melvelasquez09 𝓜𝓮𝓵 𝓥𝓮𝓵𝓪𝓼𝓺𝓾𝓮𝔃

Gracia y Antonio, dos jóvenes campesinos que habitan entre las montañas colombianas, se enfrentan a los horrores del conflicto armado. Ambos, aferrados a los recuerdos felices, atraviesan por un momento donde la esperanza parece perderse. Pero tras la firma de los acuerdos de paz del 2016, un sueño colectivo llamado paz comienza a hacerse realidad, dejando libre el amor que se mantuvo vivo a pesar de los horrores de la guerra. Esta es su historia.


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Capítulo I - Cuando la montaña tiembla

Marzo del 2005


Entre montañas de intenso verde, bosques nativos que se alzaban más allá de los campos sembrados y vacas lecheras que parecían pequeños puntos de color en movimiento, vivía una feliz niña de cabellos castaños claros y ojos marrones, para quien esas montañas eran su vida entera.


Su nombre era Gracia y nació en “La venta”, una vereda perteneciente al municipio de Urrao, localizado en la subregión suroeste del departamento de Antioquia. Ella era la mayor de seis hijos y por ende la encargada de las labores del hogar junto a su madre, Emilia.


Al ser la mayor cuidaba de sus hermanos menores, tal como si fuese una nana para ellos; de quienes estaba más al pendiente que su madre, Emilia Cañola, quien se encargaba de abastecer de alimento a todos los jornaleros* que trabajaban con su esposo en los cultivos, según la temporada, y preparar tanta comida le tomaba casi todo el tiempo.


Su padre, Oscar Moreno, era un campesino humilde, que trabajaba según la cosecha de temporada, fuese papa, frijol o granadilla y aparte tenía la suerte de tener vacas lecheras, que significaban otra entrada económica para el hogar.

Gracia era feliz, le bastaba con el amor de su familia, se desvivía por sus hermanos y juntos iban a la escuela de la vereda, esperando a futuro darle una vida más acomodada a sus padres.


Pero, a pesar de la felicidad que los rodeaba, vivían en una zona de influencia guerrillera y los combates en las zonas fronterizas con el departamento del Chocó eran boca de todos cada día. Si, la vereda en la que vivían era cercana al casco urbano del pueblo y por eso se sentían seguros, creyendo que, tal vez, ese infierno del que otros hablaban jamás les tocaría; pero en los últimos meses las ráfagas de fusil se habían escuchado como ecos no tan lejanos entre las montañas, angustiando a los habitantes de la vereda.


Una mañana, mientras Gracia volvía de la escuela con sus hermanos y su mamá servía los almuerzos, uno de los jornaleros que tenía familia en el municipio cercano, comenzó a hablar de aquello que a todos mantenía tensos en silencio los últimos días.


—¡Don Oscar! ¿Si escuchó los rumores?


El nombrado sorbió un poco de su café y miró con calma al jornalero, mientras se acomodaba un poco el sombrero sobre su cabellera clara.


—Cuente a ver pues, Lucho ¿De qué rumores estás hablando?


—Uste sabe que tengo una hermana que vive en Vigía del Fuerte ¿Cierto? Pues como le parece que me contó que allá la cosa esta negra, muy negra. Los guerrillos se están metiendo cada vez más a las fincas y ya van varios muertos por balas perdidas.


Los demás jornaleros los escuchaban con atención, mientras Gracia mandaba a sus hermanos puertas adentro, cuidando que no escucharan las conversaciones de los adultos y compartía una mirada de silenciosa preocupación con su madre, quien también escuchaba atenta al jornalero.


—Y eso no es todo, don Oscar; que en las veredas que limitan con el Chocó ya los guerrillos se han llevado gente pal monte y si no se les unen los fusilan. Ojalá no vengan para acá buscando lo mismo, porque yo me hago matar antes de unírmeles a esos.


—Dios no te oiga, Lucho; pensá que vos tenes tres muchachitos bien pequeños y la mayoría de nosotros tiene a los pelaos o muy chiquitos o ya de quinces y ninguno quiere que se los lleven esos desgraciados pal monte.


Entre los jornaleros que escuchaban atentamente, se encontraba Antonio, un chico no mayor de quince años que jornaleaba todos los días con su papá en los cultivos.


Él sabía de primera mano lo que era ese terror de la guerra; había vivido una incursión guerrillera cuando tenía solo siete años y vivía con sus padres en el municipio de Ituango, al norte del departamento. Migraron cuando la guerra les arrebató a su abuelo materno y sus tíos paternos y desde hace cinco años vivían en la vereda no muy lejos de la finca de los Moreno.


Antonio recordaba con terror los sonidos de las balaceras en las noches, había aprendido muy pequeño a meterse bajo la cama con sus padres mientras el terror los rodeaba y vivió el fenómeno del desplazamiento cuando a su familia le arrebataron la pequeña finca en la que vivían. Para él saber que de nuevo ese infierno estaba tan cerca revivía los fantasmas del pasado, lo llenaba de una angustia difícil de manejar y en ese momento, esperando nadie notara su estado, se levantó en silencio y se dirigió al lavadero de la casa que servía también de lavaplatos, tomando su plato con fuerza, esperando nadie notara el temblor de sus manos.


Se cruzó con Gracia entrando al pasillo exterior de la casa y la saludó moviendo su cabeza, sin mirarla a los ojos, diferente al saludo que siempre le daba desde que tenía el gusto de trabajar en ese lugar. Ella notó, casi de inmediato, el temblor en las manos de Antonio y le recibió los platos, dándoselos a su madre; luego tomó al chico de la mano y le llevó en silencio hacia el otro lado de la casa, mientras su papá seguía distraído con la historia del jornalero.


Así ella llevó al chico justo junto al potrero donde descansaban los caballos de los jornaleros, ese que quedaba atrás de la casa y miraba hacia las montañas frondosas y altas donde ya no había fincas que ocuparan las tierras de los bosques naturales.


Ambos se quedaron en silencio un rato, ella mirando a lo lejos, él fijo en sus manos o en el suelo, mientras la brisa le despeinaba los largos cabellos claros a Gracia y mecía la falda larga de su uniforme a cuadros azules.


Ella se volteó a mirarlo cuando creyó que ya era momento de poder hablarle y lo notó muy tenso y perdido en sí mismo, se quedó fija en sus cabellos negros y lacios que bajaban por su frente y que le llegaban hasta la base del cuello, por los que a veces algunos jornaleros molestaban a Antonio, alegándole que tenía cabello de “niña” por su longitud.


—Toño…¿Vos estás bien?


Él solo asintió, sin mirarla a los ojos, apoyado en las vallas de madera, mientras por dentro aún era un mar de ansiedad y terror. Mantenía la vista en sus manos notando su piel ennegrecida por el sol y jugueteaba con sus dedos, esperando se le pasara el temblor que se hacía más violento e imposible de ocultar.


Le molestaba ponerse así cada vez que alguien hablaba de la guerra, o cada vez que en las noticias pasaban notas sobre ataques en otras partes del país, mientras los políticos hablaban de cosas que nunca cumplían, así como esos que habían prometido protegerlo a él y sus papás cuando vivieron aquello que lo había marcado de por vida.


Además no le gustaba hablarle a su papá de lo que le pasaba con este tema, le daba angustia preocuparlo con cosas como esa y a su mamá era a la única que le decía una que otra cosa cuando ya sentía que no podía aguantarlo.


Sus dos hermanitas habían nacido en Urrao, en el pueblo como tal antes de que decidieran vivir de lleno en la vereda; ellas eran ajenas a esa historia de terror que él vivió de niño y estaba seguro que nunca iba a contarles en vida el infierno progresivo que alguna vez vivió y esperaba nunca tuvieran que vivir algo igual, lo que le daba un plus a su preocupación actual.


Gracia estaba a su lado, notando esos ojos verdes claros casi al punto de las lágrimas; se moría de ganas de abrazarlo, de decirle que todo estaba bien, pero aún se sentía muy “niña” para atreverse a algo así con Antonio y luego él se ganara los celos tontos de su padre, que la “cuidaba” de otros chicos que la pretendían en la zona o en el pueblo. No tuvo más que hacer que palmearle el hombro con suavidad y esperar en silencio a que él se calmara un poco.


Los caballos pastaban no muy lejos, relinchando de vez en vez armonizando el momento, mientras se escuchaba a lo lejos las risas de los jornaleros que seguramente ya estaban hablando de otro tema.


Él se volteó a verla, dándole una sonrisa algo amarga, para después tomar aire y peinarse el cabello hacia atrás, quitando los mechones de pelo de su frente.


—Gracias…No le digás por favor a mi papá nada ¿Si? Él no sabe que yo me pongo así con esos temas.


—Yo soy una tumba, Toñito ¿O cuando he dicho algo de vos por ahí?


Ella soltó una leve risa, intentando quitarse un poco los nervios que le generaba él siempre que la miraba y de paso esperando cambiarle el ánimo a su amigo; pero él, afectado por lo que ella había dicho, la tomó de los hombros y la miró directo a los ojos, poniéndola más nerviosa que antes.


—¡No digás eso, por favor! No digás que sos una tumba, que me muero si eso pasa.


Ella tardó un poco en reaccionar, se había perdido en esos ojos claros y cuando notó que él la llamaba un poco preocupado suavizó su sonrisa y le palmeó el hombro otra vez, haciendo que él se relajara un poco y se alejara.


Ambos volvieron a recostarse sobre las vallas, veían a un caballo corretear mientras otros lo seguían y de lejos las risas y voces alegres de los jornaleros los calmaron un poco.


Gracia no sabía todos los detalles del pasado de Antonio, pero si sabía que él venía de lejos, que había sido desplazado por la violencia allá donde vivía antes y que cargaba junto a su papá de la responsabilidad de la casa desde los ocho años.


Antonio había dejado la escuela cuando estaba cursando tercero de primaria y había preferido trabajar por encima de aprender; decía que eso de estudiar era para sus dos hermanas menores, que ellas serían las doctoras de la casa y que él se esforzaría en hacer lo posible para que ellas nunca tomaran la responsabilidad que él tuvo que tomar.


Referente a la educación sabía lo más básico, lo necesario para vivir según él; leía como un caracol y entendía lo básico de matemáticas y mientras se mataba trabajando de sol a sol, a veces se perdía mirando a Gracia a lo lejos, cuando ella se sentaba a leer alguno de los libros que sacaba de la biblioteca del pueblo.


De la misma forma ella alguna vez lo descubrió mirándola leer, notó su curiosidad por las letras y cuando pudo se ofreció a enseñarle lo que sabía en los tiempos libres de él, entre jornal y jornal. Fue así que Gracia se transformó en una especie de tutora para él, enseñándole lo que podía, viéndole correr con lo relacionado a los números y enternecida de sus reacciones cada vez ella le contaba sobre las historias de ficción que leía.


Para él esas historias salidas de la imaginación, tan lejanas a su realidad, causaban una curiosidad y fascinación, que crecía cada vez que Gracia le contaba sobre sus lecturas y eso le daba ganas de poder leer mejor y devorar los libros cómo ella lo hacía.


Ambos eran muy cercanos desde que se conocieron en la infancia. La familia de Antonio vivía en un pequeño vecindario de casas en medio de las fincas, ambos habían estudiado juntos los pocos años que él cursó en la escuela y desde que él jornaleaba lo veía mucho más tiempo al estar largas temporadas trabajando para su padre.


Cualquiera que los conociera desde entonces diría que eran buenos amigos, de hecho Oscar nunca vio a Antonio como pretendiente del cual cuidar a su hija, y si él no podía verlo como ese peligro invisible que los padres entretejen sobre sus hijas, muy seguramente nadie más lo hacía, ni descubriría los sentimientos que Gracia guardaba por Antonio desde hace un tiempo.


Y así la castaña se perdió mirando al chico de ojos verdes un rato más, notando que ya estaba más tranquilo; mientras él no se daba jamás por enterado de esos sentimientos que ella venía guardando tan cuidadosamente.


—Soy un exagerado ¿No? Ponerme así solo por cosas que cuentan.


—No eres un exagerado, Toño, vos y yo sabemos que no.


Ambos cruzaron miradas otra vez, ahora en más calma, con una sonrisa de por medio, hasta que a lo lejos se escuchó a don Alberto llamandolo, el padre de Antonio, anunciándo que ya era hora de volver a trabajar.


—¡ANTONIO!


—Ya es hora de volver. Más tarde, antes de irme, vuelvo pa que me contés qué sigue en la historia de Bilbo.


—Claro, ándate ya que te regañan.


Él le despeinó los cabellos a modo de broma antes de irse y se perdió con los demás entre cultivos de frijol el resto de la tarde; mientras ella volvía a su cotidianidad, ambos sintiendo lejano el conflicto que se vivía lejos, montañas adentro.


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Era miércoles, el día favorito de todos en la vereda y muchos esperaban a bordo de carretera que pasara la Chiva* para bajar al pueblo. Ese día Gracia llevaba puesto con un vestido azul de falda larga y zapatillas negras, mientras sus cabellos claros y largos caían en bucles ondulados por su espalda hasta la cintura. Sus tres hermanas y dos hermanos jugueteaban alrededor de sus padres, mientras todos esperaban que arribara el transporte.


Gracia había heredado los ojos marrones claros de su madre y la ondulación de sus cabellos, pero el tono claro de los mismos provenía de su padre, además de la tez clara. Sus rasgos y su personalidad la hacían llamativa para esos chicos llenos de hormonas y era pretendida a pesar de solo tener catorce años, lo que hacía más receloso a Oscar a dejar que cualquier chico se le acercara.


Así que los miércoles, además de ser un día de esparcimiento en el pueblo, eran también día de espantar pretendientes para Oscar y contaba con la ayuda de su hijo Cesar, menor que Gracia dos años.


Una vez arribó la Chiva subieron a ella emocionados por ir al pueblo y no tardaron mucho en llegar, gracias a la cercanía de la vereda al casco urbano. Los miércoles era día de mercado campesino y la mayoría de Jornaleros se encontraban en la plaza de mercado o en el “Bar Ganadero”, un lugar de música y tragos*; por lo que la familia estaba emocionada por distraerse de sus labores cotidianas y sumergirse en lo que el pueblo les ofrecía.


Oscar no tardó el dirigirse al bar, ya era normal que acudiera a ese lugar y dejó a Gracia bajo el cuidado de su madre y la vigilancia de su hermano. Emilia se dirigió a la iglesia, rodeada de sus hijos, caminando en medio de la muchedumbre que se reunía en el parque central del pueblo y luego de orar un rato dejó que sus hijos se distrajeran en el parque, correteando alrededor de la estatua del cacique Toné*, ubicada al extremo opuesto de la iglesia central.


—Gracia, échale un ojito a los niños, estoy acá con doña Mara—exclamó Emilia, mientras señalaba al club de señoras sentadas en las jardineras a un lado del parque.


—Si, ma, yo los cuido. —respondió Gracia de forma automática, mientras caminaba hacia el lugar donde sus hermanos jugaban con otros niños persiguiendo burbujas de jabón.


No muy lejos notó a Antonio sentado en las jardineras contrarias en las que estaba su madre y se quedó mirándole un rato, de lejos, como había acostumbrado a hacerlo desde hace un tiempo. Él estaba vigilando a sus hermanas, dos gemelas sonrientes de cabellos negros y frondosos que jugueteaban también alrededor de burbujas de jabón.


Cesar había notado desde hace mucho la forma como su hermana miraba al pelinegro y, al contrario de su padre, a él no le molestaba la idea de ver a su hermana mayor embarcándose en la aventura del romance; podía ser un niño de doce años pero era más calmado y comprensivo que su propio padre. Fue así que se acercó a ella sin perturbarla y con la mirada fija en el lejano Antonio alzó un poco su voz.


—Ve con él.


—¡¿Ah?! ¿D-De qué estás hablando?


—Ve que yo cuido a los mocosos, igual de acá no se van a mover. Si algo le digo a mamá que fuiste por otro libro.


Ella le sonrió agradecida y un poco apenada, entendió que su secreto ya no era “tan secreto” y Cesar se puso una mano en el pecho y juro, sin palabras, guardar el secreto. Fue así que Gracia, con una sonrisa de oreja a oreja, comenzó a caminar hacia Antonio, mientras se le llenaba el estómago de abejas rabiosas, más que de mariposas.


Y así, con los nervios y la felicidad desbordándole el alma, Gracia partió camino hacia aquel que le llenaba de colores el corazón sin saberlo, ajena a los rostros preocupados de los pueblerinos que hablaban de la violencia cercana, sin notar las marcas de balas en algunas de las Chivas cercanas que llegaban de veredas ya no tan alejadas del pueblo y los rumores de violencia que consumían poco a poco la tranquilidad en el valle del Penderisco*.


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(Foto tomada del archivo de la Gobernación de Antioquia)



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NOTA: En esta historia los personajes usan el voseo propio de la región de Antioquia-Colombia, al igual que sus vocablos.

Varias palabras que llevan un asterisco* irán al final de la historia en el glosario.

31 de Octubre de 2020 a las 04:13 8 Reporte Insertar Seguir historia
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Amalia Brant Amalia Brant
Esta historia entre Gracia y Antonio es una ternura, que interesante es conocer lugares nuevos solo con leer
March 04, 2021, 07:04
George Little George Little
Te felicito por tu buena redacción y magistral forma de escribir.
December 19, 2020, 07:36
George Little George Little
Se ve interesante la historia.
December 19, 2020, 07:31
Kathe Moreno Kathe Moreno
Tan dulce esto, como están enamorados del otro
November 30, 2020, 19:56
Lucy Ortega Lucy Ortega
Que lindo esto
November 30, 2020, 03:43
Andy P French Andy P French
Me gusta muchísimo como describes los diferentes parajes. La foto está hermosa! 😍
November 04, 2020, 07:10
Betty Johnnes Betty Johnnes
Esta muy chido ver como se expresan, es un poco raro pero interesante
October 31, 2020, 13:16
Sofía LeNéant Sofía LeNéant
Bonjour. Disfruté de la coloquialidad de las expresiones, el hablar natural de los personajes y la belleza de los paisajes evocados en un romance juvenil. Merci beaucoup
October 31, 2020, 13:13
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