vultursz Héctor Cianci

El breve relato de un expectador frente a lo que va quedando de un bus ardiendo, donde entre la multitud parece ser que alguien le sigue, hasta que sucede el colmo.


Cuento Todo público.

#345
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Expectante de su ocaso.

Al fulgor del mediodía, con la paciencia titubeante, ninguno de los que estábamos allí podíamos despegar la mirada del bus que se incendiaba.


Ya el tropel de curiosos estaba agolpado en torno del desgraciado evento, yo en cambio estaba afuera de la tiendita junto a otros que también esperaban su turno para ser atendidos. Nos limitábamos a apreciar con la curiosidad carcomiéndonos aquella humareda que se elevaba y disipaba en las alturas.


La chica de la caja hacía lento el proceso, no paraba de hacer preguntas que yo también me formulaba y era incapaz de responder por ahora. Ella sacaba su cabeza por la pequeña rendija tratando de divisar un poco la tragedia; podría asegurar que sentía envidia de nosotros por ver buena parte del bus quemándose a pesar del gentío.


Compré mis cosas al fin, y aunque más por una cuestión del deber, no iría aún a saciar mi humana curiosidad junto a los otros expectantes. Traté de apurar el paso en parte debido el sol que a esas horas se comporta inclemente con los de a pie. Según la lista que llevaba aún me faltaban las verduras y pasar por el ferretero a preguntar precios; afortunadamente gracias a la estreches de este pueblo, los lugares no quedan muy lejos unos de otros.


Me tuvieron que haber visto dar cierto brinco apenas terminé de hacer mis diligencias. Por extraño que parezca disfrutaba esa ansiedad infantil por indagar en lo que no me incumbe. Salí de inmediato hacia el incendio y vi más gente agolpada que antes, lamentable. Me acerqué a la multitud pero no veía más que la humareda, por lo que tomé la decisión de entrar en medio del tropel, y rodeando un poco el círculo de gente encontré un sitio despejado por donde pasar más tranquilo.


Allí estaba la maquina consumiéndose: la parte delantera estaba esquelética, aunque la escena más agitada estaba al final de la buseta donde los asientos se derretían despidiendo grandes llamaradas que bullían vertiginosamente por las ventanas estalladas. En mi contemplación caí en cuenta de la ausencia de los bomberos, peor aún, ni siquiera se mencionaba entre los murmullos de las conversaciones, lo que me pareció intrigante a cierto punto pero supremamente habitual. Me percaté además que la chica de la tienda al parecer no había resistido más sus ansias de ver y se había unido en torno a la gran hoguera.


Sus ojos extasiados seguían como en un juego las líneas oscuras del humo que ascendía veloz. “Qué inmadura” le dije en un vago pensamiento, pero en lo que duraron esas etéreas palabras ella ya estaba casi a mi lado con su misma mirada absorbida y sus brazos cruzados. Sacó un cigarro y me decepcioné sin razón aparente, me alejé para no sufrir el olor del tabaco junto al plástico calcinado que pululaba. Me agradecí moverme un poco de donde estaba porque así descubrí el lugar donde se ubicaba la verdadera acción, cerca del lado trasero del vehículo, estaba el chofer y dos colectores defendiendo como podían su inocencia.


Como pude me acerqué hacia allí, donde disfrutaba viendo los faros rojos convertirse en una espesa masa burbujeante. La voz del chofer era ronca, hablaba tan rápido y forzado que pocas oraciones logré descifrar completamente; su presencia me infundió lastima y desde luego el hambre de saber lo que realmente sucedió. Me permití dar cortos paseos en los contornos del griterío para escuchar mejor en busca de información relevante. Todo indicaba que la desgracia fue por falta de mantenimiento, otros argüían que en el bus había gasolina para contrabando. Aún en medio de todo el desorden, aquel hombre desesperado parecía disfrutar la atención, sentirse protagonista le hacía elevar aún más la voz y la lástima que proyectaba se volvía más en una actitud emancipadora de una víctima que se atribuía inocencia y exigía justicia.


La situación se ponía agitada.


El aire se cubría de voces nuevas, personas que se involucran más allá de su presencia a favor o en contra del chofer y sus allegados. Y de nuevo la vi en medio de la multitud tan cerca de mí como la última vez, quizás buscando lo mismo que yo, tal vez se iría pronto, o solo seguía alimentando su intriga. El chisporroteo de los asientos se hacía casi ensordecedor pero nada iba a impedir que…


Que aquel destello sobre el ras niquelado fuera notorio, realmente desconocía que estos instrumentos mortíferos fueran tan grandes, pero ahora estaba ante mis ojos ese verdugo de metal, esa arma reposando en las manos del chofer buscando apuntar en alguna parte de su cabeza. El tiempo pareció ralentizarse, mientras veía cómo se acercaba poco a poco la punta del arma a su cien.


Inmediatamente se escuchó aquel silbido grave interrumpir la tensión en un segundo. De pronto, todo fue a mis ojos solo luz, y un segundo después me di cuenta que estaba bañado en fuego. “¡Explotó!”, escuchaba gritar unas voces lejanas, pero a mi alrededor solo había agonía y por mi mente un deseo urgente e inaudito de darle fin a esta vida pero también de triunfar sobre la posible muerte.


Yo y una docena de personas más nos revolcábamos horrorizados, girando y saltando sin escatimar movimientos, gritando suplicios y rogativas. Solo quedamos en ese círculo del dolor que pronto se disolvería los que éramos fuego en ese instante, todos los demás naturalmente estaban huyendo de allí. Mi brazo y pierna derecha estaban siendo abrazados por las llamas al igual que buena parte de mi espalda. El chofer daba pequeños saltos laterales mientras miraba desesperado su brazo que se calcinaba. Vi su arma, todavía destellando, y por un instante la desee; dejé de girar y palmotearme tan violentamente el cuerpo con un impulso nefasto de tomarla, pero el dolor me guió hacia otra intención: solo corre. Desde ese punto mis pensamientos se amalgamaron en solo una idea panorámica de las cosas, viendo como fotogramas pesadillescos las figuras humanas quemándose sobre el pavimento, unos revolcándose medio desnudos, otros a lo lejos dejando un rastro de humo infernal.


Pero ella seguía cerca de mí, sufriendo, la chica desconocida pero tan familiar, ella con su cabello siendo reducido a restos achicharrados, compartiendo el mismo dolor y quizás mi mismo destino. Ella corrió recto por la acera con sus piernas encendidas y yo a pesar del fuego que gobernaba ya gran parte de mi cuerpo, la seguí. Sentía cómo el dolor acortaba tanto mis pasos como mi vida; continuaba andando, cargando como podía el peso de la lucidez del horror y mi sobriedad ante el sufrimiento. Ella se alejaba, sus piernas brillaban y las llamas subían más y más invadiendo lo que aún le restaba.


Entonces mi visión acuosa se elevó a los cielos, haciéndome consciente de la realidad de mi muerte, viviendo mi último presente. Sentí entonces un golpe en mi rostro que me tiró al suelo, donde seguía sintiendo estos golpes repetitivos que no entendía, hasta que comprendí mi condición, y disfruté cada golpe salvífico de esas sábanas que extinguían mi sufrir. Allí en el suelo, rendido ante aquellos golpes nobles, la pude ver lejana, también rendida, entregada, derrotada, mientras con mis ojos extasiados seguía como en un juego las líneas oscuras del humo que ascendía veloz sobre su cuerpo.




FIN

Escrito por: Héctor Cianci

8 de Julio de 2020 a las 20:01 0 Reporte Insertar Seguir historia
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