Reich a un Estado ya cadavérico, que más
tarde debía arrastrar al abismo a ambos países. Y era ingenuidad, ante todo, porque los austroalemanes,
en virtud de aquella alianza, fueron cayendo cada vez más en el proceso de la
desgermanización.
Si en Alemania se hubiese estudiado con mayor claridad la historia y la psicología de los
pueblos, seguramente nunca se hubiera podido creer que un día llegasen a formar un frente común
el Quirinal y la Corte de los Habsburgo. Italia se hubiese convertido en un volcán antes que un
gobierno suyo se atreviera a movilizar –salvo que fuese como adversario- ni un solo italiano a favor
del tan fanáticamente odiado Estado de los Habsburgo. Más de una vez fui en Viena mismo testigo
del apasionado desprecio y del odio profundo con que el italiano se hallaba “ligado” al Estado
Austríaco. Demasiado grande para olvidarlo –aunque se hubiese querido- era el pecado que la casa
de los Habsburgo cometió en el curso de los siglos, atentando contra la libertad y la independencia
italianas. La voluntad de olvidar aquello no existía ni en el ánimo del pueblo ni en el del Gobierno.
Por eso para Italia existían sólo dos posibilidades de convivencia con Austria; o la alianza o la
guerra. Eligiendo lo primero, podía Italia prepararse tranquilamente para lo segundo.
La política aliancista de Alemania resaltó como absurda y peligrosa sobre todo desde el
momento en que las relaciones entre Rusia y Austria se aproximaban más y más a la posibilidad de
un conflicto bélico.
¿Cuál fue por último la razón para concertar una alianza con Austria? Ciertamente no fue
otra que la de velar por el futuro del Imperio alemán en condiciones distintas a lo que habría sido
estando éste solo. Mas, ese futuro del Reich no podría ser otro que el mantenimiento de la
posibilidad de subsistencia del pueblo alemán.
El problema, por lo tanto, se reducía a lo siguiente: ¿Cómo acondicionar la vida de la nación
alemana hacia un futuro factible y cómo darle a ese proceso los fundamentos indispensables y la
necesaria seguridad dentro del marco de las relaciones generales del poderío europeo?
Analizadas con claridad las condiciones inherentes a la actividad de la política externa
alemana, se debía llegar a esta conclusión: Alemania cuanta anualmente con un aumento de
población que asciende, más o menos, a 900.000 almas, de manera que la dificultad de abastecer la
subsistencia de este ejército de nuevos súbditos tiene que ser año tras año mayor, para acabar un día
catastróficamente si es que no se sabe encontrar los medios de prevenir a tiempo el peligro del
hambre.
Cuatro era los caminos a elegir para contrarrestar un desarrollo de tan funestas
consecuencias:
1º Siguiendo el ejemplo de Francia, se podía restringir artificialmente la natalidad y de este
modo evitar una superpoblación.
La naturaleza misma suele también oponerse al aumento de población en determinados
países o en ciertas razas, y esto en épocas de hambre o por condiciones climáticas desfavorables, así
como tratándose de la escasa fertilidad del suelo. Por cierto que la naturaleza obra sabiamente y sin
contemplaciones; no anula propiamente la capacidad de procreación, pero sí se opone a la
conservación de la prole al someter a ésta a rigurosas pruebas y privaciones tan arduas, que todo el
que no es fuerte y sano, vuelve al seno de lo desconocido. El que sobrevive a pesar de los rigores de
la lucha por la existencia, es entonces mil veces experimentado, fuerte y apto para seguir generando,
de tal suerte que el proceso de la selección puede empezar de nuevo. La disminución del número
implica así la vigorización del individuo y con ello, finalmente, la consolidación de la raza.
Otra cosa es que el hombre por sí mismo se empeñe en restringir su descendencia y haga
que, en lugar de la lucha por la vida –que solo deja en pie al más fuerte y al más sano- surja, en
lógica consecuencia, el prurito de “salvar” a todo trance también al débil y hasta el enfermo,
cimentando el germen de una progenie que irá degenerando progresivamente, mientras persista ese
escarnio de la naturaleza y sus leyes.
Eso quiere decir que quien cree asegurar la existencia al pueblo alemán, por medio de una
limitación voluntaria de la natalidad, le roba a éste automáticamente el porvenir.
2º Un segundo camino era aquél que aún hoy oímos proponer y ensalzar con demasiada
frecuencia: la colonización interior. Se trata aquí de una idea bien intencionada de muchos, pero al
propio tiempo mal interpretada por los más y capaz de ocasionar el mayor de los daños imaginables.
Indudablemente, la productividad de un determinado suelo es susceptible de ser acrecentada
hasta un cierto límite, pero no más que hasta un cierto límite y de ningún modo indefinidamente.
Resultaría entonces, que durante un tiempo más o menos largo se podría compensar el aumento de
la población alemana mediante una intensificación del cultivo agrícola y de la consiguiente mejora
del rendimiento de nuestro suelo; mas, frente a esa posibilidad está el hecho de que generalmente
las necesidades de la vida aumentan con más celeridad que la población misma. Las exigencia del
hombre en lo que respecta a alimentación e indumentaria son mayores de año en año y no es posible
establecer ya un paralelo con lo que fueron, por ejemplo, las necesidades de nuestros antepasados
hace cien años. Es, pues, erróneo considerar que todo aumento de la producción supone un
crecimiento de población.
La naturaleza no conoce fronteras políticas, sitúa nuevos seres sobre el globo terrestre y
contempla el libre juego de las fuerzas que obran sobre ellos. Al que entonces se sobrepone por su
empuje y carácter, le concede el supremo derecho a la existencia.
Un pueblo que se reduce al plan de colonización “interior”, mientras otras razas abarcan
extensiones territoriales cada vez más dilatadas sobre el globo, veráse obligado a recurrir a la
voluntaria restricción de su natalidad, precisamente en una época en que los demás pueblos sigan
multiplicándose permanentemente. Como sensiblemente por lo general, las naciones más
capacitadas o mejor dicho las únicas que representan razas de valía cultural y que son conductoras
de todo el progreso humano, renuncian, en su alucinación pacifista, a la adquisición de nuevos
territorios, bastándoles con su “colonización interna”, en tanto que otras naciones de nivel inferior
saben asegurarse potestad sobre enormes dominios coloniales, tendría que llegarse a la lógica
conclusión de que el mundo será un día dominado por aquella parte de la humanidad culturalmente
rezagada, pero que es capaz de una mayor fuerza de acción.
Jamás podrá insistirse lo bastante en aquello de que toda colonización interna alemana
está en primer término destinada sólo a corregir anomalías sociales y a evitar que el suelo sea
objeto de la especulación general.
Con lo anteriormente anotado, quedarían todavía por mencionarse dos medios conducentes a
garantizar pan y trabajo para la población alemana en continuo aumento.
3º Podrían adquirirse nuevos territorios para ubicar allí anualmente el superávit de millones de
habitantes y de este modo mantener la nación sobre la base de la propia subsistencia.
4º O bien decidirse a hacer que nuestra industria y nuestro comercio produzcan para el
consumo extranjero, dando la posibilidad de vivir a costa de los beneficios resultantes.
No quedaba, pues, por elegir más que entre la política territorial o la colonial y comercial.
Estas dos posibilidades fueron consideradas, estudiadas, preconizadas y también
combatidas desde muy diversos puntos de vista hasta que finalmente se optó por la última de ellas.
Ciertamente que la más conveniente de ambas hubiera sido la primera.
La adquisición de nuevos territorios colonizables, para el excedente de nuestra población,
ofrece infinidad de ventajas, ante todo sí se tiene en cuenta el porvenir y no el presente.
Indudablemente una tal política territorial por parte de Alemania no puede llenar su
cometido, en el Camerún, por ejemplo, pero si es posible, y hoy día casi exclusivamente, en Europa.
Muchos Estados europeos semejan en la actualidad una pirámide invertida. Su superficie
territorial en Europa es de proporciones sencillamente ridículas en relación a sus dominios
coloniales, su comercio exterior, etc. Bien se puede decir: el vértice en Europa y la base en el
mundo entero, contrariamente a lo que ocurre con los Estados Unidos de Norte América, cuya base
radica en su propio continente no tocando el resto del mundo, sino por su vértice. De allí emana la
enorme potencialidad de esta nación y, tratándose de Europa, la escasa vitalidad de muchos países
europeos con inmensos dominios coloniales.
El caso de Inglaterra mismo no prueba lo contrario, pues al considerar el Imperio Británico,
se suele muy fácilmente dejar de asociar la existencia del mundo anglosajón. Desde luego, la
situación de Inglaterra, por el solo hecho de su comunidad de cultura y lengua con los Estados
Unidos de Norte América, no es susceptible de compararse con la de ningún otro país europeo.
En consecuencia, al única posibilidad hacia la realización de una sana política territorial
reside para Alemania en la adquisición de nuevas tierras en el continente mismo. Las colonias no
responden a ese propósito si es que no se prestan para ser pobladas en gran escala por elementos
europeos. En el siglo XIX ya no era posible adquirir por medios pacíficos zonas apropiadas a la
colonización. Una política colonial semejante habría sido, pues, sólo factible si se empeñaba una
tenaz lucha, que en realidad habría resultado más provechosa aplicada a adquirir territorios en el
propio continente y no en los países de ultramar.
Y si esa adquisición quería hacerse en Europa, no podía ser en resumen sinó a costa de
Rusia.
Por cierto que para una política de esa tendencia, había en Europa un solo aliado posible:
Inglaterra.
Únicamente contando con el apoyo de este país, hubiese podido darse comienzo a la nueva
cruzada del germanismo. El derecho, a invocarse en este caso, no habría sido menos justificado que
el de nuestros antepasados.
Para ganar la aquiescencia inglesa ningún sacrificio pudo haber sido demasiado grande. La
cuestión hubiera sido renunciar a posesiones coloniales y a la aspiración del poderío marítimo,
ahorrándole así la lucha de competencia a la industria británica.
Solamente una orientación fija y clara era capaz de conducir a ese resultado. Renunciar al
comercio mundial y a las colonias; renunciar a mantener una marina alemana de guerra y concentrar
en cambio toda la potencialidad militar del Estado en el ejército. Naturalmente que la consecuencia
inmediata podría haber sido una momentánea limitación, pero se hubiera tenido la garantía de un
porvenir grande y poderoso.
Hubo un momento en que Inglaterra habría estado dispuesta a tratar la cuestión, puesto que
comprendía perfectamente que Alemania, en vista del creciente aumento de su población, se vería
obligada a buscar una solución para su problema y encontrarla, ya sea con Inglaterra en Europa o
sin Inglaterra en el mundo.
Fue seguramente bajo esta impresión que a fines del siglo pasado se intentó desde Londres
un acercamiento hacia Alemania. Por primera vez púsose entonces de manifiesto eso que en los
últimos años hemos podido observar en Alemania en forma realmente alarmante: Se sentía
desagrado a la sola idea de que tendrían que sacar para Inglaterra las “castañas del fuego”, como si
alguna vez se hubiese dado el caso de una alianza sobre una base que no fuese la de la recíproca
conveniencia. Y con Inglaterra no era difícil llegar a una negociación semejante. La diplomacia
inglesa fue siempre lo suficientemente inteligente para no ignorar que toda concesión supone
reciprocidad.
Imagínese por un momento la enorme trascendencia que para Alemania habría tenido el que
una hábil política exterior alemana hubiese adoptado el “rol” que el Japón se adjudicó en 1904.
Jamás se hubiera producido una “conflagración mundial”.
Pero sensiblemente no se optó por seguir ese camino.
En pie quedaba ya únicamente la cuarta posibilidad enunciada: industria y comercio mundial
– poderío marítimo y dominio colonial.
Si una política territorial europea era sólo factible contra Rusia, teniendo a Inglaterra como
aliada, inversamente, una política colonial de expansión y de comercio mundial, era únicamente
concebible en contra de Inglaterra, con el apoyo de Rusia. Mas, en tal caso debíanse asumir las
consecuencias sin contemplación alguna y, ante todo, desentenderse cuanto antes de Austria.
Considerada desde todo punto de vista, fue para Alemania, ya a fines del siglo pasado, una
incalificable locura la alianza con Austria.
Pero no se había pensado en ningún momento aliarse con Rusia en contra de Inglaterra, ni
mucho menos con Inglaterra en contra de Rusia, pues, ambos casos hubieran significado a la postre,
la guerra. Y precisamente para evitarla, se resolvió optar por la política del comercio y de la
industria. En el propósito de la “conquista pacífico-económica” del mundo, se creyó tener la receta
para acabar de una vez para siempre con la política de violencia empleada hasta entonces. Es
probable que algunas veces no se estuviera tan seguro del camino elegido, especialmente cuando de
tiempo en tiempo llegaban desde Inglaterra amenazas inexplicables. A esto se debió que Alemania
se decidiera a construir una flota de guerra, no destinada a agredir ni destruir el poderío británico,
sino simplemente a “defender” la mencionada “paz universal” y la conquista “pacífica” del mundo.
De ahí que esa flota fuese creada bajo una escala en todo sentido más modesta que la de Inglaterra,
no sólo en el número de unidades, sino también en lo concerniente al desplazamiento de éstas y su
armamento, dejando entrever también aquí la intención realmente “pacífica” que se abrigaba.
El tema de la “conquista pacífico-económica” del mundo fue indudablemente el mayor de
los absurdos entronizados como principio directriz de la política del Estado. Semejante
contrasentido se hizo aún más notable por la circunstancia de no haberse vacilado en tomar a
Inglaterra como referencia para la posibilidad de llevar a cabo una tal conquista. El daño con que,
por su parte, contribuyeron a ocasionarnos nuestra concepción tan académica de la Historia y la
rutinaria enseñanza de la misma, jamás podrá ser reparado y constituye la prueba incontestable, de
que infinidad de gentes “aprenden” historia sin entenderla ni mucho menos poderla interpretar.
Debió verse en la política de Inglaterra la refutación evidente de aquella teoría; pues ningún otro
país supo preparar mejor ni más brutalmente que Inglaterra sus conquistas económicas valiéndose
de la espada, para después defenderlas resueltamente. ¿No es acaso típica característica del arte de
gobierno británico sacar de su poder político beneficios económicos y viceversa: transformar sin
demora toda nueva conquista económica en poderío político? Y qué error es el suponer que
Inglaterra misma fuese quizá demasiado cobarde para arriesgar la propia sangre a favor de su
política económica. El que la nación inglesa careciese de un ejército constituido por el pueblo, no
probó en modo alguno lo contrario; porque en esto no depende la situación de la forma que tenga la
institución armada en sí, sino más bien ante todo, de la decisión y voluntad con que es puesta en
acción en el momento dado. Inglaterra contó en todo tiempo con el abastecimiento bélico
indispensable a sus necesidades y luchó siempre con aquellas armas que el éxito exigía. Se sirvió de
mercenarios, mientras los mercenarios bastaron y apeló también resueltamente al concurso de la
sangre de los mejores elementos de la nación cuando ya no quedaba otro medio que ese sacrificio
para asegurar la victoria. Pero siempre quedó invariable su decisión para la lucha, junto a la
tenacidad y la inflexible conducción de la misma.
Recuerdo claramente el gran asombro que se reflejó en las fisonomías de mis camaradas,
cuando en Flandes nos vimos por primera vez, cara a cara, con los “tommíes”. Después de los
primeros combates cada uno de nosotros pudo convencerse de que aquellos escoceses nada tenían
de común con aquellos otros que se tenía a bien caracterizar en nuestras hojas humorísticas y en las
informaciones de prensa.
*
* *
Bastaba considerar la insensatez de esta política de conquista “pacífico-económica” del
mundo para percatarse, igualmente a todas luces, del absurdo que entrañaba la Triple Alianza.
El valor de la Triple Alianza era ya psicológicamente insignificante, porque la consistencia
de una alianza tiende a disminuir en la misma proporción en que ella se concreta al sólo
mantenimiento de un estado de cosas existente; mientras que en el caso inverso, una alianza será
tanto más fuerte cuanto mayor sea la expectativa de las partes contrayentes por lograr finalidades
tangibles y de carácter expansivo, gracias a esa alianza. Aquí, como en todo, la pujanza no radica en
la acción defensiva sino en el ataque.
Para Alemania fue una suerte que la guerra de 1914 viniera indirectamente por el lado de
Austria, de manera que los Habsburgo se vieron así compelidos a tomar parte en ella; si hubiese
ocurrido lo contrario, Alemania se habría quedado sola.
Muy pocos en aquella época pudieron darse cuenta de la magnitud de los peligros y las
dificultades que trajo consigo la alianza con la monarquía del Danubio.
En primer término, Austria tenía demasiados enemigos, ansiosos de heredar los despojos de
aquel decrépito Estado y no era de extrañar que en el transcurso del tiempo hubiera nacido un cierto
odio contra Alemania, considerando a ésta como el obstáculo para la tan esperada y anhelada ruina
de la monarquía austríaca. Se había llegado a la conclusión de que sólo se podía llegar a Viena
pasando por Berlín.
En segundo término, Alemania perdió, gracias a esta política suya, las mejores y más
auspiciosas posibilidades de pactar otras alianzas. En efecto, en lugar de éstas, se produjo una
situación de creciente tensión con Rusia y hasta con Italia misma; sin embargo, en Roma la opinión
general se mostraba favorable a Alemania, en tanto que en el corazón del último italiano fermentaba
– y muchas veces llegaba a desbordarse – un sentimiento hostil hacia Austria.
Por último, en tercer lugar, esta alianza debía entrañar en el fondo un grave peligro para
Alemania, si se tiene en cuenta la circunstancia de que cualquier potencia europea realmente
adversa al Reich de Bismark, podía en todo tiempo lograr con facilidad la movilización de una serie
de Estados contra Alemania, ofreciéndoles a éstos ventajas materiales a costa de los aliados de
Austria. Contra la monarquía del Danubio estaban predispuestos todos los países de la Europa
Oriental, pero Italia y Rusia en grado superlativo.
Ya en los contados pequeños círculos que frecuentaba yo en Munich, no oculté jamás mi
convicción de que esa infeliz alianza con un Estado destinado fatalmente a la ruina, iba a conducir
también al desastre catastrófico de Alemania, si es que ésta no sabía desligarse a tiempo de aquélla.
Tampoco dudé ni un momento de aquella mi firme persuasión cuando el estallido de la guerra
mundial pareció haber anulado toda reflexión y cuando el delirio del entusiasmo cívico absorbía
hasta a aquellos estratos oficiales para los cuales no debió existir otra cosa que un frío cálculo de la
realidad. Aún hallándome en la línea de fuego, sostuve siempre mi opinión, siempre que se trataba
del problema, de que la alianza austro-alemana debía ser disuelta (y cuanto antes lo fuera, tanto
mejor para Alemania) y también que como tributo a ello, la monarquía de los Habsburgo no
significaría ningún sacrificio comparado con la posibilidad de obtener de ese modo una disminución
en el número de los adversarios de la nación alemana; pues no había sido para defender una dinastía
corrupta, sino para salvar a la nación alemana, para lo que millones de hombres llevaban el casco de
acero.
En varias ocasiones, antes de la guerra, se tuvo la impresión de que, por lo menos en uno de
los sectores políticos de Alemania, cundía cierta duda sobre la conveniencia de la política aliancista
seguida por el Gobierno. De cuando en cuando los círculos conservadores alemanes dejaban oír su
voz de prevención contra el exceso de confianza existente, pero esto, como todo lo razonable, debió
caer en el vacío.
*
* *
Con la marcha triunfal de la técnica y de la industria alemanas y por otra parte con el
creciente desarrollo del comercio, fue desapareciendo cada vez más la noción de que todo esto sólo
era posible bajo la égida de un Estado poderoso. Por el contrario, hasta se había llegado en muchos
círculos a sostener la convicción de que el Estado mismo debía su existencia a esas manifestaciones
y que representaba, en primer término una institución económica regida de acuerdo a principios
económicos y, por lo tanto, dependiente también en su conjunto de la economía; en total, un estado
de cosas que se ponderaba como el mejor y el más natural del mundo.
El Estado nada tiene que ver con un criterio económico determinado o con un proceso de
desarrollo económico. Tampoco constituye una reunión de gestores financieros económicos en un
campo de actividad con límites definidos que tiende a la realización de cometidos económicos, sino
que es la organización de una comunidad de seres moral y físicamente homogéneos, con el objeto
de mejorar las condiciones de conservación de su raza y así cumplir la misión que a esta le tiene
señalada la Providencia. Esto y no otra cosa significan la finalidad y la razón de ser de un Estado.
El Estado judío no estuvo jamás circunscrito a fronteras materiales; sus límites abarcan el
universo, pero conciernen a una sola raza. Por eso el pueblo judío formó siempre un Estado dentro
de otro Estado. Constituye uno de los artificios más ingeniosos de cuantos se han urdido, hacer
aparecer a ese Estado como una “religión” y asegurarle de este modo la tolerancia que el elemento
ario está en todo momento dispuesto a conceder a un dogma religioso. En realidad la religión de
Moisés no es más que una doctrina de la conservación de la raza judía. De haí que ella englobe casi
todas las ramas del saber humano convenientes a su objetivo, sean éstas de orden sociológico,
político o económico.
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Toda vez que el poder político de Alemania experimentaba un cambio ascendente, la
situación económica mejoraba también; pero cuando la actividad económica se convertía en el
objetivo exclusivo de la vida nacional, ahogando virtudes idealistas, el Estado sufría un
derrumbamiento, para arrastrar luego consigo a la economía.
Si uno se preguntase, cuáles son en realidad las fuerzas que crean o que, por lo menos,
sostienen un Estado, podríase, resumiendo, formular el siguiente concepto: Espíritu y voluntad de
sacrificio del individuo en pro de la colectividad. Que estas virtudes nada tienen de común con la
economía, fluye de la sencilla consideración de que el hombre jamás va hasta el sacrificio por esta
última, es decir, que no se muere por negocios, pero sí por ideales.
La persuasión dominante en la época de la anteguerra, de que al pueblo alemán podía serle
factible acaparar el mercado mundial o llegar hasta conquistar el mundo, por medios pacíficos, fue
un signo clásico de haber desaparecido las virtudes realmente conformadoras y sostenedoras del
Estado, así como también los resultantes de esas virtudes: discernimiento, fuerza de voluntad y
espíritu de acción. El corolario de tal estado de cosas debió ser la guerra mundial y sus
consecuencias.
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Meditando infinidad de veces sobre todos estos problemas que se me revelaron a través de
mi modo de pensar con respecto a la política aliancista alemana y a la política económica del Reich
en los años de 1912 a 1914, puede darme cuenta cada vez más claramente de que la clave de todo
estaba en aquel poder que, ya antes, conociera en Viena, pero desde puntos de partida muy
diferentes al actual: la doctrina y la ideología marxistas, así como la influencia de su acción
organizada.
Por segunda vez en mi vida debí engolfarme en el estudio de esta doctrina demoledora pero
con la circunstancia de que esta vez dediqué mi atención al propósito de dominar ese flagelo
mundial. Estudié el sentido, la acción y el éxito de las leyes de emergencia de Bismarck, del mismo
modo que sometí de nuevo a un riguroso examen la relación existente entre el marxismo y el
judaísmo.
En diversos círculos, que en parte sostienen hoy lealmente la causa nacionalsocialista,
empecé, en los años de 1913 y 1914, a poner de manifiesto la convicción que me animaba de que el
problema capital para el porvenir de Alemania, residía en la destrucción del marxismoLa
desgraciada política alemana de alianzas se me reveló como una de las muchas
consecuencias derivadas de la obra disociadora de esta doctrina. Lo espeluznante era precisamente
el hecho de que el veneno marxista estaba minando casi insensiblemente la totalidad de los
principios básicos propios de una sana concepción del Estado y de la economía nacional, sin que los
afectados mismos se percatasen en lo más mínimo del grado extremo en que su proceder era ya un
reflejo de esa ideología que solía impugnarse enérgicamente. También algunas veces se ensayó un
tratamiento contra la endemia reinante, pero casi siempre confundiendo los síntomas con la causa
misma, y como esta última no se conocía o no se quería conocer, la lucha contra el marxismo
obraba cual la terapéutica en un charlatan.
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