rena13 Natalia Reale

La vida se me puso de cabeza de un día para el otro. Me había enterado de que estaba embarazada, otra vez. Y mi cuerpo no lo resistiría.


Historias de vida No para niños menores de 13.

#drama #no-ficción #aborto-clandestino #denuncia #autobiográfico
Cuento corto
2
3.2mil VISITAS
Completado
tiempo de lectura
AA Compartir

La Vez que Aborté

Estoy a punto de contarles algo que había decidido olvidar. Algo que nunca quise recordar, algo que decidí sacar de mi memoria. La vez que decidí abortar.

Vivo en Argentina, donde la ILE todavía no fue aprobada. No pertenezco a la

clase baja, ni me falta información, ni vivo en zona rural. Soy una mujer feliz, estoy casada con el hombre que amo, nos respetamos y queremos mucho. Tenemos dos hijos, un varoncito y una nena, que ahora tienen dos y tres años. Pero por más que la vida sea feliz, siempre tiene sus altibajos. Y hoy, les voy a contar del peor altibajo de mi vida.

Sucedió este año. Estaba esperando que llegara el período, pero ese mes no llegó. Con mi marido nos preocupamos. Sabíamos que la obstetra me había dicho que mi útero no soportaría otro embarazo luego de dos cesáreas tan seguidas. Si estaba embarazada sería una pesadilla. Un poco negada, compré el test. Dio positivo. Y el segundo también. Y el tercero.

Estaba embarazada. Decidí no decirle a nadie. Al menos por el momento. Sabía cómo reaccionarían, preguntándome si me había cuidado. Pero más que nada, no quería preocuparlos. A mis padres. No podía verlos sufrir.

No sabía cómo sentirme, mi mente estaba en blanco. Comencé a recordar los no tan lejanos embarazos de mis hijos. Las pataditas en el vientre, los latidos que se escuchaban en las ecografías. La primera vez que los vi, a cada uno. Ahora tenían un hermanito, serían tres. Mi hija no sería la más pequeña.

Recordé todo lo que había sucedido el año anterior: mi esposo había tenido problemas de salud que, lamentablemente, habían provocado que perdiera su empleo. Sobrevivimos pagando el alquiler casi hasta fin de año con los ahorros de todos estos años juntos. Los perdimos como el viento. Llegado diciembre, nos habíamos visto obligados a relocarnos en la casa de mi papá, que tiene un quincho en el fondo. Tejas al aire, puerta rota. Sin gas natural, sin agua caliente. Gracias que tenía baño. No eran las mejores condiciones para traer un hermanito al mundo. Las cosas ya estaban demasiado mal como estaban.

Comencé a sentirme mal. Cada día me despertaba mareada, sin energía, con náuseas, sin fuerzas. Sin poder cuidar a mis hijos cuando mi esposo se iba a trabajar. Pensé en ir a un doctor, pero ¿cómo? Habíamos perdido nuestra obra social hacía unos meses, estábamos desempleados los dos, y en el hospital público me iban a aconsejar avanzar con el embarazo, más que seguro.

Los días comenzaron a pasar. Comencé a dedicarle pensamientos a mi embarazo, a ser consciente de lo que esto significaba. Imaginé un tercer bebé en mis brazos. Lo imaginé jugando con sus hermanos, pensé en qué nombre le pondríamos si todo fuera ideal. Pero no lo era, y lo sabía. Las palabras de mi obstetra luego de mi segunda cesárea resonaban en mi cabeza cada noche: "Ahora a cuidarte, eh. Dejá pasar mínimo de tres a cinco años porque te tuve que reconstruir el útero para coserte." Había pasado un año y medio.

Tenía que hablar con ella. Ella era la única que sabía realmente cómo estaba mi útero. Intenté ubicarla en la obra social, pero ya no trabajaba allí. Intenté en intenet. Encontré su perfil en una red social y le envié un mensaje, pero hasta el día de hoy no respondió. No sé qué habrá sido de ella. Nunca tuve su número de teléfono. Extraño, ¿no? Por lo general los obstetras lo facilitan. Pero así fueron las cosas.

Mientras, mi cabeza era una maraña de sentimientos sin sentido. No sabía si alegrarme o asustarme, si resignarme a transitar el embarazo, o si arriesgarme a interrumpirlo. Así transcurrían los días, sin doctor a quien preguntarle qué hacer, con un malestar terrible que no me dejaba moverme. Con una pregunta que me carcomía la cabeza día y noche, día y noche... ¿Y ahora qué hago? Otro año perdido en la facu. Otro año sin empleo. Otro año sin poder moverme para cuidar a mis hijos, incluso menos que en el último embarazo. ¿Y si me pasaba algo? ¿Y si al crecer la panza se me reventaba el útero? Podíamos no sobrevivir. Ni el bebé, ni yo. Pero, ¿y si todo salía bien? Quizás sí existía ese futuro donde podíamos ser una feliz familia de cinco. Pero, ¿y si no? ¿Y si todo salía mal? ¿Y si moría? Dejaría a mis hijos sin mamá. Dejaría a mi esposo sin compañera, a mis padres sin hija, a mi hermana sin hermana.

Comencé a pensar seriamente en abortar. Yo, una mujer que siente desde la adolescencia que nació para ser madre, una mujer que soñó toda su juventud con cargar niños en brazos y verlos crecer, con poder darlo todo para poder ser una buena madre. Una mujer que siente que sus dos hijos le salvaron la vida. La idea de abortar era irreconciliable. Pero ¿tenerlo así? ¿En estas condiciones y con estos riesgos?

Muy a mi pesar, comencé a averiguar. Lo primero que hice fue hablar con una de mis amigas, que había pasado ya por dos abortos naturales. Fue ella que me comentó sobre el misoprostol. Es una pastilla de acción gástrica, contraindicada para embarazadas porque causa, justamente, la interrupción del embarazo.

Preguntamos en una farmacia, inocentemente, desde el tremendo desconocimiento que hay de estos temas en nuestra sociedad, si conseguían misoprostol. Bah. Mi marido preguntó. Yo no era capaz de hacer nada. Recuerdo la mirada de la farmacéutica: sus ojos se abrieron, como queriendo decir algo que no podía decir. Nos miró con sorpresa, y con confusión al mismo tiempo. Una familia de cuatro queriendo comprar misoprostol. Nos dijo sutilmente que no, que no tenían. Después lo entendí, claro. Su venta es más que ilegal.

Esos meses los pasé con el corazón en la boca. Yo no podía averiguar nada. Mi esposo averiguó sobre las pastillas, contactando a una obstetra absolutamente desconocida que proclamaba vender pastillas de cytotec, por supuesto a un precio exorbitante. Todo quedó ahí, detenido en el tiempo. Los días se convirtieron en semanas. No podía dar el paso. Simplemente no podía.

Un día enfermé. No sabía por qué, pero levanté temperatura. Al día siguiente, todavía con fiebre, fui a la guardia del hospital.

Aquél día quedé internada. Mis padres todavía no sabían nada. La única de mi familia que estaba enterada era mi hermana, ni siquiera por mis labios, porque fue mi esposo que se lo insinuó. Estaba muy preocupada. Mis padres vinieron a verme, sin saber qué me pasaba. ¿Por qué estás en maternidad? Me preguntaron. Fue ahí cuando inevitablemente, confesé. La preocupación se hizo ver en lo profundo de sus ojos.

En esta internación me hicieron moretones por todos lados, y sólo para pasarme la vía de suero, por donde me daban la medicación. La fiebre bajó, al día, o a los dos. Ya no recuerdo. No quiero recordar. Me hicieron una ecografía para revisar el estado del útero. Pensé en la primer ecografía obstétrica que me había realizado, en la guardia de otro hospital, unos cuatro años atrás, en la misma época del año. La había hecho para confirmar el test de mi primer embarazo. Fue la primera vez que vi a mi primer hijo, o al menos así lo había sentido. Y ahora las cosas eran tan diferentes. No quería pasar por esto. No quería una ecografía. No quería saber. "Llego a escuchar los latidos del bebé, y no aborto", pensé. Por suerte hubo un error del audio del ecógrafo y no pude oír los latidos, pero sí quedaron registrados en el estudio. Que algo ande mal, por favor, que algo ande mal. Pero no. No conté con esa suerte. Por ahora todo estaba bien, no había motivo para interrumpir el embarazo.

No había motivo. Esa fue la respuesta que me dieron. Y ni siquiera. Desde el momento en que entré al consultorio, antes de ser internada, les había dicho a las doctoras que me atendieron (entre las que se encontraba una chica que había sido mi amiga) que estaba transitando un embarazo de riesgo. La primera vez ni me escucharon. Lo repetí. Una respondió que no me preocupara, que con la tecnología que había hoy en día no pasaba nada, moviendo la mano como desacreditando la idea de que fuera arriesgado. Me sentí golpeada, despedazada. Eran las únicas personas que tenía para que me escucharan. Me sentí ignorada. Sentí que mis derechos estaban siendo vulnerados, y ahora pienso que lo fueron. Pero claro, los doctores no tienen mucha opción. La ILE es ilegal.

Algo que no se borró de mi memoria es que la sala donde estaba tenía cuatro camas, todas ocupadas. Cuando llegué estaban vacías. Las madres iban y venían: todas habían perdido a su bebé. Estaban solas, atadas al celular, doloridas. Sin poder ver a sus esposos, que sólo podían verlas media hora por día. Era cruel. No quería pasar por lo mismo.

Recordé que me habían aconsejado que fuera al hospital, fingiendo que me dolía el útero, e insistir hasta que me hicieran un raspado. Me resistí. Decidí no fingir que me seguía doliendo el útero. No me quise enfrentar al raspado, el miedo pudo más. El miedo, la incertidumbre, las ganas secretas que tenía de conocer a mi tercer bebé. Ganas que nunca le confesé a mi esposo, pero que estoy segura que vio en mis ojos, en mis decisiones.

Me dieron el alta. Volví a casa, ya con mi familia enterada. Mis cuñados se quedaron un ratito con mis hijos, para que volviera a casa tranquila a hacer reposo. Mis papás se enteraron del consejo de mi amiga, de las pastillas. Les dije que la obstetra era recomendada. No aguantaba, ni aguanto el día de hoy, verlos sufrir.

Los nenes volvieron a casa, y algunos días más pasaron, hasta que mi esposo tomó la iniciativa y habló una vez más con la obstetra sacada de internet. Concretó un momento para pasar a retirar el cytotec. La obstetra nos envió la foto de las pastillas. Eran esas. Pero uno nunca sabe. Pueden llegar a ser pastillas venenosas disfrazadas de cytotec, qué se yo. O eso pensaba en el momento. Miedo, desconfianza, miedo, más miedo. La imaginaria cara de mi futuro bebé seguía apareciendo en mi mente a cada segundo.

Llegó el día. Fuimos a la Estación Constitución, en la Ciudad de Buenos Aires, donde un "enviado de la obstetra" nos encontraría y nos daría las pastillas. Sucedió, y volví a casa con el asesinato en mi bolsillo.

Decidimos que lo haríamos al día siguiente, todavía sin estar seguros si vía oral o vaginal. Consultamos con la supuesta obstetra. También con mi amiga, también con las páginas web de sustento para las mujeres que se encontraban en mi posición. El tiempo se detuvo en mi mente, y en mi corazón. Habíamos gastado una fortuna, casi todos nuestros ahorros, en estas pastillas. ¿De verdad iba a hacerlo? ¿Iba a ser capaz de hacerlo? Diálogos imaginarios conmigo misma se sucedían en mi cabeza continuamente. ¿Cómo voy a hacer algo así, más sin estar convencida? ¿Cómo puedo resignar conocer la carita de este bebé, cómo no darlo todo para poder tenerlo en mis brazos? ¿En serio había cambiado tanto, desde mi primer embarazo, que había sido no planeado y lo había elegido incuestionablemente? No. No lo haría. Tendríamos que revender las pastillas. No iba a hacerlo. No quería hacerlo. Tenía miedo de hacerlo. No sabía cómo hacerlo. No tenía doctor que me dijera cómo hacerlo. No tenía ganas de hacerlo, no tenía ganas de sentir el dolor, las punzadas, las contracciones, las toallas manchadas de sangre y los coágulos que había que revisar para asegurarse de que saliera el bebé. No quería matar a mi bebé. No podía. Simplemente no podía. Me mareaba de sólo pensarlo. Me daban arcadas de sólo pensarlo. Me odiaba de sólo pensarlo.

Al día siguiente, mis cuñados pasaron a buscar a mis hijos para que pudieramos transitar la interrupción sin ellos, tranquilos, sin que vieran nada. Pero no pude. Pasó todo el día. No pude, no podía hacerlo, no iba a hacerlo. Me negaba. Me negaba rotundamente a hacerlo.

Llegaron mis hijos. Mis cuñados me preguntaron qué había pasado, me contuvieron, me dijeron que si precisaba algo más les dijera. Mi cuñada apenas llegó a su casa me mandó contactos de sostén para transitar este momento, me envió vínculos a páginas web sobre el asunto. No las pude abrir. Por más contenida que me había hecho sentir su preocupación, por más que me sintiera muy amada, no pude abrirlas.

De pronto me quedé mirando a mis hijos. Los vi jugar, reírse. Los vi crecer. Los recordé de más pequeños, hacía no tantos años. Pensé en todo lo que nos faltaba recorrer juntos. Las cosas que quería todavía poder hacer con ellos, los consejos que quería darles. Quería llevarlos al jardín. Quería verlos su primer día de clase, comprarles sus mochilas. Hacer la tarea con ellos. Irnos de vacaciones. Sostenerlos cuando estuvieran mal. Invitar a sus amigos a casa y prepararles de comer. Festejar sus cumpleaños e invitar a sus amigos del cole. Y se me hizo un nudo en la garganta. Eso era lo que estaba en riesgo. No podía arriesgar mi vida así. No podía no pensar en estas cosas y dejarlo todo a la suerte.

Entré al baño, dos pastillas en una mano y un vaso de agua en la otra. La peor pesadilla de todas estaba por comenzar.

3 de Julio de 2020 a las 19:58 0 Reporte Insertar Seguir historia
1
Fin

Conoce al autor

Natalia Reale Queriendo soñar mundos para volar ~

Comenta algo

Publica!
No hay comentarios aún. ¡Conviértete en el primero en decir algo!
~