Pasé por delante del enorme mapa del mundo que estaba en el pasillo entre las habitaciones y el comedor. Me paré un segundo para acariciar vagamente la isla de Japón. Sentí como me removían los sentimientos de nostalgia tras nuestras últimas vacaciones allí. Los cerezos en flor, los puestos en la calle, el olor de la comida recién hecha, aquel bol de ramen en el Ichiran... Por algún motivo el mapamundi me hacía sentir un poco en casa.
Seguí caminando hacia el comedor. Era la hora de la cena y no me gustaba sentarme sola en una mesa. Incluso si no hablaba mucho prefería estar rodeada de personas, aquel sitio ya era suficiente melancólico y solitario per se.
Me senté con unas conocidas. Eran agradables y habíamos hecho algo parecido a un grupito. En un hospital psiquiátrico era difícil hacer "amigos" pero todos buscábamos compañía de alguna forma. Los fumadores hacían piña en los exteriores temblando de frío por su adicción, que no era lo que les había llevado allí. Los no fumadores nos quedábamos dentro charlando, haciendo como que veíamos la televisión en el salón común o pintando mandalas, dejando pasar una hora tras otra.
Cuando llegó la hora los auxiliares nos animaron a irnos cada una a nuestra habitación. Nos despedimos hasta el día siguiente y me encaminé a la segunda planta, donde estaba mi vacío y funcional cuarto.
Me quedé pensando en lo que me había traído aquí y me senté en la cama, que había movido hasta la pared de gotelé. Llevé mi mirada a los cortes de mis brazos. Un intento de suicidio, el tercero.
Vivir... era tan difícil, tan duro, sufría tanto cada día para llegar de nuevo a la noche y desplomarme en la cama que quise terminar con ello. Y ahora estaba en un hospital psiquiátrico ingresada.
Toqué las heridas que ya estaban cicatrizando. Aún llevaba alguna tapada porque se abría con facilidad. Casi lo había conseguido esta vez. Casi.
No estaba loca, solo cansada de vivir. Cansada de sufrir, de que los días pasaran tan despacio y aún así no conseguir mejorar mi estado de ánimo en meses. Agotada de tomar pastillas y que no ocurriera ningún cambio en mi interior. Desesperada por ver la luz al final del túnel para tener un objetivo por el que luchar.
Algo muy razonable y muy cuerdo.
Se acercaban las doce de la noche cuando decidí dejar de leer y tratar de dormir. Me arropé todo lo posible, la habitación se quedaba helada en un momento en cuanto quitabas la calefacción. Cerré los ojos, que ya sentía pesados por las pastillas, y me concentré en relajar mi cuerpo.
Andaba por un camino que me llevaba hacia un enorme bosque. Muy verde y frondoso. Se expandía hacia el horizonte con el monte Fuji detrás. Según me acercaba empecé a ver carteles que era incapaz de leer pero que me daban la sensación de ser advertencias. Temblé de los pies a la cabeza al traspasar la línea de aquellos carteles.
Sin ser consciente de ello había empezado a caminar más lento, separándome del grupo de turistas que había entrado conmigo al bosque. Un claro llamaba mi atención entre la luz fantasmagórica que penetraba entre las gruesas ramas y las frondosas hojas de los árboles. Me pareció ver algo moviéndose por lo que me dirigí hacia allí.
Era como si alguien me susurrara desde detrás de los árboles para que siguiera avanzando. El bosque sibilante hacía de instrumento musical para el viento que jugaba entre ramas, huecos y hojas. Cuando parecía haberme acostumbrado a ese tipo de sonidos, los susurros se callaron para que pudiera escuchar uno nuevo. Era extraño pero reconocible... algo rozando con una rama. Cuando me acerqué a una distancia suficiente del claro lo vi.
La silueta de una mujer ahorcada. El ruido era el de la soga que había usado rozando la rama. Parecía que acababa de hacerlo, se mecía ligeramente como si hubiera luchado contra ello al final. Me llevé las manos a la boca, pero no podía gritar, estaba congelada mientras la silueta de la mujer oscilaba colgando de la rama. En un momento pareció que la mujer tomaba el control de ese movimiento y se empezó a girar en su lugar para darme la cara. Como si supiera que alguien estaba ahí mirándola.
Algo se congeló dentro de mí y noté esa ya conocida sensación de falta de aire. Estaba teniendo un ataque de pánico, pero... no podía estar en ese lugar, estaba en el psiquiátrico, en mi cama, no en un bosque. Aquello era un sueño.
La sensación de no poder respirar se hizo más fuerte, sentía como si algo me tapara la boca y la nariz, como si no tuviera espacio para poder tomar aire. Intenté quitarme de la cara aquello invisible que me impedía respirar pero había perdido el control de mis brazos, los sentí caer sin fuerza a mis costados.
Probé a mover la cara pero tampoco tenía control sobre ella. Seguí luchando por respirar a pesar de todo, no quería ahogarme, no como aquella mujer. Quería vivir.
Entonces noté como salía del sueño y el peso de mi cuerpo se distribuía tumbado sobre la cama. Pero aún sentía algo sobre mi cara, aunque ya podía respirar mejor.
Me incorporé rápidamente en la cama en cuanto me respondieron los músculos y entonces la almohada cayó sobre mis piernas. ¿Era eso lo que me había estado cortando la respiración? ¿Me había intentado suicidar en sueños?
En el momento de aceptar el ingreso sabía que tenía que dejar atrás las ideas de autolesión. Con la subida de medicación me había tranquilizado y adormilado un poco. Me habían anestesiado de la vida. Así era más fácil querer seguir adelante. Ahora sólo necesitaba... no sabía muy bien qué necesitaba.
Escuché cerrarse la puerta de mi habitación.
Me levanté a toda prisa y, tras comprobar con una mirada que mi habitación estaba vacía, me asomé al largo pasillo. No había nadie.
Cerré la puerta y me apoyé confusa sobre ella. No sé si buscaba tener un momento para asimilar todo aquello o si quería cerrar esa puerta al paso de quienquiera que hubiese estado en mi habitación. Intentando ahogarme.
El día siguió su curso como siempre: despertarse, toma de tensión, desayuno, psiquiatra, talleres, comida, siesta (en la que no dormí), talleres, visitas, cena y de nuevo a la habitación. Con sus dosis de medicación a intervalos regulares.
No se me ocurrió comentar el episodio nocturno que había tenido con mi psiquiatra cuando me hizo su visita diaria, ni con el grupo de compañeras que eran más cercanas. Me sentí avergonzada por haberme puesto tan paranoica. Sentía que aquello que había pasado estaba todo en mi cabeza y no debía molestar a nadie con un simple «sueño vívido».
Aún así cuando llegó la noche y el auxiliar vino a darme la última medicación del día revisé las pastillas que me iba a tomar y le pregunté por ellas. Eran las de siempre, no había nada nuevo en mi menú. Nada que explicara ese cambio repentino en mis sueños que los había hecho más realistas o las nuevas ganas de suicidarme de mi subconsciente.
Hice relajación antes de meterme en la cama. Pensé que era buena idea y justo nos acababan de enseñar ese mismo día en uno de los talleres una técnica nueva para relajar todos los músculos.
En realidad me estaba autoengañando un poco. Estaba postergando el momento de cerrar los ojos con unas y otras actividades. Ya pasaban las doce cuando me dije a mí misma que no podía tener miedo de dormir y decidí cerrar los ojos.
El sueño me atrapó antes de que me diera cuenta y de nuevo estaba en aquel bosque misterioso. Verlo me daba paz y a la vez me hacía sentir intranquila. Parecía un sitio donde descansar a la par que dejaba un desasosiego en el corazón por el sufrimiento que acumulaba.
Pasé al lado de las señales de advertencia y eché a andar por el camino marcado para no perderme. Esta vez estaba todo demasiado silencioso y quieto. El viento debía haber desaparecido y aquella inactividad afectaba a los árboles y a los animales que parecían haber huido de allí. Me di cuenta de repente de que no había turistas. Estaba completamente sola en el camino.
A lo lejos escuché el ruido. Me giré hacia la zona de la que provenía y descubrí que a unos cuantos metros estaba el claro que ya había visitado. Armada de una valentía que solo se encontraba en mi orgullo por no parecer una miedosa me alejé del camino y me adentré camino al claro.
Tuve que sortear algunas raíces que parecían haber crecido desde mi última visita. El sonido de la cuerda raspando contra sí misma llegó a mí como ya había pasado la otra vez. Aceleré el paso para llegar al claro.
Encontré la soga atada a la rama, sin nadie en ella. Seguía balanceándose a pesar de la falta de viento. Alguien debía haberla puesto en movimiento. Me giré para mirar a mí alrededor. No había nadie.
Me acerqué pesadamente hasta la soga y la paré con la mano para que dejara de hacer aquel infernal ruido que me estaba destrozando los tímpanos. Entonces, como si se tratara de alguna especie de interruptor del bosque, el viento volvió y con él los sonidos sibilantes propios del lugar.
Di un paso atrás y algo chascó. Miré hacia abajo para darme cuenta de que acababa de pisar un hueso. Seguí su recorrido con la mirada y vi otros, muchos más. Huesos y huesos bajo la soga.
Ante aquella visión un escalofrío recorrió mi columna vertebral de abajo arriba. Dejándome con una ingrata sensación en la base de mi cráneo. Fui a soltar la soga para alejarme de aquel lugar tan siniestro. Pero no pude. Mi mano estaba aferrada a ella, tan fuerte, que sentía mis uñas clavarse en mis manos y veía cómo se iban blanqueando mis nudillos. Cuanta más fuerza hacía para soltarme más se agarraba la mano a la cuerda.
Lancé mi mano libre hacia mi muñeca para soltarme pero erré el tiro y la otra mano acabó también agarrada. Estaba atrapada por mis propias manos. Hacían caso a algo o a alguien que no era yo misma. No era dueña de mí. Estaba siendo controlada.
Miré alrededor. Seguía todo desierto. Nadie a quien culpar. Nadie a quien pedir ayuda.
Intenté ralentizar mi respiración que se había vuelto errática ante mi incapacidad de someter mis manos a mi voluntad. Descubrí que mis brazos tampoco me seguían. Que mis piernas se movían al compás de las directrices de alguien que no era yo. Y vi casi desde fuera de mí, como si de una mala película se tratara, como la soga tironeaba de mí hacia lo alto del árbol.
La cuerda se estaba tensando sin que nadie tirara de ella. Mis manos no podían soltarla y me vi levantada primero sobre mis puntillas y más tarde perdiendo el equilibrio sobre la nada.
Cada vez iba más alto, tanto que empezaba a darme algo de vértigo. Quería soltar la soga y a la vez me daba cuenta de que, si lo hacía, caería sobre un montón de huesos rotos.
Estaba soñando de nuevo. Lo que estaba ocurriendo a mí alrededor no era real. Una no podía morir en sueños, daba igual lo que ocurriera en ellos ¿verdad?
Mis ojos se movían por todas partes buscando a alguien que pudiera ayudarme en esa situación, pero no había nadie. Empecé a sentir un frío que no sabía de dónde venía aferrándose a mi cuerpo hasta hacerme castañetear los dientes sin control.
No podía controlar nada, estaba a merced de mi cuerpo. Seguí apretando la soga con las manos con todas mis fuerzas para no caer. Y en ese momento, se soltaron.
Después de aquello solo pude escuchar «crac».
Desperté sudando y temblando. Casi salté de la cama, como si hubiera estado retenida contra mi voluntad y me acabaran de soltar.
Noté una punzada de dolor en las manos, las levanté para examinarlas y descubrí que me había hecho heridas con las uñas en las palmas. Me dirigí al control al final del pasillo con el ruido del bosque en mis oídos. Llamé dando golpes a la ventana de cristal y esperé a que alguien saliera. Una sombra se aproximó por el lateral. Parecía venir con dificultad mientras se llevaba la mano al cuello.
Salió a la luz y pude comprobar que era la jovencita con pecas que estaba de guardia aquella noche, y que se estaba colocando el cuello de la bata. Mi mente empezaba a jugarme malas pasadas despierta. Quizás algo en mi habitación estaba mal. Había sentido una vibración extraña cuando entré pero la había acallado sin darle mayor importancia.
¿Quizás se debía a que había cambiado de sitio la cama? Ya no sabía ni que pensar.
La auxiliar me sacó de mis pensamientos haciéndome un montón de preguntas sobre las heridas que me había hecho. Cuando intenté explicarle que no había sido yo, que había sido otra persona ella se hundió en un silencio extraño. Me dijo que iba a buscar a la enfermera para curar las heridas, que me fuera a esperarla a la habitación.
De repente me resultaba inquietante la idea de volver.
Estuve unos segundos titubeando. Barajando la idea de decirle que no quería volver ahí sola. Que mi habitación me daba miedo. O lo que pudiera haber en ella. Miré el reloj de la pared del control. Las cinco y media de la mañana. No necesitaba volverme a dormir.
Y no lo hice, aguanté despierta hasta que vino la enfermera y me curó las heridas en las palmas de las manos. Me estuvo preguntando sobre qué había ocurrido y le conté sobre la pesadilla a grandes rasgos.
Cuando se marchó me puse a leer con un ojo pendiente de lo que pudiera pasar en la habitación. Tenía la sensación de que alguien me estuviera vigilando. Como si no hubiera esperado que sobreviviera a la pesadilla.
La psiquiatra estaba avisada del episodio nocturno. La auxiliar o la enfermera se habían chivado. Me interrogó sobre la noche anterior, el sueño, mis reacciones, las heridas... Y al final dijo que me iba a cambiar la medicación de la noche para que consiguiera conciliar mejor el sueño y fuera más profundo para que no soñara.
Me sonó como una promesa vacía. ¿Cómo podía garantizar ella que no soñaría? ¿Cómo podía saber que se trataba solo de un sueño? A mí me parecía demasiado real y no quería dormir más. No quería volver a esa cama. No quería enfrentarme de nuevo a ese bosque.
El día pasó según el horario estándar de siempre tras la visita de la psiquiatra, que se alargó más de lo habitual. No comenté nada con las compañeras. Ya había visto las miradas de la doctora ante mi relato y no me sentía cómoda compartiendo de nuevo la historia.
El descanso de la siesta fue duro. Las horas sin dormir me pasaban factura. No quería ni me podía dormir así que fui a mirar el cuadro con el mapamundi. Por algún motivo me generaba tranquilidad ir visitando los diferentes países y sus capitales con el dedo.
Empecé por Los Ángeles y seguí adelante moviéndome cada vez más a la derecha hasta llegar a Yamanashi, en Japón. Aquel país me había enamorado. Su gente, sus creencias... Incluso dejé algunas donaciones en los templos pidiendo volver allí en algún momento de mi vida.
Y ahora no sabía si iba a salir viva de entre aquellas paredes.
Pasé el resto del día entre bostezos. Los ojos se me cerraban en cuanto me mantenía quieta unos instantes. Las noches de mal dormir se me acumulaban. Las ganas de descansar de verdad, sin miedo a que alguien controlara mi cuerpo en contra de mi voluntad. Poder acostarme en la cama y dormir sin sobresaltos.
El día se me hizo largo y corto a la vez. Se me pasó rápido y tenía la sensación de que la hora de irse a la cama había llegado sin apenas darme cuenta. Por otra parte los ratos de mantenerme despierta a pesar de todo me tenían a punto de caer desmayada al mínimo contacto con la almohada, mientras en mi pecho galopaba una ansiedad desbocada por el miedo a cerrar los ojos.
Sabía que en algún momento me iba a dormir, porque vendrían con la medicación de la noche y ahí había pastillas para inducir el sueño. Era inevitable. En mi futuro tenía que enfrentarme a lo que fuera que quería matarme. Quizás esta noche podría ver ese alguien... o algo. Hablar. Llegar a un acuerdo para que me dejara en paz.
Tras despedir a la auxiliar nocturna y tomar algunas pastillas más de lo normal me senté en la cama a leer. Sentí como la fatiga me iba nublando los sentidos y me impedía ver las palabras del libro con facilidad. Bailaban sobre la página sin dejarme entender nada.
Dejé el libro a un lado y me recosté. Planeaba hacer alguna meditación de esas que me incomodaban para mantenerme despierta un rato más. Quería tardar lo máximo posible en quedarme dormida.
Cuando ya había relajado la parte inferior de mi cuerpo empecé a notar que alguien me miraba intensamente desde la otra esquina de la habitación. El miedo me atenazaba y sentía las articulaciones rígidas. Conté hasta tres mentalmente para incorporarme de un salto y mirar al rincón. Estaba vacío. No había nadie en el alfeizar de la ventana y tampoco junto a la puerta del armario.
Miré por la ventana. Las lamas medio inclinadas me dejaban vislumbrar la mitad del paisaje. Las ramas del árbol del patio se movían continuamente, debía de hacer mucho viento ahí fuera. Si me esforzaba un poco incluso podía escuchar como golpeaba los cristales.
Fuera tampoco vi a nadie. Quizás había sido fruto de la meditación, al concentrarme tanto en mi propio cuerpo mi percepción estaba demasiado activada y me había parecido sentir algo que no era cierto. Era posible que aquello que estaba tras mi suicidio involuntario estuviera presente en la habitación de alguna forma que no podía notar.
¿Suicidio involuntario? Eso era un asesinato en toda regla. Alguien trataba de matarme haciéndolo pasar por un suicidio. O algo. Llevaba dos días empujándome hacia el borde de un abismo que yo había abierto con mis cortes.
Me toqué las heridas. ¿Había deseado morirme de verdad? Recordaba que sí, pero ahora mismo no quería morirme.
Miré hacia el techo de gotelé de aquella vieja habitación. Era un techo alto y no era capaz de diferenciar las motitas. La luz que se colaba por la ventana junto a las sombras que proyectaban las ramas del árbol al mecerse por el viento parecía dibujar olas grises en el blanco fondo. Poco a poco esas olas fueron cambiando de color y sentí cono una pequeña brisa me acariciaba la cara.
El techo ahora era verde. Una espesura tal, que parecía una manta de hojas. Se mecía junto al viento y daba la sensación de ser un mar verde lleno de ramas y hojas. Generaba una sensación de paz que me inquietó un poco. ¿Hojas verdes en mi techo?
Estaba de nuevo en el bosque. Parpadeé en la realidad y vi desaparecer el bosque un segundo ante mis ojos. Levante la mano y la puse delante de mí. Podía verla perfectamente. Me bajé de la cama, descalza y si, ahí estaba, en medio del bosque.
Volví a subirme corriendo. Más por miedo a dirigirme a algún lugar sin control que por el daño que me hacían las piedras y las ramitas partidas en las plantas de los pies.
Fue inútil, la cama se deslizaba por encima del lecho de hojas caídas como si flotara y me llevaba por el bosque como si se tratara de una visita guiada. Era capaz de pasar por entre las estrecheces de los árboles que parecían apartarse a nuestro paso.
Estábamos camino al claro. Me di cuenta al reconocerlo a lo lejos. Quise entonces bajarme de la cama pero no era capaz de moverme. De nuevo mi cuerpo no me respondía. Todo había empezado de nuevo.
Me pareció ver una sombra junto a la cuerda, dando forma a la soga para que pudiera adaptarse a pasar por la cabeza y luego apretarse en el cuello. Según me acercaba la sombra se disipó y pensé que había sido mi imaginación la que la había dibujado allí. Mis ganas de encontrar a alguien que me pudiera ayudar.
En un parpadeo me encontré de pie junto al árbol que hacía las funciones de horca. La cama había desaparecido como por arte de magia. De nuevo estaba en un sueño. Eso me hizo suspirar de alivio. No podía morir en el sueño. Me despertaría de nuevo agotada pero no podía morir ¿verdad?
Decidí por tanto acabar con aquello cuanto antes y poder despertarme para poder huir de aquella pesadilla que no hacía más que perseguirme. Acercarme al control para poder estar acompañada. Salir de la maldita habitación en la que me habían alojado.
Me subí al tronco que hacía las veces de cadalso. Tomé la cuerda entre mis manos temblorosas y me la puse al cuello. Mirando hacia el horizonte de árboles. Como si no quisiera verme haciendo aquello quitarle el realismo que tenía. Noté la cuerda pasar sobre mi cuello, aunque era menos áspera de lo que esperaba. La apreté lo justo para que estuviera bien puesta y respiré profundamente.
Mi último aliento.
Di un paso hacia adelante y me dejé llevar. Esperaba escuchar el «crac» de la noche anterior. Pero no ocurrió. De repente sentí como la cuerda me apretaba el cuello. Me costaba respirar. Me estaba ahogando.
Aquello era realidad, no un sueño. Me moví como pude. Quise llevar las manos al cuello para deshacerme del abrazo mortal que me tenía colgando. No pude. Como siempre estaban inválidas colgando a mis costados.
No podía respirar, notaba como mi cara se ponía roja y se hinchaba por la falta de riego sanguíneo. Mis piernas empezaron a moverse sin sentido, dando patadas a la nada.
Y morí. Lo supe porque todo mi cuerpo se laxó de repente. Pero yo seguía sintiendo dolor. Lo seguía sintiendo todo. El roce de la cuerda, mi cuerpo meciéndose a la voluntad del viento y girando repentinamente.
Entonces me vi a mi misma llevándome las manos a la boca. Parpadeé para quitarme esa imagen de la cabeza y grité. Un aullido de dolor profundo y ensordecedor. La chica con mi cara se acercaba a mí rápidamente. Yo no quería que me tocara. Quería que se alejara.
De repente cuando llegó a mi noté una presión extraña en el pecho, como si algo me hubiera golpeado o se hubiera puesto sobre mí. Me costaba aún más respirar, todo se estaba volviendo negro.
Escuché gritos más allá de los míos propios. Noté movimiento. Me estaba muriendo de verdad, lo sabía. Había hecho mal en tomarme por mi cuenta el suicidio dentro del sueño. Quizás eso era lo que esperaba aquello que hiciera. Que fuera por voluntad propia, para matarme sin ser visto.
Un pinchazo me recorrió todo el brazo hasta el hombro. Notaba los miembros pesados y no los podía mover. Mis gritos se apagaron, la presión en mi cuello disminuía. Todo iba a acabar pronto. Y sentí algo de alivio por dejar de sufrir aquel tormento nocturno, a pesar de que mi vida acabase.
No sabía dónde me encontraba, si el limbo, el cielo o algún otro lugar. Pero seguro estaba en un destino intermedio. No había llegado al lugar que me pertenecía. Eso lo sabía. Había una certeza en mí que me susurraba que aún tenía camino por delante.
Volví a sentir dolor. En el brazo, en el pecho y sobre todo en el cuello. Inspiré y no té como el aire prendía fuego a mis pulmones antes de salir por mi boca entreabierta.
Estaba en el psiquiátrico. Traté de mover los pies o las manos, pero estaba atada la cama. Giré la cabeza para encontrarme con mi psiquiatra hablando con mis padres. Les decía que lo sentía mucho. Había habido una confusión entre mi medicación y la de otro paciente. Eso me había provocado un ataque psicótico con el pico en la noche anterior.
Mi médica creía tener la explicación para todo lo que me había pasado en aquellos tres días. Mis padres la creían porque era la profesional.
Y yo solo era capaz de mirar a la mujer que estaba apoyada en el alfeizar de la ventana de la habitación.
Sonriéndome.
Con mi cara.
Gracias por leer!
Podemos mantener a Inkspired gratis al mostrar publicidad a nuestras visitas. Por favor, apóyanos poniendo en “lista blanca” o desactivando tu AdBlocker (bloqueador de publicidad).
Después de hacerlo, por favor recarga el sitio web para continuar utilizando Inkspired normalmente.