Pendiente de no despistarme de la hora, enciendo el ordenador. En el escritorio, pincho en el icono de la estrella, donde guardo mis proyectos más preciados. Domingo por la mañana, el momento perfecto para dedicar unas horas a concentrarme en la escritura, a ver si algún día termino por fin esta novela iniciada hace años. ¿Qué ruido es ese? ¡No puede ser! Ya está el niño del cuarto izquierda ensayando para su examen de flauta en el instituto. Estrellita del lugar. ¡Cómo he odiado siempre esa canción! Y ahora se une también el perro, con un coro de ladridos.
Frustrado, cierro el portátil con un golpe. Se acabó la sesión de escritura, una vez más. A otra cosa. Miro por la ventana y veo a una vecina del edificio de enfrente, colgando ropa en el tendedero del balcón. Es la mujer del de la ferretería del barrio, la del tatuaje del ancla en el hombro, como un marinero. Siempre me ha resultado gracioso. Se me ocurre darme una ducha, a ver si me despeja el mal humor, un rato bajo una cascada de agua caliente. Descarto la idea y decido que mejor daré un paseo. Voy a mi habitación y saco del armario la sudadera azul, la que me regaló ella, hace años. Muchas veces he tenido la tentación de tirarla a la basura, de prenderle fuego, incluso. Pero cuando me la pongo, me parece que aún puedo apreciar su olor y todo el resentimiento se desvanece misteriosamente. Todavía tengo la sensación de que algo de ella quedó en esta casa cuando se fue, no sé si su espíritu o solo su recuerdo, pero desde entonces cada día habría sido una auténtica tortura si no fuera por esta presencia inexplicable.
Salgo a la calle y me dirijo al centro, con el portátil dentro del maletín colgado de mi hombro. Ha estado nublado, pero ahora despeja, azul perfección, y brilla el sol. Se ve el arcoíris y me pregunto qué será capaz de mostrar más colores diferentes, si este o la aurora boreal que pueden ver mucho más al norte, allí donde el hielo es el asfalto por el que todos los días circulan coches y peatones. Algún día tendría que ir allí, averiguar cómo es posible que no haya decenas de muertes a diario si, el día que decidí probar a patinar en el lago helado del bosque, en aquel viaje al norte de Alemania, por poco tengo que ir al hospital por culpa de una simple caída. Tal vez hasta pudiera encontrar algo de inspiración para mi novela.
Pero, por ahora, tengo que conformarme con lo que tengo aquí. Aunque me duela como un puñal clavado en el corazón, cruzo la puerta de esa cafetería del centro. Una mirada me basta para comprobar que es Adrián el que está en la barra. Perfecto. Los días que le toca turno a Lorena, me resulta imposible concentrarme. Juro que nunca he conocido a una persona que hable tanto y tan rápido como esa chica. Le da igual el tema, quién le esté escuchando. Parece como si hablar fuera una necesidad vital más para ella, como la de respirar, dormir o ir al baño. Estoy seguro de que es buena chica, pero simplemente no puedo con ella.
Aprovechando que mi sitio de siempre está libre, en la esquina junto a la ventana, me dirijo hacia allí y tomo asiento. Abro el portátil sobre la mesa cuadrada para dos y entro de nuevo en la carpeta. Enciendo los auriculares y activo la reproducción aleatoria en el móvil. La primera en la frente. Esa canción. You´re beautiful, creo que es el título. La banda sonora de nuestra primera cita. No me apetece comprobar el título en la pantalla y encontrarme con esa colección de objetos personales a los pies del cantante, incluyendo unas zapatillas llenas de barro como las que descubrió al pie de mi litera en aquel hostal de Edimburgo y que llamaron su atención. Sin hacer ruido ni pronunciar palabra alguna, Adrián se acerca y deja un cortado sobre la mesa, con una de esas galletas bañadas en chocolate que tanto me gustan. A detalles como ese es a los que me refería.
Pero ya es tarde. La letra que martillea mis oídos ha logrado desconcentrarme de nuevo, así que decido observar la calle a través del cristal del ventanal, mientras doy sorbos al café. Por la acera al otro lado, bajo un cielo de otoño despejado y caluroso, pasea una señora envuelta en un abrigo de piel más caro de lo que logro ganar cada mes con lo que escribo. Lleva una correa en la mano y, en el otro extremo, un diminuto Yorkshire Terrier de pelo plateado pasea con altanería, dando pequeños saltitos a cada paso, como si temiera mancharse las patas si permanece demasiado tiempo en contacto con la acera que pisan esos sucios humanos. En su cabeza, un mechón de pelo se mantiene erguido, aflorando por encima de un desproporcionado lazo rosa. Seguro que hasta ese perro pasa en la peluquería más tiempo que yo.
—¿Mal día para escribir? —me pregunta Adrián, en tono bajo.
—¿Cómo? —No llega a sobresaltarme, pero sí me pilla desprevenido—. Sí, parece que hoy tampoco es el día.
—A ver si esto te ayuda. —Extiende sobre la mesa un plato con un pedazo generoso de bizcocho, con cobertura de coco rallado—. Es una receta nueva. Ya me dirás si te gusta.
Y, sin más, se aleja, de vuelta a la barra. Adrián siempre sabe cuándo acercarse y hablarme, sin interrumpir. Creo que es la única persona a la que le he contado por qué me cuesta tanto venir a este local, a pesar de no poder evitarlo, pues también aquí es el único lugar aparte de mi escritorio donde logro encontrar inspiración. Un día le confesé que, en ocasiones, en los haces de luz que atraviesan el ventanal, me parece verla otra vez, sentada en esa misma silla, ahora siempre vacía. Como aquella tarde, después del último día realmente bueno de escritura que recuerdo. «Lo siento, Fer, pero creo que esto no va a ningún sitio. Quiero que sepas que no es por tu culpa, que no hay nadie más y que esto me parte el alma a mí también, pero siento que necesito poner punto y final a lo nuestro.»
Punto y final. Qué irónico. Eso es precisamente lo que busco ahora, poner punto y final a mi gran obra. Y sé que no es culpa de ella que no logre hacerlo, pero no puedo evitar pensar que su marcha es la principal causa. A su lado, ríos de tinta corrían por la pantalla del ordenador, el martillar de mis dedos en el teclado era una constante, las páginas impresas se acumulaban por cientos. Y ahora… Diez páginas, eso es todo lo que he escrito en los últimos años.
—Hola, Fer. Cuánto tiempo.
Tardo unos instantes en levantar la vista, los mismos que tarda mi mente en procesar la información. Esa voz, la he oído antes. ¿Había sido en un sueño? ¿O será este momento en realidad el sueño? Inconscientemente, parpadeo al verla, como si buscara cerciorarme de que no es una jugada más de mi mente.
—¿Astrid?
—Bien, veo que aún recuerdas cómo me llamo —responde ella, sonriente, mientras echa para atrás la silla, su silla, y toma asiento—. No te importa que te acompañe un rato, ¿verdad?
¿Me importa? No lo sé, en realidad. No logro estar seguro.
—Astrid, ¿qué haces aquí? Te hacía en la capital.
Sigue como siempre. Los años que no han pasado por ella me han aplastado a mí por duplicado. Esos rasgos afilados pero amables, el cabello castaño recogido en una jovial coleta alta, el vestido de flores que seguramente ni recordará que yo le regalé en nuestro primer aniversario. Con un gesto carente de importancia, desliza el cuaderno que porta en su mano sobre la mesa. Y es entonces cuando soy consciente de ese olor, el que nunca ha llegado a abandonarme por completo. Sigue usando el mismo perfume.
—Y sigo viviendo allí, con mi marido, Elías. Lo conoces, ¿verdad? —Otra puñalada en el centro de mi ser. Lo conozco, lo había odiado, con todas mis fuerzas. Palizas en el instituto, novias robadas. Supongo que toca olvidar y perdonar, tragarme rencores, por el bien de Astrid.
—Sí, claro. ¿Qué tal le va?
—Pues bastante bien, la verdad. Cualquiera lo habría dicho con lo mal estudiante que era en el instituto, ¿te acuerdas? Y gamberro, era muy gamberro.
—La gente cambia, supongo. Todos cambiamos, en realidad.
—Sí, desde luego. Y doy gracias por eso. Ahora es un hombre maravilloso. Tal vez un día podamos quedar los tres, una especie de reencuentro.
—Lo estoy deseando.
«¡Antes muerto!»
—El caso, que me desvío —retoma ella la conversación—. He venido a visitar a mi madre, que ha pasado una temporada un poco complicada con sus problemas, ya sabes, por lo de la neumonía que sufrió hace un par de años y de la que no se recuperó del todo. Me hubiera gustado estar aquí con ella entonces, pero el trabajo me tiene atada de pies y manos.
Me acuerdo. Había acudido al menos una vez por semana, con flores y bombones, al hospital. Lorena, la madre de Astrid, siempre había sido muy amable conmigo. Antes, durante y después de mi noviazgo con su hija. La considero casi una segunda madre.
—Todos en el pueblo nos asustamos cuando supimos que estaba en el hospital —confieso, conteniendo la emoción que me provoca recordar aquellos duros días —. Me alegra que al final se vaya recuperando, aunque sea poco a poco.
—Gracias, Fer. Sé que ella siempre te ha tenido mucho cariño.
—Es demasiado buena persona —afirmo, con sinceridad—. Si me conociera de verdad, probablemente no habría dejado ni que me acercara a ti.
—No seas tonto. —Esa risa, contenida pero procedente de las entrañas, produce en mí un embrujo irresistible. De pronto, tengo la sensación de que nunca se ha ido, de que siempre ha estado a mi lado y de que nada ha cambiado. Pero debo resistir, no mostrar mi debilidad, para no hacerle daño, aunque en el intento sea yo el que se hunda—. Por cierto, ¿qué tal te fue con la novela esa en la que trabajabas? Recuerdo que te faltaba poco para terminarla. Esa que iba de un pueblo abandonado, una niebla tóxica y algo parecido a unos zombies.
¿Cuántos ataques más podrá resistir mi autoestima? Imposible saberlo, pero no puedo abandonar ahora la trinchera. Debo escarbar en busca de la fortaleza necesaria.
—Pues sigo con ella, y comienzo a pensar que me ha ganado la partida pero yo todavía no me he enterado.
—Tú no te rindas, que seguro que pronto te veo firmando libros y saliendo en los periódicos. Pero hasta entonces, aprovechando que estoy por el pueblo, ¿qué te parece si quedamos algún día y nos ponemos al día en detalle? La última vez me marché de malas formas, dejando cosas pendientes, y me gustaría que pudiéramos cerrar viejas heridas. ¿Te parece?
Odio desconfiar de Astrid, pero puedo oler la trampa desde kilómetros. Ella no tiene ninguna herida que cerrar, hace tiempo que en el fondo me ha olvidado. Pero seguro que para ella resultará divertido regodearse en mi sufrimiento de los últimos años, aunque lo haga sin malicia: disfrutar con mi relato como lo haría con un drama de sobremesa.
—Por supuesto. ¿Tienes todavía mi número?
—Creo que sí —aventura, comenzando a rebuscar en su bolso de marca—. Dame un segundo, que lo encuentro.
—Deja. —Le ahorro el esfuerzo, cogiendo una servilleta de papel del servilletero y anotándole mi número. Se lo tiendo y ella lo recoge con su mano. La piel de uno de sus dedos, delicados y de una pureza sin igual, entra en contacto con la mía, ruda y maltratada, y una corriente de emoción recorre todo mi cuerpo—. Yo estoy siempre disponible, así que el día que tengas un hueco llámame y quedamos. Imagino que ahora tendrás cosas que hacer: te libero de hacerme compañía mientras espero algo de inspiración.
—Tú persevera, Fer —me sugiere, poniéndose ya en pie y recogiendo la gabardina del respaldo de su silla—. Vales mucho, y lo sabes.
No se me ocurre qué responder a eso, así que asumo la mentira como verdad y sonrío, volviendo a tatuarme en la piel los mismos sentimientos de esa noche en que por primera vez nos separamos para siempre.
La veo abandonar el café, avanzar por la acera que antes ha recorrido el Yorkshire. Se detiene un instante, al otro lado del cristal, y mira hacia el interior. Nuestras miradas se conectan una vez más, echan raíces que ella arranca de cuajo con una sonrisa resplandeciente como la plata recién pulida y con un grácil giro de bailarina, tras el que desaparece de mi campo de visión, alejándose en dirección a su auténtica vida. Porque este encuentro no ha sido más que una función, una pantomima, un espejismo. Lo sé, a ciencia cierta. Desconozco si volveré a verla, lo dudo, pero si sucediera, no tendría para ella más relevancia que un encuentro con un viejo amigo. Ni siquiera con un antiguo amor. ¿Cómo iba a sentirlo así, si cuando dejamos de salir apenas teníamos diecinueve años? No éramos más que unos niños, incapaces de saber lo que significaba el amor.
Pues yo sé más sobre el amor de lo que ella llegará a saber a lo largo de toda su vida. Al menos, sobre la falta de este. Sé lo que es añorar el roce de unos labios únicos como los suyos, sentir que no puedo respirar si me falta su aliento, sentir todavía el tacto de su piel tras ese breve contacto sobre la mesa de la cafetería aun después de haberse marchado ella. Todo esto es algo que ella nunca tendrá la necesidad de sentir, porque ella ya tiene su vida perfecta, desprovista de preocupaciones o anhelos inalcanzables.
Resignado a bregar con una vida que nunca fue mi sueño a alcanzar, dejo un billete sobre la mesa y abandono el local, despidiéndome de Adrián por el camino. Un simple movimiento de cabeza basta, nos entendemos. De vuelta en la calle, dejo que mis pies me guíen. En alguna ocasión, hace tiempo, antes de lo de Astrid, ellos habían sabido llevarme exactamente a donde la mejor de las inspiraciones me esperaba: un banco en el parque, un árbol en medio de una pradera, una roca en concreto en la playa. Sitios corrientes pero que, por algún motivo, me transportaban. Ahora, sin embargo, me basta con que mis pies me guíen hacia delante, sin sobresaltos, conservándome de una pieza.
Mientras mi mente me recrimina no haber escrito ni una sola letra en lo que va de mañana, me descubro paseando por una gran avenida, arteria principal de una ciudad que vive al margen de mis padecimientos. La gente va y viene, sin necesidad de musas o duendes que los inspiren, bastándoles el azote de sus rutinas. Sin embargo, entre todas ellas, hay alguien que despierta mi atención. En una parada de autobús, al otro lado de los seis carriles de tráfico embotellado, al otro lado de los bocinazos y motores rugientes. Al principio no la reconozco, pero no hay duda, es ella. ¿Cómo no va a serlo? Lleva la misma ropa que hace unos instantes, por supuesto, y juraría que todavía luce en su rostro la sonrisa perlada con la que me clavó la última puñalada desde el otro lado del cristal.
Por azar, voluntad divina o necesidad, nuestras miradas se cruzan, entran en contacto, yacen en compañía en una repentina burbuja de intimidad. Y en ese momento, una imagen se apodera de mi mente, sin remedio. Una tarde, hace tiempo. Una puerta que golpea una campanilla suspendida para anunciar mi entrada. «Buenas tardes, buscaba un anillo… una alianza». «Sé exactamente lo que busca». Y ahí estaba, resplandeciente, cautivando mi vista y haciendo volar mi imaginación. Ya me veía en el altar, esperándola, viéndola entrar arrastrando el largo velo. La emoción me embargaba, sentía la necesidad de tomarlo entre mis manos, abandonar sobre el mostrador el dinero que todavía no tenía y salir corriendo a deslizarlo en su dedo perfecto. Pero no podía, no todavía. Aquel anillo dorado, coronado por una perla resplandeciente bajo los focos del mostrador, debía esperar. ¿Unos días, semanas, meses, años? Imposible saber, en aquel momento, que habría de esperar por siempre mi llegada, nunca sucedida.
Entonces, un autobús rompe esa mágica conexión. Ella aparece y desaparece de mi vista, tras una sucesión de ventanillas y carrocería, hasta el último bloque, pilar J o tal vez K, como lo nombrarían en una de esas revistas de automoción que tan ajenas me son. Cuando este pasa, ella ya no está. Se ha esfumado, desaparecido. Miro en todas direcciones, trepando la desesperación por mi interior, hasta que comprendo que es cierto, nada de todo aquello ha ocurrido. Ni la cafetería, ni la ventana, ni la parada de autobús. Mi mente ha estado jugando conmigo, haciéndome sufrir, tal vez con el propósito de localizar los límites de mi cordura, tal vez con el de superarlos y deshacerse por fin de este deshecho humano.
Decido volver a casa, resignado. Otra mañana desaprovechada, en blanco, pero ya estoy acostumbrado. La sensación de vacío hace tiempo que no me es extraña, ya la he interiorizado. Camino lento, sin prisa por volver a una rutina que siento incompleta sin mis dedos atizando el teclado, sin el relajante sonido de las teclas agasajando mis oídos. Debo superar un día más, y otro, a la espera de ese momento en que, por fin, la inspiración se digne volver a llamar a mi puerta. Aunque, si soy sincero, algo en mi interior me dice que tal vez, solo tal vez, algo haya cambiado.
Es apenas tres meses más tarde, asentado ya el invierno, cuando una mañana camino por aquella misma avenida, donde por última vez la vi. Ya no miro hacia la parada, ya no espero encontrarla, ya no lo necesito. Continúo mi rumbo hacia la zona peatonal, el corazón de la ciudad. Los adornos navideños cruzan de fachada a fachada sobre mi cabeza, y al fondo un gigantesco abeto de metal y luces crece desde el centro de la plaza hacia el cielo que amenaza nieve. Hacia allí me dirijo pero, por el camino, me detengo ante un escaparate, una pequeña librería, de las de toda la vida.
Al otro lado del cristal, entre guirnaldas y adornos plateados, los veo. Algunos apilados, otros colocados en pie sobre los primeros, ligeramente abiertos, ofreciendo su mejor cara al solícito peatón de cartera llena. Las letras negras, de sobria caligrafía, sirven de presentación a un mundo que está por descubrir todavía lo que guarda en su interior. Fermín Carrillo Santamaría, Sin rastro de vida.
Satisfecho, retomo mi camino, hacia la plaza. Entre paso y paso de mis pies, ahora liberados de su tarea de rastro de las musas, medito. Por primera vez (y última, aunque esto todavía no puedo saberlo), después de todo ese tiempo, mi mente vuelve a ella. Siento lo ocurrido como otra vida, una ajena, tal vez la de un personaje de esa novela cuyo final comencé a escribir al volver a casa esa misma mañana, tal vez la de uno de esos zombies que vagaban por la niebla del pueblo. Ya da igual, pues ahora comprendo, sé a ciencia cierta que se ha acabado, definitivamente. Desde este día, de ella no quedará más que un lejano eco de su voz, apenas perceptible, perdida entre el ruido de la multitud. Pronunciará palabras que en otro tiempo me hirieron, de eso no albergo duda, pero no me importará. Ahora mi vida sí tiene sentido, por sí misma y no como consecuencia de ella.
Al igual que otro año está a punto de comenzar, una nueva vida empieza también para mí. Las campanas suenan al fondo, cuartos, luego las de verdad. Confeti, champán y besos a mi alrededor. En el centro de la multitud, cierro los ojos y dejo fluir mis sentidos. Un único pensamiento ocupa mi mente, poderoso, convencido: ahora sí.
Gracias por leer!
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