panda-monium1590585227 Karim Waher

A Alejandro la infelidad le prendía, pero no sabía lo cerca que estaba de prenderse en fuego.


Drama Sólo para mayores de 18.

#drama #terror #relato-corto #oneshot #erótico
Cuento corto
0
3.4mil VISITAS
Completado
tiempo de lectura
AA Compartir

Capítulo único.

Hacía calor.


El aire acondicionado el bar estaba encendido, pero en lugar de sentirse refrescado, Alejandro sólo podía sentir el aire viciado reciclarse entre las cuatro paredes del recinto. Olía a cigarrillos, alcohol y desinfectante. No era el mejor sitio, pero tampoco era el peor en el que había estado.


Miró su reloj contando los minutos que faltaban. Había llegado media hora más temprano y había pedido una cerveza para esperar, en esa mesa para dos todo parecía transcurrir en cámara lenta. Peinó sus cabellos negros con la palma de la mano, le sudaba la nuca. No estaba nervioso, no era la primera vez que hacía aquello. No era la primera vez que era infiel.


Y había dejado de sentir culpa hacía mucho.


Miró su reflejo en el cristal de la mesa, practicando mentalmente su discurso. Había encontrado a la chica en internet, en una de esas redes sociales para ligar. Había mentido un poco sobre su edad, pero tampoco era importante. Sólo la iba a ver esa noche y nada más, no necesitaba ser honesto. En cuarenta y seis años de existencia muy pocas veces lo había necesitado.


La reconoció de inmediato al verla entrar. Ella era alta, debía rondar el metro setenta y cinco, no era particularmente delgada, pero tampoco gorda. Como le gustaban. Llevaba un suéter negro sencillo y una falda por encima de las rodillas nudosas; el primer pensamiento de Alejandro es que se veía más joven de lo que aparentaba en las fotografías. La llamó por su nombre y ella lo ubicó entre las cabezas del local, saludando con la mano antes de acercarse.


Dejó el bolso sobre la mesa y le plantó un beso en cada mejilla. Alejandro fue recíproco, ofreciéndole asiento.


—¿Te hice esperar mucho?


Preguntó ella, acomodando su lacia cabellera sobre su hombro izquierdo. Tenía un cabello hermoso, rubio oscuro, contrastando con el bronceado cobrizo de su piel. Era una mujer llamativa, pero no era eso lo que había atrapado su interés en ese momento. Sus ojos… pequeñas almendras de color marrón tostado, profundo. No eran algo fuera de lo común, pero algo se revolvió en el estómago de Alejandro al verlos. Como si los conociera de antes.


Se deshizo de la ridícula idea cogiendo la delicada mano de ella entre las suyas, se veía tan pequeña y frágil… quería apretarla. Y ya no estaba pensando en la mano.

—Para nada —respondió, con cortesía mecánica—. Aunque si lo hubieses hecho tampoco me habría quejado —se rió—. ¿Algo de tomar antes de irnos?


Ese era el plan. Un par de tragos y a la cama. Los dos lo sabían, había sido sincero —en eso, al menos— al respecto. Pidieron dos cervezas, ya era la segunda para él, pero realmente no tenía ningún efecto. Hablaron superficialmente de la vida de cada uno, evadiendo detalles personales. Ella le contó un poco más sobre lo que ya sabía: veintiséis años, sin hijos, trabajaba en un banco al otro lado de la ciudad. Por su parte Alejandro sólo le dijo lo mismo que a todas: divorciado, dos niñas y un trabajo no de ensueño, pero tampoco tan mediocre, en una distribuidora de repuestos automovilísticos. Bebieron más.


Intercambiaron algunos roces camino al motel, el cual había elegido ella.


—Conozco uno cercano y barato.


Había dicho. A él realmente no le importaba siempre que tuviese agua caliente.

El recepcionista era un muchacho joven, paliducho y enjuto. Apenas alzó la vista a ellos, pero fue extrañamente amable con ella. «Zalamero», pensó Alejandro. Pagó la habitación del segundo piso y lo primero que lo recibió al cruzar la puerta, aparte de la luz macilenta y el olor a lavanda de un cuarto recientemente aseado, fue el hambre de la boca de ella. Apenas cerró la puerta se encontró devorado por los labios de la chica; primero sorprendido por el arrebato de ella y luego encendido por la suavidad de sus senos contra su pecho, correspondió con la misma intensidad, enredando su mano en su cabello y atrayéndola a sí con el brazo libre. Ella sabía a cerveza y menta, su lengua era pequeña, sedosa, caliente. La succionó con malicia, incluso la mordió.


Habían hablado por dos semanas sobre el momento y Alejandro había fantaseado con cada detalle. Ahora podía hacerlo realidad.


Ella cayó de espaldas sobre la cama con él encima, una risita boba escapó de su garganta al interrumpir el beso para que Alejandro se quitara los zapatos y la chaqueta que fue a dar quién sabe dónde. Sus manos ásperas la despojaron del suéter y del sujetador sin mayor problema; lamió su cuello y descendió por sus clavículas, dejando pequeños mordiscos en el nacimiento de sus pechos que le llenaban generosamente las manos. Ella permaneció reclinada sobre sus codos mientras él se llevaba sus pezones morenos a boca, degustándolos como si un par de gomitas dulces se tratara, chupando la azúcar antes de hincarles los dientes. Los pequeños suspiros de ella le prendían, pero le dejaban insatisfecho.


«¿Se está conteniendo?»


Era un hombre dominante. Era poco lo que le dejaba hacer por su cuenta; ella había podido tocar su espalda porque él mismo había puesto sus manos frías sobre ésta. Le desabotonó la camisa y besó su pecho, peinando con la nariz la delgada capa de vello áureo que lo arropaba. Alejandro era pálido, las marcas morenas de sus antebrazos contrastaban con el verdadero color de su piel y con la manta de lunares que la arropaba. Él se sacó el cinturón y terminó de quitar los pantalones. Arrastró al cuerpo femenino hacia sí, acercándolo a su erección.


Ella lo detuvo juntando las rodillas, jugado con su miembro con la punta de los dedos de sus pies, haciendo gruñir al mayor.


Nut, nut… —susurró, cogiendo el rostro de Alejandro entre sus manos, pasando la punta de su lengua sobre los labios de él— aún no.


La observó, un poco confundido, un poco encaprichado. Entendió el mensaje de las manos de ella jugando con las ondas de su cabello, invitándolo sutilmente a descender por su cintura y depositar su cara entre sus piernas. Y eso hizo.


Acabó de sacarle la falda y las bragas, inhalando la esencia de su humedad. Besó y succionó la cara interna de sus muslos, paseando sus dedos desde la unión de sus nalgas al centro caliente y pegajoso que lo recibió de piernas abiertas. Separó los labios de ella, lubricando con su propia saliva el camino que llevaba a su clítoris, frotándolo como si aplicara una pomada. La escuchó gemir y aplastó su boca contra la sonrisa hirsuta de la intimidad de ella, lamiendo en pequeños círculos hasta que la sintió contraerse. Sabía bien, olía bien…


Quería follársela. Ya.


Hundió las uñas en las caderas de ella, haciendo el amago de levantarse para acomodarse en su interior finalmente. Sin embargo, las largar piernas se enroscaron juguetonas alrededor del cuello de él. Alejandro alzó el rostro, aún con la barbilla mojada. Ella lo miraba, sonriendo, sudada. Pero aquella sonrisa no era sólo de placer y algo dentro de él se lo decía.


Sin embargo, ya era muy tarde. Antes de que pudiera reaccionar ella había alcanzado algo en su bolso tirado al otro lado de la cama, algo que no pudo ver. Sólo sintió un pinchazo en el cuello, seguido de un dolor profundo, pero corto. Su grito de sorpresa se vio ahogado por un cansancio y un sueño que nacieron de lo más profundo de su cuerpo, que no respondía a su deseo de moverse.


Ella lo empujó fuera de la cama y lo dejó caer de espaldas al piso gélido, golpeando su cabeza contra la cerámica blanca. Alejandro no sintió nada más que un ruido hueco hacer eco en sus oídos, mientras la imagen de la mujer de difuminaba y se volvía una nube negra que en pocos segundos absorbería toda la escena antes de cerrar los ojos.


Hacía calor.


Estaba soñando. Siempre tenía ese sueño, ese maldito sueño.


La brisa del mar le golpeaba la cara, sentado en la arena observaba la finísima línea aguamarina del océano desdibujarse con las lanchas en la distancia. Su piel ardía bajo el sol de la costa y se pelaba dejando manchas rosadas en su dermis irritada. Su cuerpo era delgado, mucho más delgado, pero fibroso. Algo crecía en su vientre, un calor sofocante, una presión parturienta que no cedía a sus manos hundiéndose en la arena dorada. Sabía lo que pasaría, había estado ahí muchas veces. Aquel era un Alejandro mucho más joven, mucho más irritable y necesitado de… cosas. Lo veía todo en tercera persona, pero al mismo tiempo lo sentía en su propio cuerpo. La latente excitación entre sus piernas lo asfixiaba, lo sometía. Algo baboso y fresco acariciaba su miembro de abajo a arriba, tembloroso. No quería ver. No quería ver. No quería ver.


No debía ver.


Otra vez sus manos sujetaron la pequeña cabeza castaña, empujándola con crueldad a la vara hirviente que era su pene. Lo hundió sin remordimientos en la garganta, sintiéndola cerrarse, oponerse. La forzó hasta que tragó cada centímetro de su dureza, hasta que las manos golpeadas que se abrían paso entre sus piernas dejaron de poner resistencia.


Se vino.


Abrió los ojos, tan azarado como entumecido. Un halo de luz incandescente golpeó sus pupilas y lo obligó a bajar el rostro hasta recuperar la vista. Se vio a sí mismo de pie y atado a un poste de hierro oxidado que arañaba su cuerpo desnudo, sus brazos lo rodeaban doblando sus codos dolorosamente, oprimidos por cinta adhesiva. Poco a poco el dolor comenzó a recorrer sus músculos, un calambre que electrificó sus extremidades al punto de hacerlo gemir.


—Tranquilo, es momentáneo.


Siguió el eco de aquella voz femenina y se halló con una silueta aún deforme por su agotamiento sentada frente a él. Entornó la mirada, confundido y molesto, pero también asustado. Poco tardó en visualizar claramente a la mujer que lo miraba sonriente, con los codos sobre las rodillas. Sujetaba el celular de él en su mano y parecía entretenida leyendo.


—¿Así que le dijiste a tu esposa que saldrías con amigos? ¿realmente crees que puedes engañarla?


Alejandro intentó moverse, pero sólo pudo estirar sus piernas. Era infructífero, estaba fuertemente amarrado, de pie, desnudo e indefenso. Comenzó a sentir frío.

Arrugó los dedos de los pies. Tierra. El techo era altísimo, el sitio era oscuro, sólo la luz del foco colgando de la pared los iluminaba. ¿Un galpón? ¿cómo había llegado ahí?


—¿Qué mierda es esto?


Ella enarcó una ceja, como no comprendiendo de qué hablaba.


—¿Qué quieres?


La mujer se levantó, dejando el celular en la silla. Su cabello estaba recogido en un moño desordenado y ahora vestía una franela que obviamente le sacaba varias tallas y un pantalón negro. Alejandro la vio acercarse con parsimonia, con la lentitud de un felino rodeando a su presa. Cuando ella paseó sus uñas por su cuello, tragó con auténtico temor. Temor que reprimió en el orgullo de su ira. Intentó golpearla, en vano. La escupió en la cara, pero ella sólo se limpió con el torso de la mano… para luego sujetar su mandíbula con agresividad y obligarlo a verla a los ojos. Sus ojos… esos ojos…


Ámbar… un ámbar tan intenso como apesadumbrado.


«¿Sus ojos no eran marrones?»


Sintió una punzada en la sien.


—Eran lentillas —dijo ella, como si hubiese leído sus pensamientos—, es increíble lo fácil que olvidas un rostro, Alejandro. No es como si hubiese cambiado tanto… pero claro, para follar no necesitas recordar caras.


Un sudor frío recorrió su espalda, tensó los dientes, esperando una sola palabra. Algo que le sacara de aquel trance de no saber qué sucedía.


—Ale, Ale… ¿no aprendes, no es así? realmente tienes una debilidad por las mujeres jóvenes —musitó ella, inexpresiva. Soltó el rostro de Alejandro y rodeó su cuerpo, regresando con un carrito similar al de los utensilios médicos cubierto por un trapo blanco. Lo estacionó al lado de él y lo descubrió. Alejandro miró de soslayo el contenido: dos botellas de algo que parecía shampoo, pinzas… ¿o eran tijeras? Y una cajetilla llena de clavos con lo que le pareció eran agujas— ¿qué tan jóvenes las has tenido? ¿dieciséis? ¿veinte? ¿catorce?


Él gruñó, mirándola a los ojos en un arranque de prepotencia.


—¿Quién coño eres y qué es lo que quieres? ¿dónde estoy y cómo me has arrastrado hasta aquí? ¿qué q---


—Una pregunta a la vez —interrumpió ella, arqueando las cejas con una especie de falsa indignación que lo hizo sentir enfermo—. Soy Ángela —dijo, respondiéndole con lo que ya sabía: Ángela, claro, era el nombre que le había dado al quedar. La vio caminar hacia una esquina de aquella habitación enorme y regresar en lo que le parecieron horas, pero sólo fueron minutos. Rodaba un trípode con la cámara encendida, lo sabía por la luz roja titilando. Lo enfocó a él—, o bueno, ese es el nombre que te di. Pero tú conoces mi nombre real, ¿no es así? —suspiró, ilusionada, como si recordara algo que le llenara el espíritu. Alejandro la miró más confundido aún y ella respondió a con una mirada inquisitiva, cogiendo ahora las pinzas sobre la bandeja plateada del carrito— Dónde estás no importa, estás lejos de casa, lejos de lo que conoces. Y eso es todo lo que debes saber —se acercó a él, peinando su barba con las pinzas frías—. El cómo… bueno, cierto muchachito me ayudó.


La sonrisa del recepcionista del motel alumbró el pensamiento de Alejandro, que retuvo un gemido de susto.


—Eres inteligente. Así te recuerdo —dijo Ángela, con los labios torcidos en una mueca que se le hacía asquerosamente traviesa—. Sinceramente no esperé volver a saber de ti. Te busqué, es cierto, pero el paso de los años te quitan la esperanza de volver a encontrarte con quien te abandonó sin dejar rastro.

—No sé de qué me ha---

—Lo sabrás.


Un grito profundo, animal, inundó el recinto, perdiéndose en el vacío. Ángela sostenía la tetilla de él entre las pinzas, la retorcía y la reventaba, aflojaba y apretaba hasta que se volvió poco más que un trozo de carne flácida y sanguinolenta que colgaba de la aureola rosada de él. Las lágrimas habían bañado el rostro, ahora enrojecido de dolor, de Alejandro. El moco mojaba su boca y su cuerpo se retorcía como un caracol convulsionando bajo granos de sal. Ángela permaneció estoica, lo suficientemente lejos para evitar ser golpeada por las piernas de él, pero lo suficientemente cerca para regodearse en su travesura, jugando con un trocito de piel de la tetilla mutilada entre sus dedos. Se sentó en la silla, girando el respaldo y encarando a Alejandro, que la miró aterrado.


—Vamos a jugar a algo, Ale —soltó. Él tragó saliva intentando no ahogarse en su llanto, que ahora se convertía en un hipeo infantil y aturdido por el dolor que arropaba su pecho derecho—. Quiero que recuerdes quién soy.


—Áng…

—No ese nombre —se rió—, mi nombre real. Debes recordarlo. Tienes que. No te perdonaría si no lo hicieras, yo no te he olvidado en estos años.

—¿De… —Alejandro tomó aire, forzándose a hablar. Se sostenía sobre el pozo de su propia orina fresca y caliente— de qué hablas..?


Ángela arrugó el entrecejo, enojada. Se levantó tirando la silla al piso de tierra y cogió la otra tetilla de Alejandro con las pinzas, aun sin apretar. Él gritó aterrado, retorciéndose en un intento estúpido de escapar. La mujer lo atravesó con sus ojos ocres, endulzando el semblante mientras acariciaba con la mano libre el abdomen sudado y de Alejandro.


—Creo que no entiendes las reglas aún, Alejandro… —apretó suavemente, haciendo más daño a través del miedo que de su carne— el que debe responder eres tú. Pero seré justa, ¡te daré una pista que iluminará esa cabecita de mierda tuya! —ladeó el rostro, que se le había llenado de una ternura infinita— ¿recuerdas tus vacaciones en la costa?


Alejandro dejó de temblar. Su cerebro se había desconectado y ahora era sólo una espina unida a un cuerpo que no respondía a ninguna autoridad. Por un momento creyó perder la noción de la realidad al escuchar aquellas palabras. Quería vomitar. Quería vomitar. Iba a vomitar.


Ángela lo abofeteó, trayéndolo de vuelta al mundo. A ese mundo lejos del mar, del sol, de la pegajosa sensación de…


—Hice una pregunta —apretó más, Alejandro se quejó— si no respondes correctamente voy a arrancar esta mierda de tu cuerpo, te la haré tragar, y enviaré la maldita grabación a tu familia —rugió, cambiando su tono a uno mucho más calmado con una naturalidad casi irreal—. ¿Lo entiendes, cariño?


—Fátima… eres Fátima…


El rostro de ella se iluminó como el de una niña en una juguetería, sus ojos brincaron con emoción contra los ojos hinchados de Alejandro, rozando nariz con nariz. Lo olfateó y lamió como un perro que se reencuentra con su dueño luego de meses esperando. Su ánimo era tan volátil como una tormenta de primavera.


—¡Exacto! ¡ganaste! —había soltado la tetilla de él, pero no la pinza. Lo cogió con ambas manos del cuello y acercó su cuerpo cálido al de él, que lloraba con resignación silenciosa— ¿cuántos años tenía, Ale? ¿cuántos años tenía cuando me dejaste a morir en ese tiradero?


—Lo sient —gimió— lo sien… to. ¡Lo siento! ¡lo siento!


La sonrisa de Fátima se desvaneció y sus labios se unieron en una línea de fría antipatía y decepción.


—Eso no fue lo que pregunté.


Alejandro intentó gritar, pero antes de poder pedir clemencia ella ya había reventado el suave botón en las pinzas, destrozándolo esta vez de en un solo movimiento, sin treguas. Él chilló, chilló de una forma que se asemejaba a la de los cerdos en el matadero. Pataleó y golpeó su cabeza contra el poste, sintiendo cada centímetro de su cuerpo rebosarse de dolor.


—¡Tenía nueve! ¡nueve años, maldito hijo de puta! —espetó, su voz se quebró en un llanto que no derramó, pero nacía en lo más profundo de su pecho. Metió las pinzas en la boca de Alejandro, partiéndole las paletas superiores en el proceso. Las hundió hasta su garganta, obligándolo a atragantarse en el hierro, su carne y sus dientes rotos con la mano libre. Ella temblaba, fúrica. Él temblaba, nauseabundo, vertiendo todo su contenido estomacal sobre sí mismo una vez Fátima lo dejó respirar— Yo también vomité —susurró, volviendo a penetrar su garganta con las pinzas, lacerando la comisura de sus labios que se abrieron. Le estaba follando la boca y él no podía hacer nada para evitarlo, más que intentar respirar. Ella lo notó y cubrió su nariz con la mano, asfixiándolo—. Pensé que te gustaba hasta el fondo, vamos, ¡sin morder!


Adentro, afuera, adentro, afuera. Las pinzas entraban y salían con más velocidad de la que Alejandro podía soportar, la arcada ya no venía cargada de bilis, sólo de la sangre de sus encías y de su garganta lastimada. Olía a vómito y a saliva.

Fátima se detuvo, con las manos empapadas en babas y comida a medio digerir. Se las miró con asco, dejando caer la pinza al suelo y limpiándose en el cuerpo de Alejandro, que jadeaba, tosía sin verdaderas fuerzas. Terminó de limpiarse con el trapo blanco del carrito, levantó la silla y se sentó, agitada.


Lloró.


—A nadie le importó realmente. Era obvio, ¿a quién le iba a importar la hija de una puta? —masculló— ¿eso fue lo que pensaste, no? nadie iba notar la ausencia de la hija de una puta drogadicta más, ni siquiera su madre. Por eso me llevaste ahí —se mofó, limpiándose la nariz con el torso de la mano. Alejandro intentó decir algo, pero sólo salió un gorgoteo inentendible. Fátima no sollozaba, pero su pecho se henchía en un doloroso respirar inconstante mientras lo miraba ahogarse en la hemorragia de su boca. Cogió una de las botellas de la bandeja, la abrió y la olfateó. Cerezas—. Yo vendía paletas, era una buena temporada. Vestía un lindo vestido azul. Me llevaste a ese cuchitril donde se sacaban la arena y se duchaban, ¿recuerdas? —agitó la botella, delineando su forma alargada con los dedos, entretenida— Me hiciste chupártela hasta vomitar. Pero eso ya lo recuerdas —tomó aire—. ¿Cuántos años tenías? ¿veintidós? ¿veintitrés? no… veintinueve. Tenías veintinueve.


Se levantó, con la botella aún en sus manos. Acercó más la cámara, haciéndola enfocarse en el rostro de él. Alejandro lloraba, pero quedadamente. Sus ojos estaban enmarcados por ojeras profundas y amoratadas, tanto como sus labios golpeados. La sangre comenzaba a secarse en su pecho y un par de moscas revoloteaban alrededor del charco de lodo y orina bajo sus pies.


—Cuando quisiste metérmela no pudiste porque era demasiado estrecha y no dejaba de llorar —acarició la mejilla de él, condescendiente— ¿recuerdas qué hiciste para arreglar eso? —Alejandro sollozó, queriendo alejar su rostro del de ella, que lo inmovilizó con los dedos— ¿qué fue lo que hiciste? —destapó la botella con un dedo y metió la boquilla en la boca de él, sosteniendo su frente y obligándolo a beber el shampoo ácido. La espuma se mezcló con su sangre y saliva espesa, ahogándolo. Fátima no permitió que vomitara, sujetó su nariz haciendo pinza con los dedos y lo vio tragar al menos más de la mitad del frasco. El gel jabonoso se escurría por sus fosas nasales, irritando todo su interior— Me metiste un puto frasco de shampoo en el coño antes de follarme tú.


Fátima dejó caer el frasco, tambaleándose. Por un momento pareció iba a caer, por lo que se sujetó el hombro de su víctima. Estaba empapada en sudor, suyo, de él, y otras cosas que definitivamente provenían del cuerpo masculino. Alejandro tosió compulsivamente, ahogado por el químico que quemaba su esófago. Sus brazos estaban pintados de cardenales ya por intentar romper sus ataduras, logrando sólo herirse más.


—Por favor… —dijo él, con voz pastosa, por primera vez en todo ese tiempo, intentaba unir las palabras sin gritar de angustia— por favor… lo siento, lo siento… perdón...


Fátima lo miraba, su entrecejo se había relajado y sus cabellos caían como una cascada miel sobre su rostro húmedo de sal. La sal de sus ojos heridos, enrojecidos por el dolor. Alejandro vio en ellos a la misma niña que había sometido y un vapor ardiente hizo ebullición en él. Lo recordó todo, pese a eso…


—Yo también dije «por favor» —respondió ella, sin más. Metió la mano en la caja metálica, sacando un puñado de clavos y alfileres, lastimándose ella también. Su puño sangraba, pero no le importaba. Cogió un alfiler y lo clavó entero en el costado de Alejandro. El rugido de él se vio apagado por el grito de Fátima, que se burlaba del dolor ajeno—. ¡Waaah! ¡waaaaah! ¿no te estás divirtiendo? ¡me pregunto qué pensará tu esposa cuando vea todo esto! oh, es cierto. Ella no debe saberlo, ¿verdad? ¿que parió de un pederasta? —inhaló— ¿también te follas a tus hijas, Ale? —hundió otro alfiler, justo debajo de la segunda costilla izquierda. Alejandro lloró, sólo eso podía hacer— creo que no. Así que esta será tu confesión, ¿está bien? voy a dejarte vivir —sonrió, cerca de su boca hedionda a vómito—, pero con una condición. Vas a repetir todo lo que diga, deberás repetirlo fuerte y claro. Si lo haces antes de que se me acabe esto —alzó el puño lleno de clavos y alfileres— te dejaré ir. Pero si te equivocas, te voy a dejar aquí y nadie sabrá de tu paradero, así como me dejaste a mí. ¿No es un juego justo?


Alejandro negó con la cabeza, compulsivamente. Fátima le clavó otro alfiler en el ombligo, él gritó.


—Vamos a comenzar… —otro, en el brazo— lo siento por…

—Aaagh… lo… lo siento por…

Un clavo. La ingle. Alejandro se torció en sí mismo.

—… Haberte violado…

—Ha… haberte… vio-viola… —un alfiler. El muslo— ¡doooo!

—… Haberte metido —dos más, la axila derecha— mi polla aunque gritaras pidiendo que me detuviera… —el glúteo izquierdo— y aunque lloraras —la cadera— y te orinaras encima —los testículos— y no dejaras de sangrar…

Un clavo. La uretra. Hasta ver desaparecer la cabeza de hierro en el pequeño orificio dilatado y sanguinolento. Metió otro más apenas vio irse el primero.

Los gritos de Alejandro se habían dejado de escuchar, ya no repetía, ya no gemía, ya no reaccionaba. Convulsionaba. Sus latidos eran un motor atrofiado que se perdían en el ruido de su respiración entrecortada, volvía a vomitar, pero sólo espuma brotaba de su boca. Fátima metió el resto de los alfileres en su boca tiesa, restregándolos sobre sus labios y rostro, levantando la piel de él y la de su mano. No le dolía.


Ya no.


Se alejó de él, viéndolo morderse la lengua y morder los clavos que se hundían en su paladar. Lo miró hasta que sus piernas dejaron de temblar y torcerse como un pollo sin cabeza. Se quedó ahí, en silencio, sintiendo las lágrimas secarse en sus mejillas. Cogió la cámara, pausando la grabación y cogiendo la memoria, y se dio la espalda, abandonando el galpón.


Al abrir la puerta de hierro oxidado era de día, el sol quemaba sus retinas, pero no le importaba. Afuera se hallaba él, pequeño, joven… corrió a su encuentro; el chico de la recepción del motel la recibió en sus brazos y besó su frente sudorosa, peinando sus cabellos tras sus orejas. La abrazó con tal intensidad que sintió que por fin había unido todas sus piezas. Él había estado ahí. Él la había amado.


Y ahora todo había terminado. Se aferró a la espalda del muchacho, que no la soltó.


Por un momento creyó escucharlo decir algo, mas no supo qué era.


«Ya…»


Fátima sintió el frío del revólver acariciar su sien. Sus ojos ámbar se cerraron en un suspiro profundo, de paz, de satisfacción. Sujetó la mano de su amante y cómplice, dejando la memoria de la cámara en ella.


«…acabó.»


Lo primero en caer al suelo fueron sus sesos cálidos, dispersados como una fotografía abstracta en la tierra seca. Luego fue su cuerpo.


Él lloraba.

27 de Mayo de 2020 a las 14:00 0 Reporte Insertar Seguir historia
0
Fin

Conoce al autor

Comenta algo

Publica!
No hay comentarios aún. ¡Conviértete en el primero en decir algo!
~

Historias relacionadas