Salí a fumar un poco, el frío era terrible y mis manos titiritaban. Me senté en la banqueta. Tenía mucho frío. E insomnio. Moje un poco mis labios secos y heridos. Recordé tu carnoso bermellón. Lo perfecto de tu arco. Bien alineado al tabique de tu nariz. Embonábamos muy bien. Nos excitábamos tan bien. Aromático y adictivo, tembloroso y extasiado. Mis labios juntos a los tuyos. Te extraño y tu sin decir adiós te esfumaste, te alejé. Terminó de fumar y de extrañarte. Entró y ese fue mi instante.

Nunca fumaste enfrente de mí, no hasta que empezamos a vivir juntas, ahora entiendo por qué, esos cigarrillos apestan a sangre.

Los antidepresivos hacen de mí un personaje de libro; cuya energía desmedida le da el coraje para brincar de mueble en mueble, para caminar descalzo bajo la lluvia sin miedo a gangrenarse los pies, cuyas ideas de nuevas historias van y vienen sedientas de salir de lo rutinario. Y los cigarrillos, cuyos mareos como golpes de realidad, me tiran a la cama y hacen girar mi cabeza como una marea descontrolada y vomitiva, apaciguando la energía contenida.