El mozo muerto a pedradas en la plaza de los barrios bajos de York —refugio de la peste, los viciosos, los infames, los ladrones y las prostitutas— salió a caminar a primera hora de la mañana por las calles de su cuadra para ver si la promesa del sol lograba calentarle los gélidos pies embutidos en precarias envolturas de mal cuero y paja. Saltó las medianeras rancias para ir a encaramarse a los balcones de siempre donde más de una bella señorita halagada por sus encantos le lanzara una hogaza de pan no tan duro, la más osada o la más ignorante de seguro le ofrecería un poco de cerveza.
Se sopló las manos haciendo que se alzara una mota de su aliento condensado, le dolía la cabeza, no recordaba mucho de la jornada anterior cuando se había aventurado por los oscuros pasillos de las casas señoriales o cuando casi había perdido un zapato al ser llevado a rastras por las calles enlodadas y llenas de orines del mercado; su memoria no retuvo la luna casi amarilla reinando sobre su coronilla, menos recordaba haber llegado a esos lugares debido a su insistente deseo imperecedero por cierta nerviosa chiquilla que había divisado desde su lugar encaramado sobre el alféizar de la posada a lo lejos días y días atrás. Si se le hubiese preguntado por el terror y las piedras y los bien pagados verdugos que le cerraron el paso, no habría sabido qué responder.
Pero ahí estaba él otra vez, las cosas tomaban el mismo cauce de siempre, a no ser por un ligero y casi imperceptible pitido que atravesaba sus oídos y una constante molestia en las sienes. Su cuerpo abriéndose paso a la robusta adultez se sentía potente, las piernas le responden ligeras cuando se trepaba de muralla en muralla, de doncella en doncella. Su ánimo, aunque promedio, estaba a salvo de las pesadumbres y malestares típicos de su pobre falta de apellido que con el pasar de los años le hizo resignarse a una vida refocilante, donde sus exabruptos estaban destinados a manchar honores ajenos.
El sol aparecía entre los picos de las diferentes capillas y el castillo anunciando así el inexorable avance de las horas mientras se acicalaba, para las próximas faldas que debía visitar. Su cara limpia, el cuerpo tanto como podía estarlo, su traviesa mente dispuesta para que las palabras mutaran suaves cual ronroneo camuflando con poéticos sonidos la ferviente liviandad embrutecida.
Empezó entonces a pavonearse mientras entonaba saludos a diestra y siniestra para hacerse escuchar por aquella, esa muy parecida a él, igual de atontada de seguro aún en las sabanas de su nuevo señor. La descendencia que entre ambos habrían traído al mundo era un poco menos que la Abraham; pero no perdía su tiempo pensando en esas cosas, no había suficiente trigo para criar.
A poco esperar apareció ella, bostezando y con los movimientos lentos, acompasados. Aún teniendo el pelo revuelto, con la ropa sucia y arrugada, a él le conmovió la disimulada belleza que la muchacha portaba. En medio de los malolientes callejones se besaron furtivamente antes de iniciar la carrera fuera de las murallas, donde en medio de verdes y doradas praderas el sol les tostara la piel. Después de su despliegue de afecto les ganó la comodidad y la modorra, fue ahí que el mozo sospechó que algo se aprontaba a ocurrir, porque tuvo el siguiente sueño: se vio en un jardín exuberante. Y en este jardín él era feliz y no tenía ningún tipo de preocupaciones, no conocía el hambre y el dolor. No había urgencia de buscar abrigo, porque la lluvia y el viento no tenían la facultad de calar los huesos. Sin embargo, él no estaba conforme con todo eso, su naturaleza inquieta e ignorante quería agotar los límites del jardín, para probar otras cosas, aunque sabía lo inútil de la tarea. Caminó, pues, por la orilla de un arroyo y avanzando se encontró ante una Morera. Se acercó a la sombra de sus hojas, hasta que algo volvió a llamar su atención. Una abertura en la tierra, justo a un costado de las raíces de la morera. Una abertura como nunca había visto y que podía erizar de espanto al más cojonudo. La impresión que se llevó fue grande, pero supo reponerse como lo hace la gente del pueblo. Se percató entonces de una certeza animal, no podía devolverse sin echar antes un vistazo. Así que se aguantó el miedo y se puso al borde de la abertura y metió la cabeza en esta, en la oscuridad inescrutable... inaguantable.
Al despertar aún no era muy pasado de media tarde y lo primero que reconoció fue su dolor de cabeza. Ella seguía a su lado y lo miraba con familiaridad y paciencia. Parecía advertir su sobresalto, puesto que su risa fácil ya no estaba y sus músculos se mostraban tensos. Pero él no era un palurdo que se asusta con un sueño, por lo que, pasada la primera impresión, quiso cerrar otra vez los ojos y dormir. Y digo quiso cerrar los ojos, porque nada más manifestar este deseo en su pensamiento un hecho vino a distraerlo. En ese instante cuando se reclina la cabeza para una nueva sesión de despreocupados ronquidos, una voz masculina llegó desde su espalda. Y aparecieron tres ladronzuelos de poca monta contoneándose por la pradera, con el hocico torcido, el pelambre lleno de costras de mugre, serían ladrones pero ladrones temerosos de enfadar a Dios si se preocupaban de la higiene. A uno de ellos lo conocía: era el sucio Jerome, callejero, bravucón, que vivía en la casa abandonada de la esquina junto a su grupo y que martirizaba a jóvenes y abuelos con sus matonerías. Sus dominios delictuales marcaban un territorio amplio que no respetaba el derecho de los demás trabajadores de lo fácil por hacerse un lugar. A los otros dos jamás los conoció, aunque no se quedaban atrás con respecto a Jero, puesto que sus miradas eran igual de insolentes. A su compañera de siempre se le erizaron los pelos del brazo en alerta. De inmediato se puso en posición de guardia, ya sea para arrancar o pasar al ataque haciendo uso de su instinto. Y no le sacaba a su compañero los ojos de encima, para comunicarle que pasase lo que pasase, se estuviese siempre junto a ella. Es ahora cuando los tres hombres se detienen frente al montón de espigas aplastadas por sus quehaceres íntimos y es el ladrón Jerome quien da el graznido oficial de saludo; en York los graznidos reemplazando palabras eran comunes, grandes poseedores de eficacia pocas veces sospechada. Dependiendo de la entonación, la duración, el volumen y los mil matices con los que se los puede adornar, es lo que se ha querido decir. En este caso, el sonido del ladrón Jero no ha sido para nada sencillo; ha encerrado en sí un profuso y muy profundo mensaje, que partiendo del cortés hola o buenos días, ha pasado a un montón de otras cosas, entre las que destaca la invitación a salir a dar una vuelta. Sí, ese trío de erróneos nacimientos no ha venido a proferir chanzas ni a ofender a la dama pobre ni a humillar al macho ocurrente; sin hacer efusiones de diplomacia, ha manifestado el deseo de que nuestro Mozo lo siga. También en el chiflido se ha sugerido un para qué: sencillamente para salir a hacer maldades y reír un rato. Así que esa es la cuestión. El Mozo y la Dama están confundidos y en un primer momento, sin saber qué hacer. Él no sale de su inmovilidad y ella parece que se olvida de sus aprensiones y se dispone otra vez a ocuparse de sus propios asuntos pero no; su mirada es traspasada por el terror, sus uñas se clavan en la tierra fecunda y blanda bajo sus muslos. Ha comprendido quién sabe qué cosa, por lo que el terror le deforma las facciones. Un chorro pequeño de orina sale veloz de entre sus piernas. Sus ojos están rígidos cuando observa a su compañero Mozo dirigirse hacia fortificación, cruzar sus puertas y perderse con sus nuevos amigos de juerga. Ella comprende: aunque éste le temía al malhechor Jerome, siempre quiso buscar su amistad y dedicarse a las patanerías y bufonadas. Al verlo cruzar entre el confín de las murallas de piedra, se despide porque sabe que no se volverán a encontrar. Luego se para y cae de rodillas, rueda y se golpea las costillas contra una piedra. Corre a esconderse bajo las sábanas de su nuevo señor. No come ni duerme ni sale al mercado por una semana, tanto así que casi se le acusa de estar poseída por fantasmas. No se saca de la cabeza que el Ladrón Jerome ha muerto hace dos o tres meses.
Gracias por leer!
Una escritura impecable adorna una historia muy bien pensada para enamorar al lector y luego impactarlo con el final. Ortografía y gramática excelentes, un lenguaje muy acorde a la trama y un buen ritmo narrativo. Felicito a la autora.
Estoy realmente asombrado, la narración es tan perfecta como la luna llena. Me gustaría leer más de ti
Bellisima narración, muy clásica y original a la vez. muy recomendada, esta autora logra transportarme.
Un trabajo excelente, sin duda una autora de la que deseo leer mas en el futuro. Maneja en una forma notable la narración y te transporta al lugar donde se ambienta este relato.
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