—¿Qué haces cuando una persona te desilusiona? —Confiar en que voy por buen camino —respondí sin mirarlo. —¿Cómo es eso? —La ilusión es lo único que nos motiva —aseveré mirándolo a los ojos. —Sin ella difícil sería no estancarnos. Necesitamos aquel ideal nuestro para realizar cambios reales prácticos, reales teóricos o en nosotros mismos. —Ergo, ¿la ilusión permite la probabilidad de fallar? —preguntó inquieto. —No —repuse apartando la mirada —. Permite la posibilidad de transformar.

—Dicen que el amor ayuda a cualquiera que lo necesite. —Mentira. Solo consuela a los desesperados —dije con repugnancia—. El odio mueve a las personas… el amor los ciega y los entorpece. —En el amor se es libre, ¿no? —Sí —respondí encendiendo un cigarro —. Pero un ciego que es libre, deja de serlo. —Sé el daño que te hicieron —anunció la psicóloga con una expresión despreocupada. —No es daño, es un favor —repliqué dando al cigarro una última calada.

—¿Por qué eres así? —Genética, supongo. —No, no. ¿Por qué eres así? —Porque quiero, porque los demás lo hacen… por lo que han hecho conmigo —respondió con desdén —¿qué esperas que te diga? —¿Por qué eres así? —dije con suavidad. —No lo sé —repuso impotente dando un golpe en la mesa con lágrimas en los ojos —. No sé quién soy.

—Aquí está su pedido, muchacho. —Muchas gracias. Toma, aquí te pago —dije a la vez que aseguraba en mi mente los 10 centavos que sobrarían.—No me entregues los vueltos, deja así —anuncié precipitadamente a la tendera, guiado por un impulso incontenible. —Gracias, joven —repuso un señor con voz violentamente agradecida mientras pasaba por una puerta. «Las personas comúnmente agradecen por hechos grandes» pensé cuando llegué a la acera.

Cada vez que intento frustradamente luchar contra el alcohol, fuera de conseguir la humillante derrota, miro al cielo. Esperando alguna respuesta, pregunta o situación que disperse las sombras a mi alrededor. Todo oscurece; las nubes se juntan formando laberintos indescifrables. Observo el cielo como un cerebro. El frío de la soledad no me aterra, me genera una sensación agradable que supera los límites de la desesperación. Escalofríos que recorren mi cuerpo en son de armonía demoledora.

(…) Me encuentro en el lugar exacto para observar tal espectáculo; seguro de que no en otro lugar, ni a un paso más, lograría apreciar esta mágia del cielo, rubor universal. Para Miguel Ángel imposible sería soportar su propia ausencia en este momento, sin poder retratar lo que se llamaría “Creación de Dios”. «Quizá fue el destino o una casualidad que me hace estar en el lugar indicado, a la hora indicada y en la vida indicada, para admirar lo que pocos admiran y muchos ignoran» repliqué.

«No creo en el destino, ni en las casualidades» pensé. Pero volteo al cielo, viéndola alta, dueña de sí misma; abriendo paso entre las nubes, luchando con ellas. Alumbrando a precisión la oscuridad del cielo, para otorgar lúcidos contrastes con toques fríamente sombríos. Iluminada por ángeles y esculpida por el mismo Donatello, estrellada por Van Gogh y lizada por Da Vinci. (…) Dos partes, dos microrrelatos.

«La felicidad no es un lugar, ni el recorrido, es la lucha. Saber que ganas contra la vida a pesar que pronto te romperá la cara a pedazos. Ser feliz es una ilusión. Lo curioso es que necesitamos la ilusión de la felicidad para poder ser felices. Creamos, desde lo ficticio, una sensación indescriptiblemente real.»

—Muévete por este lado—dijo con sádica excitación—Así está muy bien. —Sí doctor Henrry. ¿Es ético revelar su nombre a cada víctima?—preguntó pausadamente entre profundos gemidos. —No lo es, Clara —dijo vacilante—Pero mi cuerpo estremece de placer al escuchar mi nombre en gritos desesperados. —El placer siempre se aleja de lo éticamente correcto —dijo Clara con satisfacción, a la vez que recibía una última estocada. —Tal vez —repuso Henrry mientras observaba cómo de a poco su paciente dormitaba.

—Asesino—dijo en voz baja pero clarísima. Raskolnikof siguió a su lado. Sintió que las piernas le flaqueaban y vacilaban. Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Su corazón dejó de latir como si se hubiese separado de su organismo. Dieron en silencio un centenar de pasos más. El desconocido no le miraba. —Pero, ¿qué dice usted? ¿Quién… quién es un asesino? —balbuceó al fin Raskolnikof, con voz apenas perceptible. —Tú, tú eres un asesino —respondió el desconocido. Tomado de Crimen y Castigo.

Una nube tan alta como las montañas se alza con espesor y amplitud, dominando todo el cielo. Sus azulados tonos en escalas perfectas, reveladoras de figuras zigzagueantes que trazan el destino de la humanidad. —Está pasando. —¿Qué está pasando? —El fin más esperado de todos —dijo sonriendo —. Estás despertando.

«¿Por qué me observa muy seguido? Sé cuándo detalla mis facciones, sin embargo, no consigo interpretar sus intenciones» pensé. —Le devuelvo las miradas, pero siempre esquiva el confuso intento — dije esbozando una sonrisa —. Cómo le gusta jugar. «Sin mencionar los tonos con los que me habla» repuse en mi mente incrédulo. Alzando el rostro, está ella ahí, fijos sus ojos, intrigada por conocer lo que pasa por mi cabeza. Y yo aquí, curioso de saber lo que sucede en la de ella.

“Me es difícil sentarme a escribir; no sé si realmente escribo lo que siento o si siento lo que escribo.”

— Ven, es por aquí. — ¿Por dónde? — (...)