Había pasado poco tiempo desde que la guerra se dió por finalizada, los sobrevivientes llegaban en pequeñas oleadas, y Otabek había sido de los primeros en volver; ignoró la algarabía y felicitaciones de la gente, nada lo distrajo de su único objetivo.
Su corazón latía tan deprisa que le zumbaban los oídos, estuvo fuera mucho tiempo, se había aferrado a la idea de volver con la esperanza aún fresca en el cuerpo, una sin fundamento, si lo pensaba racionalmente, ¿cómo puede haber esperanza si nunca hubo promesas?.
Cuando llegó a su hogar no le sorprendió encontrarlo vacío, abrió las ventanas de su pequeña vivienda para permitir que el aire se renovara, esperaba encontrar polvo y telarañas por todos lados, pero el lugar estaba inmaculadamente limpio, sin embargo, no había rastro de vida, todo estaba tan vacío, y silencioso, todo estaba tal como lo dejó, con la única excepción de sus viejas camisas, de las que ya no quedaba ninguna, habían desaparecido.
Pasó el resto del día sentado al lado de la chimenea, esperando, aún cuando la noche llegó y con ella el silencio. Suspiró resignado, con la esperanza intacta, pero un poco magullada; aún así estaba dispuesto a esperar el tiempo que hiciera falta.
Con el alba volvieron los recuerdos, las costumbres olvidadas en el campo de batalla, la rutina se apoderó de él de manera natural: los movimientos silenciosos, el agua hirviendo, el olor a hierbas, el deber que cumplir, la compañía.
La última campaña había llegado a su fin dando comienzo a los tiempos de paz, los caballeros como él, podrían volver a sus casas, tendrían reposo, vida familiar, podrían disfrutar de la victoria junto a sus seres amados, así que el ambiente en el castillo y alrededores era festivo.
Otabek no compartía esa alegría, por supuesto que le complacía la paz y la prosperidad del reino, anhelaba volver a ver a los niños ser niños, escucharlos jugar en la calle, ver a la gente recuperar sus empleos de antaño, las cosechas madurando y las familias viviendo con la simplicidad de los buenos tiempos; pero para él, representaría nuevamente soledad.
No es que le molestara la soledad en sí misma, en realidad se consideraba una especie de ermitaño, pero se había acostumbrado a la rutina, a no pensar ni recordar, a no percatarse de la quietud que lo esperaba al llegar a su hogar, al catre que permanecía vacío cerca del suyo.
Había pasado diez años fuera, la guerra fue cruda y cruel, se llevó más que la esperanza cuando vio morir a muchos de sus conocidos, aquellos compañeros de armas que se volvieron su familia en los periodos de campaña bélica.
Caminó con tranquilidad reconociendo el pueblo, las calles atiborradas de ruido y gente, sin poder dejar atrás las ideas sobre el futuro.
No quería sentir envidia de la situación de su amigo, pero Jean había sido uno de esos afortunados que volvió a una realidad casi igual a la que dejó al partir: su ahora mujer, Isabella, esperándolo con el mismo amor del primer día. Jean seguiría el oficio de su padre un tiempo, a modo de vacaciones.
Otabek se planteó aprovechar el periodo recesivo para simplemente abandonar la guardia real y tomar un oficio normal, algo que lo apasionara, como la herrería.
Pero no estaba seguro del porvenir cuando faltaba una pieza de su vida.
Volvió a la cama esa noche con los ojos fijos en el catre a su lado, extrañando la presencia que pareció segura durante algunos meses, hace tantos años atrás.
Sus horas de sueño no fueron reparadoras, el cansancio no menguaba a pesar de los tiempos de paz, y, aunque había pasado algunas semanas, todo auguraba que el día volvería ser tan frío como todos los anteriores.
Estaba todavía oscuro cuando se levantó de su confortable cama, para él la hora más preciada del día era aquella, cuando el castillo y el pueblo aún estaba en completo silencio, la hora en que la oscuridad se apoderaba de cada uno de los rincones de su habitación, donde solo se podía percibir el murmullo de los grillos y las aves madrugadoras. Amaba moverse en silencio para no romper la quietud del ambiente, preparaba un té con presteza para luego salir al pequeño e improvisado balcón a ver el amanecer, un espectáculo del que, incluso durante la guerra, no se privaba jamás.
La mañana era más cerrada de lo normal, el olor a lluvia y tierra mojada inundaba el ambiente y el sol no coloreó el cielo de nubes en rojo y fuego, fue uno de esos amaneceres plateados cargados de melancolía, uno de los pocos momentos en que se sentía humano, tocado, conmovido. Salir al campo de batalla, tomar la vida de soldados y herejes, defender la santa cruz, la verdadera religión, un huérfano como él que se había educado en el hierro y la lucha.
Se disponía a entrar en sus aposentos, ya que debía arreglarse para comenzar sus deberes. Había aceptado el puesto de capitán gracias a sus méritos en batalla, por una parte sentía que traicionaba sus deseos de abandonar todo, pero disfrutaba de hacer algo constructivo y disciplinado, por lo que era el primero en llegar a los campos de entrenamiento y el último en irse, debía mantener un orden y hacer cumplir el protocolo, fue visto como un hombre frío y estricto durante la guerra, el serio y siempre responsable guerrero.
La cota de mallas ligera sobre los interiores, cubierta por la túnica con los colores distintivos del ejército le abrigaron al salir, la espada caía pesada en su cinto, pero después de tantos años, era un peso reconfortante. Revisó los alrededores antes de asegurar la puerta de su casa.
Mientras andaba, sintió una intensa mirada taladrarle la nuca, casi como si se tratara de un enemigo; se giró despacio, con el sigilo aprendido en años de supervivencia, intentando no alertar a quien quiera que lo vigilara, sin embargo, en la calle vacía solo encontró la presencia de un gato sobre la rama de un árbol, su pelaje era como la madera: marrón moteado, para confundirse en las profundidades del bosque, pero los destellos cobrizos en su piel se reflejaban gracias a la escasa luz; no pudo distinguir el tamaño del felino, solo la penetrante mirada verde, un verde tan brillante que parecía casi espectral, la mirada felina parecía seguir todos sus movimientos.
Quiso ignorarlo, pero el animal no desviaba la mirada, era como si quisiera revelarle un secreto, pero no era eso exactamente. Tenía algo inusualmente inteligente en sus ojos, algo que no podría definir.
El primer grito del vendedor de leche lo sacó de su embotamiento, tenía deberes que cumplir.
Las horas pasaban rápidas en el campo de entrenamiento. Como líder tenía que manejar un sinfín de responsabilidades, que iban desde educar a los nuevos reclutas hasta repasar las estrategias para futuros encuentros; era fácil perderse entre los ejercicios y las luchas simuladas, el tener que resolver dudas y calmar miedos, debía estar atento a cada uno de los soldados bajo su cargo, conocerlos, animarlos y guiarlos, ganarse su confianza.
Le gustaba que hicieran las comidas todos juntos, de esa manera fortalecía el lazo fraternal que los mantendría vivos en una batalla real. Compartían alegrías y tristezas, se enseñaban mutuamente y Otabek se sentía secretamente orgulloso de que su piquete fuese uno de los más disciplinados del reino.
El sol pronto apagó su luz y ya no fue posible enseñarles a los pequeños escuderos como debían atar correctamente las cinchas de las monturas. Despidió a sus soldados y designó a la guardia del castillo, a quienes vigilarían en las atalayas y los hombres de emergencia que permanecerían en el recinto.
Antes de retirarse, Otabek se dio el tiempo de actualizar los datos familiares de algunos soldados, varios tomarían el papel de padres en unos meses más, producto de las fiestas de celebración del fin de la guerra y debía firmar los juramentos para que el rey les otorgara unos cuantos cobres para el nuevo integrante de la familia.
Ya estaba habituado a caminar por las calles oscurecidas, podría caminar con los ojos cerrados hasta llegar a su lugar si quisiera. Era un hombre de costumbres, sabía que era un poco peligroso, pero no tenía enemigos en el pueblo; le gusta tener seguridades, saber de antemano las cosas, siempre estar preparado para cualquier eventualidad.
Saludó a un par de personas antes de entrar en su hogar, revisando cada rincón antes de guardar sus armas, preparar algo de comer, beber algo caliente luego de limpiarse y cambiarse a algo un poco más cómodo. A veces trabajaba pequeños pedazos de metal en la chimenea de su casa, como si fuera una pequeña fragua, haciendo figuras para calibrar su pulso.
Al caer la noche, daba una última ronda en su territorio, revisando si alguna de sus trampas atraparon algo o fueron activadas. Las estrellas otorgaron la luz suficiente para ver que el gran gato seguía en la misma posición y en el mismo lugar, sus ojos refulgían como joyas en la semi oscuridad.
¿Cuántas horas habían pasado y el animalejo seguía allí, esperando?
Una vez que comprobó que todo estaba en orden, Otabek dio una última mirada al gato y sintió una punzada de remordimiento. Más de una vez oyó al sacerdote decir que los animales son creación de dios y que merecen ser cuidados, por lo que darles una pequeña limosna sería bien vista como un acto de amor para el prójimo.
—Se que lo lamentaré más tarde— Susurró dejando un cuenco con leche justo en la barandilla del balcón.
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¡Hola monstruitos!
Como pueden ver ¡¡¡¡tenemos casa nueva!!!!
Estoy muy emocionada, pero antes de traerme los fics de la casa vieja (y tóxica) quería inaugurar este perfil con esta historia, que aunque es un multichapter, es una historia corta y boni, de esas llenas de magia.
Lo más importante es que, si esta historia les esta gustando quiero contarles que el mérito NO es mío, jajajaja ósea yo me esforcé mucho en escribir esta historia, pero después se la pasé a la maravillosa @leiyedeth que me dijo "estas desaprovechando la historia" y sacó la motosierra convirtiéndolo en lo que tienen ante ustedes, de corazón les digo que, si no la conocen, corran a su perfil porque es puro talento, no van a encontrar mediocridades, les doy mi palabra.
En fin que, gracias por leerme y nos estamos viendo que la historia esta ya terminada, así que la iré publicando <3
¡Mordiditas sangrientas para todos!
Gracias por leer!
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