Las corbatas nunca habían sido tan excitantes como en aquel momento en el que sujetaban las muñecas de su jefe a cada extremo de la cama. Sus ojos dilatados, su respiración agitada y su piel erizada eran una invitación al pecado. Tomó una última corbata y con ella cubrió sus ojos mientras lo besaba con intensidad, degustando su aliento. El hombre haló la tela con anticipación y una media sonrisa en su rostro. Ella se alejó y buscó las tijeras en su bolso. Aquella noche sería inolvidable.
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