El mar teñido de negro debió alertarnos, pero no le dimos importancia. Cuando notamos que algo andaba mal los pasajeros caían como moscas en la cubierta. Los niños fueron los primeros en sufrir los efectos del vapor purpureo que emergía de la superficie de las aguas, después vimos morir a los adultos. Nosotros fuimos a la bodega, pensando que allí estaríamos a salvo, eso fue hasta que vimos como los gases venenosos quebraron los vidrios de las escotillas. —Son ellas, van a matarnos —dije.

«¡Esto será tranquilo!», me dije cuando nos ordenaron llevar el oro de los impuestos por el camino real. El viaje era difícil, pero no imposible. Cuando cayó la noche tomé la primera guardia. Nuestra mayor preocupación era proteger el oro, nunca pensamos que algo más estuviera en riesgo. El sueño me venció una hora después, cuando desperté las fauces de esa mujer estaban próximas a mi cuello. Yo era el único con vida, pero cuando ella empezó a morderme supe que esta se apagaría pronto.

El olor de la carne asada me despertó. La pieza reposaba cerca de la fogata, emanando un olor a cerdo muy intenso. —¿Por qué haces eso? Le quitas todo el sabor —dijo uno de los hombres que me habían capturado. —Todo lo contrario, esto le da un toque único, cocina un poco y lo veras —replicó su pálido compañero. El primer individuo pareció pensárselo un tiempo, luego me miró, se levantó, desenvainó su espada y caminó hacia mí. Entonces supe que cortaría mi otra pierna para devorarla.

La mesa se veía atiborrada con platillos de las gastronomías del mundo conocido, los monarcas brindaban y celebraban por su encuentro anual. Pero la dicha acabó cuando el rostro del emperador de Seung Pi adquirió un tono verde enfermizo. El hombre se alzó y clamó por ayuda, dejando caer el pollo que fue su última comida. Luego se revolcó en el suelo hasta que su vida finalizó y decenas de arañas salieron de sus entrañas. Con él, la paz murió. Pronto su pueblo marcharía para vengarlo.

—¡No vayan! —grité a esos hombres cegados por la locura. Pero era en vano, ellos seguían lanzándose al océano. Minutos atrás me habían atado al mástil, era absurdo, pero tal vez los dulces cantos emanados de aquella lejana isla les ordenaron hacerme esto, quizá para que no los interrumpiera. Cuando el ultimo hombre cayó al agua noté que la tormenta venidera y la lejanía de la isla les daría el final mas lúgubre, pero ellos solo querían seguir ese canto que el mar les impediría alcanzar.

¡Él nos derrotó! La recompensa era generosa, creo que eso pasó, la avaricia me cegó. El trabajo en teoría era sencillo. Matar al dragón que envenenaba el río y devoraba el ganado. Éramos veinte guerreros bien equipados, pero al acorralarlo en el bosque nos demostró porque su nombre era respetado. Devoró a mis amigos y calcinó a mis hermanos, solo yo quedé para ver la estela de pena y dolor que el coloso sembró. Luego me miró, abrió sus alas y dejó caer sobre mí la muerte y una maldición.

Desperté cuando el mástil fue arrancado del navío, luego recordé lo que había pasado y me levanté. Pero el panorama a mi alrededor me hizo sentir una culpa incomparable. —Tantas vidas... perdidas por mi culpa —susurré con dolor. Los restos de mis hombres ardían desperdigados por toda la cubierta. Un aullido a mis espaldas me alertó. Era el emisario de la muerte, luciendo sus escamas azuladas y ojos escarlata. Cuando abrió sus fauces vi nacer el fuego que me abrasaría. Fue lo ultimo que sentí.

Los hombres corrieron despavoridos, dejando atrás a sus compañeros agonizantes. El valor que los llevó al pantano de la bruja azabache ahora era un inmenso miedo. Su confianza se desplomó al ver como ese ser, salido segundamente de las tinieblas más densas, era capaz doblegar la voluntad de los animales de ese paraje. Cuando las fieras en los arbustos, junto a los arácnidos y serpientes venenosas los rodearon supieron la verdad. No escaparían vivos de los dominios de esa dama tenebrosa.